Dije alguna vez, y si no, lo digo ahora, que un escritor es lo que lee, lo que vive y lo que imagina. Por lo menos tal es mi caso, y con esos ingredientes —en lo de leer pueden incluir el cine y sus derivados— escribo novelas. Pero nada pasa en crudo al libro, y por esto señalo con frecuencia que es un error buscar con exactitud a un autor en sus relatos y personajes, en lo que éstos hacen o dicen. La escritura, buena o mala, es una ficción donde lo real, a menos que sea autobiográfico —y en ese caso, desconfíen todavía más—, suele ser sólo unas gotas de vida propia mezcladas con otros elementos, diluidas en la trama, refundado todo en el resultado final que conocemos como literatura.
Tuve el privilegio de vivir infancia y primera juventud en un lugar extraordinario: se llamaba Poblado del Valle de Escombreras, había allí una refinería de petróleo —todavía existe, aunque el poblado desapareció hace mucho—, y junto a ella, para sus empleados, se desarrollaba un experimento social único en la España de los años 50: trabajadores de distintos niveles, jefes y obreros, vivían en el mismo lugar y compartían con equidad los servicios: comercios, escuela, iglesia, casino, cine, transporte, piscina, instalaciones deportivas. Había diferencias sociales a la hora de relacionarse —como las hay ahora—, pero los mayores convivían con respeto y los niños nos criábamos juntos, jugábamos juntos, correteábamos en pandilla por aquellos campos, montes y orilla del mar, e íbamos al mismo colegio de primaria. Ahora que somos mayores, quienes seguimos vivos recordamos el lugar como un paraíso: primeros juegos, primeros amores, primeras aventuras. Primeras experiencias de la vida.
Mis tres recuerdos precoces de niñez son diáfanos. Uno es el mar y su sonido en las rocas. Otro, a los tres años de edad, cuando en una cuna junto a la cama de mis padres apareció mágicamente un intruso —pedacito de carne con ojos grandes y mucho pelo negro— que me destronaba como centro de atención y rey de la casa. Y el tercero, un año más tarde en la escuela de parvulitos, cuando escribía las primeras letras, a lápiz, en uno de aquellos cuadernos rayados que usábamos antes de pasar a la caligrafía con tinta, palillero y plumín. A los dos o tres días de empezado el curso, doña Micaela, la maestra, nos puso deberes para casa, y el primero fue una plana de escritura. Yo tenía ligera ventaja en eso, pues antes de ingresar en la escuela mi madre me había enseñado los rudimentos básicos y lo hacía con cierta soltura. Aun así pasé parte de la tarde y la noche, antes de acostarme, haciendo y rehaciendo mi plana con lápiz y goma de borrar, resuelto a que fuera la mejor de la clase. Y al día siguiente, orgulloso y feliz, con mi babi, mi cartera a la espalda, recién lavado y peinado, fui al cole de la mano de mi madre y, una vez en clase, le entregué mis deberes a la maestra.
Han pasado sesenta y nueve años —yo tenía cuatro—, pero parece que hubiera ocurrido ayer. Doña Micaela miró mi trabajo y dijo: «Esto no lo has escrito tú». Y para mi estupefacción, rompió la plana ante mis ojos y la tiró a la papelera. Recuerdo perfectamente que me quedé paralizado, con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra. Por primera vez el mundo me caía encima. Tuve vergüenza de que me vieran llorar, así que fui a mi pupitre y estuve el resto de la clase inmóvil, baja la mirada. Mi madre me esperaba a la salida y preguntó qué tal mi plana. Conté lo que había ocurrido; y ella, sin decir nada, me dejó con una vecina y su hijo y fue a ver a la maestra. Nunca supe de qué hablaron, pero desde aquel día doña Micaela fue encantadora conmigo, me sentó en la primera fila y recuerdo que a veces me acariciaba la cabeza. Olía agradable, a colonia. En realidad era una buena maestra. Tanto, que de ella obtuve la primera lección importante de mi vida.
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Publicado el 20 de diciembre de 2024 en XL Semanal.
Voy a titular mis pobres líneas de hoy.
Una sociedad de micaelas.
Don Arturo, su lector, el de la crítica (injusta, por cierto), quizás me equivoque, es un tanto, o un mucho, buenista. Lo cierto es que para quien haya vivido, sin estar a las espaldas ideológicas y sectarias de la realidad, sabe que, en la vida real, la justicia no sale casi nunca bien parada. Es lo real, es la experiencia que da navegar por las procelosas aguas de la sociedad que vivimos.
