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Muerto en intento de fuga

Muerto en intento de fuga

Tengo un amigo que es funcionario de prisiones, o sea, boquera del talego. Y un día, hace algún tiempo, me invitó a tomar un café y puso encima de la mesa un paquete de viejas fichas de cartulina de los años cuarenta.

—Échate un vistazo a esto —me dijo.

Y se lo eché.

Resulta que mi amigo había estado clasificando antiguos archivos carcelarios de los años siguientes a la guerra civil, de prisiones que ya no existían y cosas así, y a la hora de mirar los legajos procedentes de la antigua cárcel de Talavera se había encontrado con algo curioso. Fui pasando fichas, una tras otra. Siempre un nombre, profesión y demás datos, y acto seguido: Muerto en intento de fuga. Seguí mirando fichas, y todas terminaban con la misma coletilla: Muerto en intento de fuga. Había treinta o cuarenta, y todas terminaban igual. Lo extraño es que la fecha siempre era la misma, que lamento no recordar con exactitud. Un día de otoño, me parece, del año 42. Mi compadre el boqui me observaba muy serio:

—Ese día se quiso escapar demasiada gente, ¿no?

Miré las profesiones. Casi todos eran campesinos, obreros, gente muy humilde, con largas condenas o cadenas perpetuas por su actuación en la guerra civil. Había tres fichas con el mismo apellido, hermanos, supongo, de profesión jornaleros. Otro lo recuerdo bien porque me llamó la atención el oficio que figuraba en la ficha: aprendiz alpargatero. Justo ese tipo de infelices que nunca tiene quien le eche una mano, ni hable con el jefe local de falange o el coronel amigo de la familia, o cosas así. Anónimos don nadies sin pena ni gloria. Algunos eran muy jóvenes, y tampoco faltaba la gente mayor, labradores y peones con cincuenta o más años. En algunos de los motivos de prisión figuraba haber sido militantes socialistas, comunistas o anarquistas, aunque la mayor parte de las veces sólo se registraba su participación en tal o cual hecho. Ninguno de los cargos era extraordinario, ni vi delitos de sangre. Supongo que ese tipo de presos ya estaban fusilados a tales alturas del año triunfal.

De aquellos infortunados fuguistas y sus atrocidades, recuerdo especialmente a uno: participó en la quema de una imagen sagrada. En el apartado profesión no figuraba nada, su origen era extremeño y andaba por los cuarenta años. La ficha llevaba grapado un papel que le habían hecho firmar a su viuda cuando fue a visitarlo y le dijeron que su marido estaba muerto.

El café me supo amargo, como a menudo le sabe a uno el café cuando hurga en los rincones más sombríos de este país desgraciado, donde durante siglos y siglos tanta pobre gente se ha estado fugando de cuarenta en cuarenta. Miraba nombres e imaginaba rostros quemados por el sol y arrugados de miseria, sin afeitar, con el miedo y la resignación que a un hombre, acostumbrado a sufrir desde que nace, se le pone en los ojos cuando mira el cañón negro de un máuser. Después, mi amigo reordenó el mazo de fichas y se lo metió en el bolsillo.

—¿Qué vas a hacer con eso? —pregunté.

—Nada —se encogía de hombros—. Devolverlo a su sitio, supongo. Intentar olvidarlo.

—Pero alguien firmó esas órdenes —protestó mi viejo instinto de periodista—. Detrás de cada una de esas fichas hay una mesa de despacho, un escritorio, un asesino. Igual anda todavía por ahí, viejecito honorable, flaco de memoria.

Mi amigo el boqui se echó a reír:

—No seas idiota. Los asesinos somos tú y yo. Es este país. Somos todos nosotros.

Después cogió sus fichas y se fue, y me dejó sabiendo cosas que habría preferido no saber. Cada uno tiene sus propios agujeros negros, sus personales fantasmas que vienen de noche a tirarle de los pies; y a partir de cierto momento, maldita la falta que hace aumentar el peso de la mochila. En cuanto al boqui, nos hemos visto en alguna ocasión después de aquello, y nunca volvimos a mencionar el tema. Pero por su culpa, en esos ratos que te quedas mucho tiempo despierto en la oscuridad, veo ahora a veces el rostro de un aprendiz de alpargatero, o el de un pobre hombre sin oficio que quemó una imagen sagrada cuando la República, o el de una viuda obligada a firmar el expediente de su marido muerto, o las sombras de treinta o cuarenta infelices a los que alguien, hace cuarenta y tres años,decidió aplicar silenciosamente la ley de fugas, en Talavera.

Y nunca le perdonaré a mi amigo haber unido sus fantasmas a los míos.

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Publicado el 16 de abril de 1995

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