El vino retsina deja en la lengua un agradable sabor a vid y tierra húmeda, y el pulpo asado y las sardinas que están sobre la mesa, a la sombra del cañizo, me llevan a pensar que, hace tres mil años, hombres duros, atezados y silenciosos como los que remiendan las redes a pocos pasos, en el muelle del pequeño puerto, sentían idéntico sabor al comer y beber en el mismo lugar donde me encuentro. Porque en realidad, comprendo, nada ha cambiado. Los mismos hombres siguen junto al mismo mar, y el eterno Egeo los envuelve, nutre y perpetúa, crudamente azul bajo un cielo sin nubes, moteado por lejanas islas pardas y grises.
Es un oficio singular el de escribir novelas. Durante una larga temporada vives en un mundo que tú mismo creas e inventas personajes que ya no te abandonan nunca, pues te acompañarán siempre como amigos o fantasmas con más consistencia que otros que fueron reales. Por eso hoy, sentado a la sombra en el puerto de esta isla, pienso en Lena Katelios. En la peculiar habitante de la isla de la Mujer Dormida: la mujer que durante un año y medio y cuatrocientas nueve páginas cobró vida y pasó a formar parte, para siempre, de mi existencia y mi memoria.
«Te creía un héroe, pero fue mi imaginación la que te construyó. Sin ella no eres nada»… Hay cosas que sólo pueden escribirse cuando tienes setenta años: si te las han dicho alguna vez, si las has oído decir de otros, o si la vida educó tu mirada lo suficiente para averiguarlo, o intuirlo. A veces esa conciencia llega tarde para ser práctica; se pasó el arroz y es imposible reparar los estragos. Sin embargo, en tu caso tal vez sea diferente, y ésa es tu suerte y tu privilegio. Como contador de historias que eres, lo que quizá llegue tarde a la propia vida puede llegar a tiempo para una novela.
Lena Katelios emparenta con las otras mujeres de mis relatos. Todas tienen entre sí un aire de familia: hembras fuertes y duras, soldados perdidos en territorio enemigo que caminan solas bajo un cielo sin dioses, conscientes de que cuando pelean se enfrentan a desafíos mayores que los hombres, pues éstos poseen treinta siglos de retaguardia construida por ellos mismos —«Siempre tenéis un recurso o un deber a mano como solución»—, pero ellas no lo tienen. Mujeres, las mías, peleando en un mundo cuyas reglas establecieron los hombres; conscientes, como los mercenarios griegos que en la Anábasis buscaban el mar para regresar a casa, de que derrota equivale a aniquilación. Por eso son tan valerosas cuando pelean. Tan crueles cuando vencen, o pasan factura.
Esta vez, para la novela que acabo de escribir, necesitaba a una mujer diferente: no la que pelea, sino la que se sabe, o se siente, derrotada. La que se mueve por el árido paisaje de la desesperanza. Si es la mirada de una mujer la que en el hombre común o vulgar construye al héroe, o cree hacerlo, es porque proyecta en él, mediante el amor, sus propios sueños, sus anhelos, sus esperanzas. Algunas no se enamoran de lo que los hombres son, sino de lo que ellas creen que son. Y por ellos —antes ocurría con frecuencia; ahora, a menudo— abandonan estudios, sacrifican trabajo, modo de vida, lugar de residencia, tienen hijos, los siguen y unen su suerte a la suya. Pero a veces, con el tiempo, ese personaje que ellas crearon se resquebraja y desmorona. Ningún héroe, o casi ninguno, resiste una mirada lúcida ni una estrecha cercanía: el tiempo y la realidad acaban destruyéndolos. Entonces, el soldado leal que la mujer fue se siente estafado, sin patria ni bandera.
Llegado ese momento, algunas se resignan o se limitan a trampear con la vida. Otras, las que tienen recursos o agallas y están a tiempo de rehacerse, deciden gobernar su destino. Pero hay un tercer grupo al que pertenece Lena Katelios: la mujer vencida que ya no tiene tiempo, edad ni fuerzas para escapar de la isla infeliz donde tal vez se confinó ella misma. A esa mujer, a ese soldado derrotado y perdido, sólo queda el recurso de la venganza: ajustar cuentas y morir matando. Y del mismo modo que tres mil años de historia dotaron al hombre de pretextos, consuelos y recursos, tres mil años de sumisión y silencio dotaron a las mujeres de armas terribles, donde hasta el sexo puede tener la forma de revancha intelectual.
Por eso hoy, en este pequeño puerto mediterráneo, levanto mi vaso para beber despacio, paladeando el sabor de un vino tan viejo como el mar que me rodea. Brindo a la salud de Lena Katelios, su isla, su derrota y su venganza. Y pienso que uno escribe novelas para poder beber un vaso de vino de esta manera.
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Publicado el 10 de noviembre de 2024 en XL Semanal.
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