Casi todos hemos tenido, a no ser que a nuestro nombre lo acompañaran rimbombantes apellidos y los tratos de favor que a ellos iban parejos, nuestas micaelas y micaelos, omnipresentes en toda nuesrra sociedad y oliendo bien a colonia. Desde pequeños, a la mayoría nos enseña la realidad que la idealizada justicia que la sociedad pretende inculcarnos, no existe. Y su carencia nos acompañará, por desgracia, toda la vida, en nosotros, en nuestros hijos y a nuestro alrededor. ¿Justicia? Entelequia, utopía, películas de super héroes, Star Wars.
A mí me encanta el halo de realidad que está intrínseco en sus novelas, don Arturo. Y es satisfactorio muchas veces.
Quizás sus experiencias y su vida estén reflejados en sus novelas. Hay una que para mí es una de las mejores y que creo que se relaciona con este artículo: «El asedio». Su final es jurídicamente apoteòsico. El comisario Tizón sabe muy bien dónde encontrar justicia realmente. Si somos sinceros y no buenistas, el desenlace de esta novela nos causará un profundo placer, un interno regodeo a quienes tenemos los pies en el suelo.
Estos últimos tiempos estamos asistiendo a una verdadera clase de cómo realmente es el interno mundillo de la justicia. Cómo se manipula, se manosea, se incumple, se viola y se adapta a manejos espúreos. Cómo se pueden echar abajo decretos anteriores e inventarse nuevas leyes que beneficien o perjudiquen a sectores concretos. Cómo, incluso los jueces, pueden ser acusados y procesados oor ni adecuarse a los dogmas políticos imperantes.
¿Cómo puede todavìa haber ilusos que piensen en la justicia idealista de las novelas cuando en la realidad las instituciones estàn tan en decadencia, son tan líqidas que hasta conceden cum laudes a tesis falsas?
Nada hay que indique más la decadencia de toda una sociedad que la decadencia y la degradación de la justicia. Símbolo máximo es la Costitución. Tergiversada, manoseada, interpretada, humillada, despreciada e incumplida, se puede resumir actuamente en la frase: esta es mi Constitución y la del país, si no te gusta, te consigo otra.
No sé si la Micaela era buena maestra o no, me da igual, don Arturo. Yo, por mi parte, odio profundamente a las micaelas y micaelos (cabrones) que he tenido que sufrir. Un buenista le diría a usted que la primera lección que aprendió fue que es de sabios cambiar de opinión. Yo, don Arturo, le digo que su primera lección fue que la justicia no existe en esta sociedad.
Micaelas. Justicia. Pedir melones a una conífera.
Feliz Navidad a todos.
Buenos días Sr Reverte , me imagino que esa primera lección de vida es ahora agradable de recordar ,más aún si tiene el final de estar su madre a su lado.
No leo demasiado y no me atrevo a darle a usted excusas , si fuera usted un buen amigo y supiera que no soy demasiado buen lector, que tres libros me recomendaría a estas alturas de mi vida teniendo en cuenta que le acabo de dar la vuelta al jamón , tengo dos hijos , estoy separado hace tres y vivo un segundo amor después de mi separación.
En 6° de Bachiller, el profesor de literatura, Sr. Colodrón, Instituto San Isidro de Madrid, en el que yo cursaba ese curso, convocó un concurso de poesía.
El día que comunicó, que poema era el mejor de los presentados, dijo: el premio es para tal, aunque el de Fulanito es perfecto, por lo que creo que no es de él.
La justicia, por ser cosa de humanos, es imperfecta.
Si se equivocan los expertos. Que será, si nos la tomamos de propia mano.
Sr Pérez Reverte:
Ha escrito un magnífico relato, como siempre.
Le mando esta carta, escrita para mi Narciso, que usted sabrá interpretar.
Querido Narciso: Soy una persona exageradamente agradecida y como te debo haber pasado un tiempito agradable, en parte gracias a ti, me voy a permitir hacerte una oferta.
Sé que eres narcisista de libro, que nunca podrás cambiar aunque con la edad se pueda haber mitigado un poco dicho trastorno .
Todos los seres humanos tenemos ego en mayor o menor medida, yo soy según decía Unamuno, egotista. También tengo una buena dosis de soberbia, no acepto y me rebelo contra el ninguneo.
Creo en mi inteligencia racional y lógica, lo que no me impide amar a mis seres queridos por encima de todo, sin que ello signifique obviar sus errores.
Analizo mi comportamiento diariamente y me arrepiento si algo no hice como debiera porque significa tener que disculparme.
Mi fortaleza es inexpugnable, no permito que alguien indeseable penetre en su interior. Incluso en los momentos más duros de mi vida nadie pudo entrar.
Me enamoré una vez, pero nadie puede conquistarme si yo no valoro su personalidad y sus valores. Y tú, lo siento de veras, careces de ellos.
