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Otra vez antigua y señorial

Me había jurado por el cetro de Ottokar y los bigotes de Plekszy-Gladz no volver a Lisboa, la hermosa ciudad antaño antigua y señorial, como afirma el famoso fado, arrasada hasta los cimientos por ese turismo de masas fuera de control que convierte a Europa en intransitable parque temático de selfis, chanclas, calzoncillos y hoteles de Cristiano Ronaldo a mil euros la noche, con Ferraris y Porsches aparcados como reclamo ante la puerta. Estaba resuelto a no sufrir más con el lamentable espectáculo; pero la carne es débil, el hombre propone y su editor, editora en este caso, dispone. Así que aquí estoy de nuevo, no en uno de mis dos hoteles de toda la vida —que ésa es otra—, porque ahora todo hay que reservarlo con meses de antelación y pago de antemano, sino en uno mucho más caro y más feo, lleno de anglosajones que preguntan, sin hacer el menor esfuerzo por usar la lengua local, dónde pueden ver bailar el típico flamenco portugués; y no saben si están en Lisboa, en Oporto, en Sevilla o donde la puta que los parió.

Con ese estado de ánimo, aprovechando que tengo el día libre, cojo un paraguas y salgo a la calle. Lo del paraguas es porque llueve con saña bíblica, que diría Lucas Corso; y paradójicamente es la parte positiva del asunto, porque las calles están casi desiertas como en los viejos tiempos, y la bruma gris que vela el paisaje parece recuperar la ciudad de antaño, tranquila y melancólica. Así que, con la gabardina empapada y los zapatos y los pantalones mojados, camino por Lisboa pisando charcos como un niño feliz, aspirando con placer el aire húmedo que me devuelve muchos recuerdos. Y voy a comer a la vieja taberna Ruca, que resiste modesta y heroica, para mojar pan en la cazuela de gambas al ajillo; y por la noche cenaré, con las sombras de Pessoa y Pepe Saramago, en el querido Martinho da Arcada, dando un abrazo a Paulo y los otros camareros —Martín y Fernando—, que me instalarán, como desde hace treinta años, en la misma mesa junto a la ventana.

Pero el momento especial, la felicidad perfecta, llega en el Chiado, cuando dejo la lluvia fuera y me resguardo en la librería Bertrand, y luego cruzo la calle y entro en Sa da Costa, la magnífica librería de viejo que, como el pueblecito de Astérix, resiste al invasor en su esquina de la rúa Garret. Y allí, recobrando las maneras del ávido cazador de libros que nunca dejé de ser del todo, doy con algo en lo que no había reparado nunca: las Cartas de Inglaterra e crónicas de Londres de Eça de Queiroz, mi escritor portugués favorito, cuya obra presuntamente completa (editorial Aguilar, dos tomos) heredé de mi abuela María Cristina, pero en la que no figuran esos textos. Así que, con arrebato emocionado —es bueno que eso aún le ocurra a un lector de 73 años—, me llevo el libro, camino bajo el aguacero y me siento en la terraza del café Nicola —la pastelería Suiça ha desaparecido— a leer. A pasar páginas con placer y asombro: el placer de paladear una lengua portuguesa tan bella y cercana, y el asombro de descubrir, más vale tarde que nunca, a un Eça brillante, lúcido, irónico, con un extraordinario talento para el análisis y el sarcasmo genial. Siglo y medio después, compruebo con admiración, siguen vigentes sus acertados juicios sobre la sociedad londinense y parisina, sobre la política internacional, sobre Turquía, Egipto, la Rusia de los zares cuya justicia se llama Siberia —escribe en 1870—, que coarta la libertad de expresión asesinando a periodistas, que encarcela a un poeta si su poema desagrada a la policía. O sobre una Inglaterra victoriana e imperial a la que, al contrario de la generosa Francia, sus virtudes sólo a ella aprovechan y sus vicios contaminan el mundo.

Y aquí, sentado bajo el toldo donde repiquetea la lluvia, levantando de vez en cuando la vista para contemplar la plaza del Rossío bella e insólitamente desierta, disfruto página a página del autor de El primo Basilio, Los Maias El misterio de la carretera de Sintra, que me devuelve a la ciudad serena y elegante que tanto amé, y que gracias a él otra vez amo. No pido que Portugal escriba nuevos libros o cree nuevo arte —afirma en una de sus cartas—. Me conformo con que lea los libros ya escritos y se interese por el arte que ya fue creado. Aunque, en otra página, su vitriólico sarcasmo añade que ciertas novelas de reciente publicación en Inglaterra —docenas cada semana, señala—, plagadas de incongruencias e insensateces, le parecen lectura muy interesante para estudiar los curiosos ejemplos de la imbecilidad humana.

O sea que, bueno, ya les digo. Aquí, con Eça de Queiroz. Leyendo un día de lluvia, en Lisboa.

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Publicado el 11 de octubre de 2024 en XL Semanal.

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Ricarrob
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52 minutos hace

Lo ya dicho, reflexiones de un nostálgico, don Arturo. Lluvia, calles desiertas, libros, lectura, lluvia. Lluvia que limpia las calles de anglosajones henchidos de superioridad y de chinos abriéndose paso a codazos cual cohortes romanas, aprovechándose de la incomparable hispitalidad lusa. Y también de imbéciles en chanclas y calzoncillos que inundan las ciudades como cardúmenes sin control.

La lluvia es redentora, limpia por fuera y por dentro y su sonido es bendición.

No he leído a Eça de Queiroz, tengo que confesar esa insuficiencia como otras muchas, pero, después de su artículo, don Arturo, prometo hacerlo. Y lo haré en un dìa de lluvia, cuando la humanidad no existe ni para asomarse a las ventanas. Y lo haré en un dìa de lluvia, después de haber paseado por un bulevar solitario, flanqueado de árboles, con el agua resbalando por el rostro, ya que odio los paraguas, ese instrumento demoníaco que no protege del agua que se engancha en todos los lados y que se deja olvidado en cualquier sitio. Lo haré en un día de lluvia…

Ya lo tengo planeado. Unos dìas de lluvia, un paseo, un madeira seco, un buen sillón, un buen regodeo nostálgico inmerso en mi memoria y una lectura con ironìas y sarcasmos que siempre son reconfortantes.

Lo dicho, don Arturo, un nostàlgico.

Saludos.