Nunca pido ayuda, no me sirve de nada, soy como Juan Palomo y me recupero mediante mis pensamientos en soledad.
No soy sensible a la crítica ni al halago. Me molestan las alabanzas inmerecidas, soy consciente de mi valía. Mis defectos son míos( trato de remediarlos a veces con poco éxito), y no admito cuestiones sobre ellos.
También es cierto que soy empática y compasiva, me ha parecido que sufres aunque no puedas remediar tu forma de ser.
Quizás por agradecimiento o por el poder que creo poseer siento deseos de ayudarte, a pesar de que todos los estudios sobre el narcisismo reflejan la imposibilidad de cambio, aunque hablan de la terapia de conversación
Esta es mi oferta, sé mi amigo. Podrás contarme cómo te sientes, tus deseos, anhelos, éxitos, errores ( ya sé que no te gusta reconocerlos) y tal vez puedas sentir durante el rato de amistad compartida, que alguien te entiende y empatiza con tu dolor. Y pasar momentos agradables de risas y debates interesantes e inteligentes.
Te enamorarás de mí, pero yo de ti no, aunque podría llegar a sentir afecto por ti.
No podrás mentir, procrastinar o cualquier treta para darme celos o discusiones absurdas porque no los sentiría, pero provocarías mi ira.
Y créeme, puedo ser amable, alegre y queredeira, pero mi ira es terrible. No tiro cosas y no agredo a nadie, sin embargo mis palabras pueden hundir en la miseria al cualquier soberbio o narcisista.
Trato de vivir la vida siendo la mejor persona que puedo ser, respeto a mis semejantes, no me gusta humillarlos, no me siento superior, sólo diferente, y exijo lo mismo.
Cómo es la infancia, ¿eh?. Yo también me acuerdo de la maestra que me enseñó a escribir y leer. De niño le tenía algo de pánico, porque yo era un niño asustadizo, introvertido, y tendente a conversar con las musarañas. Un día le dijo a un primo mío que venía a clase conmigo, que le dijera a mi padre que fuera hablar con ella. Recuerdo que el día que fue mi padre; yo estaba castigado a salir una hora más tarde, imagino que por haber conversado aquel día excesivamente con las musarañas. De repente vi allí frente a ella a mi padre, grande, torpe, con sus enormes manos de labriego, encallecidas y negruzcas, recibiendo una retahíla de quejas de la señorita: «Es muy vago, se queda distraído con cualquier cosa, a veces cómo hoy, lo tengo que castigar a quedarse una hora más, porque va más retrasado que los demás; y es por eso que le he mandado llamar». Mi padre, allí, frente a la señorita, recién venido del campo, de trabajar, tan grande de estatura, pero frente a aquella mujer, tan pequeño, le pregunta: «¿pero se porta mal?».
«No, eso no. Es muy bueno. Pero me gustaría saber si tienen ustedes algún problema en casa, no sé, para saber cómo hacer con él» . Mi padre le cuenta que hace tres años ha muerto mi madre, que es él sólo con la ayuda de mi abuela materna para sacar adelante a tres críos pequeños. Le cuenta el trauma que ha supuesto para todos la ausencia de la madre muerta, y que él no puede estar encima mía cómo, quisiera, como está una madre, y que se hiciera cargo…
Recuerdo volver a casa de la mano de mi padre; esa mano grande, rugosa del trabajo del campo, que olía tanto a tabaco. «Tienes que ser bueno; tienes que prestar más atención, que ya sabes como estamos….»
Recuerdo que a partir de entonces la señorita cambió el pescozon o el castigo, por la caricia.
La última vez que vi a la señorita Ana, fue un día que vino a visitarnos. Habia estado de baja, pues había tenido un niño. Recuerdo ir pasando los niños de la clase, uno por uno, e ir besando a aquel niño tan pequeño, nosotros, niños del campo, cual pastorcillos de un Belén viviente, frente a la señorita Ana, su marido y aquel niño tan pequeño. Recuerdo que cuando llegue a ellos me revolvió el pelo con la mano. «Cómo has crecido, casi ni te conozco», me dijo dulcemente, mientras dejaba que me acercara a dar un beso a su niño.
Después de aquella tarde no la volví a ver más., pero es curioso; de todos mis profesores es la que casi con más cariño recuerdo. Me enseñó a leer y escribir, nada menos.
Calcado a lo que me pasó a los siete con un profesor de Castellano -Ahora le llaman «Comunicación» y lo que menos enseñan es gramática-, que no reconoció que m labor en dictado era correcta: según él, era imposible que un niño de mi edad conociera la palabra «saltimbanqui»… Para entonces, ya leía yo a Dumas («Los cuarenta y cinco» fue mi bautismo de letras con él).
Nada que ver: acabo de ver «20 días en Mariúpol» y no pude dejar de recordar al Maestro, con «Territorio Comanche» y sus reportes desde zonas de guerra…
Los que tenemos algunos años recordamos casi mejor el pasado y lo que nos sucedió de niños. Hay momentos que algo nos ilumina esos recuerdos un olor, un comentario, una imagen…..Ese momento que nos cuenta me ha llevado de vuelta a uno muy similar que me pasó, ahora “los modernos” dirían que tengo un trauma. Le felicito por sus artículos, muchos de los cuales suscribiría sin duda, aunque no todos y esto me lleva a un comentario reciente sobre nuestros textos en las felicitaciones; durante años hemos usado Feliz Navidad y Prospero año xxxx, Felices Fiestas y el (incomprensible) Felices Pascuas, según nos cavia en nuestros tarjetones. Este año todo se ha revolucionado, hasta el extremo de utilizar esa palabra que tanto usamos los españoles, la mayoría de las veces sin pensarlo mucho. Creo que Vd. que tanto sabe observar ese “carácter” que nos arrebata a veces estará de acuerdo conmigo en que en esta ocasión se ha engrandecido el tema sin ser necesario. Aun así le reitero que muchas de sus opiniones me gustan, quizás por ese “carácter” que ha todos nos domina.
£@ P$#€
Don Arturo incluye al cine entre las experiencias que un escritor registra en su bagaje a la hora de imaginar la obra obra en su mente, yo sólo añado una reflexión personal e intransferible:
El cine americano es como el papel higiénico barato, se salva gracias al doblaje.
Por desgracia el español lleva décadas sin salvación posible, ya que suele representar lo que se adhiere a ese papel.
Dedicado a Doña Francina «Armengolpe» y sus titiriteros.
£@ P$#€ y sus «paseitos»
Paradojas y «malicias»
Suelen darse en el país,
No sé si son «injusticias»
Pero muy mezquinas sí.
Asaltaban las haciendas,
Y los bancos de Madrid,
Un grupo de sinvergüenzas
En plena guerra civil.
Asesinando a la gente,
Torturándola en sus » checas»,
Con actitud insolente
Solían robar a espuertas.
Se gastaron los dineros
En México o en París,
Mientras andaban en cueros
Los españoles aquí.
Y en ese «sufrido» exilio
La caterva de ladrones
Vivió dorados idilios
Con mangantes y masones.
Luego, tras un «movimiento»
De ingenuos inmovilistas,
Volvieron a meter dentro
A estos tunantes cuentistas.
Dicen que si fue la CIA,
Con ayuda del SECED,
cierto es que la porquería
Campa ahora a su merced.
Porque después de un Felipe,
Que comenzó desde cero,
Encabezaba el desfile
Un funesto zapatero.
Impuso a los «expañoles»
Qué había que recordar,
Camuflado entre esas coles
Más lechugas que berzal.
Los españoles pusieron
Al remendón en la calle
Pero nunca consiguieron
Que ese capullo se calle.
Después de que un juez falsario
Introduzca una morcilla
Cierto felón tabernario
Se ha colado en la tortilla.
El tipo es bastante fatuo
Y de talante amoral,
Lo cual define los rasgos
De un gran cretino integral.
Para el 2025
Quiere celebrar la muerte
De ese militar bajito
Que un día nos cayó en «suerte».
Baraka, según los moros,
Al general no faltaba…
Actualmente jode a todos
Un gafe tonto del haba.
Cincuenta años después
Va a conseguir este necio
Que se recuerde el ayer
Y eso no va a tener precio.
PD:
La señora Micaela
No «creyó» que un parvulito
Apenas yendo a la escuela
Pudiera escribir bonito.
La susodicha señora
Se postraría ante Cristo
Viendo quién preside ahora
El consejo de «ninistros»
Sr. Pérez Reverte: soy una mujer de 59 años que desde los 22 años padezco una Esclerosis Múltiple y he sido rechazada por algunas personas por padecer esta enfermedad. Para suerte mía me encuentro bien, aunque la fatiga crónica me deja un poco mermada. Vivo muy cerca del mar y me gusta la lectura, a la cual dedico casi todo el tiempo. Perdí mi trabajo, mi primer matrimonio y algunas amistades. He tenido que oír como me llamaron Esclerótica de Mierda, pero seguí adelante con mi vida, tengo un hijo y volví a casarme. De siempre quise escribir un libro, UNI el Unicornio, pero no se como hacerlo. Podría enseñarme como hacerlo? Muchas gracias por su tiempo en leer estas líneas. Kiss.