Estoy leyendo por incontable vez en mi vida Tifón, que estimo la novela más conradiana de cuantas escribió Joseph Conrad, mientras espero con ansiedad ese momento cumbre, la culminación del relato que llega cuando, poco antes del final y refiriéndose al personaje del capitán Mac Whirr, el autor escribe: El huracán que hace enloquecer las olas, que hace naufragar los barcos y arranca los árboles, que derriba murallas y precipita a los pájaros contra el suelo, ese huracán había encontrado en el camino a este hombre taciturno, y su mayor esfuerzo no consiguió arrancarle más que unas pocas palabras. Estoy leyendo eso y no puedo evitar que se vaya mi cabeza al mar y al novelista que me enseñó a amarlo todavía un poco más. Y pienso en los Mac Whirr que conocí en mi vida, que fueron unos cuantos. Y entre ellos, por supuesto, lo recuerdo a él. Lo mencioné de refilón en La carta esférica, pero nunca hablé de él aquí, me parece. Así que voy a hacerlo hoy.
No era taciturno en absoluto, sino todo lo contrario: expansivo, jovial, arrollador. Una especie de vikingo grande, pecoso, con el pelo casi rojizo, fuerte y vital. No diré su nombre, pues era un individuo complejo y extraordinario, lo mismo cuando estaba al mando de un buque que cuando pisaba tierra. Labró la infelicidad de una esposa y una hija y acabó su vida de modo prematuro tras arrastrar un escándalo social que lo persiguió hasta el final. El cáncer le impidió terminar como una vez le oí decir que deseaba hacerlo: «Navegando por un mar gris, bajo un cielo gris, fumando una pipa gris».
Era uno de los mejores amigos de mi padre. Habían navegado juntos en petroleros a Oriente Medio y al Golfo Pérsico. Mi padre era todo lo contrario: serio, silencioso, prudente. Hacían una extraña pareja cuando estaban juntos, el marino arrollador en tierra y el técnico educado, elegante y frío que jugaba al ajedrez. Sé que el carácter expansivo y bronco de ese amigo desagradaba a mi padre; pero aquel hombre había salvado de ahogarse a una de sus hijas, mi hermana Marili, un día que la arrastró el mar, y el agradecimiento y la lealtad que por eso le profesaba no tenían límites. Estaba en casa leyendo y de pronto se abría la puerta con estrépito: «Ah del barco, Cala, acabo de desembarcar, hazme una ensalada con mucho verde, que llevo un mes comiendo congelados». Y a mi padre: «Luego, Pepín, nos vamos a tomar café a Benidorm». Y mi padre cerraba el libro, resignado, y después de que mi madre hiciera la ensalada, cogía el coche y hacía ciento cincuenta kilómetros para tomar café donde hiciera falta. Eran los años 60, y en esa época le oí decir al capitán una frase que retuve toda mi vida, porque es una de las mayores verdades que escuché jamás. Algo que hoy suena mal en tierra, pero que todo marino comprende y comparte: «Un barco no es una democracia».
Esa frase resumía bien muchas cosas y lo resumía a él. Era de la vieja escuela; de los que, como mi tío Antonio y otros capitanes amigos de mi padre, hicieron el aprendizaje náutico trepando a los palos de barcos de vela. Y era, sobre todo, un magnífico marino. En tierra firme podía llegar a ser insoportable, pero en el puente de un barco sabía enfrentarse, como pocos, a los diablos cuando bailan sobre las olas. Ejercía el mando de sus buques con ese concepto hoy arcaico del poder absoluto a bordo, comprensible cuando no existían los teléfonos móviles y un capitán era responsable de las vidas, el barco y la carga. E hizo cosas espléndidas: en una ocasión salvó su petrolero sin ayuda de nadie, ahorrando remolcadores a la empresa, tras un abordaje entre la niebla del canal de La Mancha. En otra, logró entrar en un puerto ruso con una impecable maniobra entre un espantoso temporal de nieve, con el hielo reventando las válvulas y la tripulación de un crucero soviético aplaudiendo en la borda al amarrar junto a ellos.
Siempre imaginé al capitán Bligh de El motín de la Bounty con su voz y su aspecto. Era un marino de los pies a la cabeza, para lo bueno y lo malo: tozudo, autoritario y eficaz. Un capitán de aquella vieja escuela que los nuevos tiempos condenaban sin remedio. «A bordo –afirmaba–, un capitán es el amo después de Dios; y a veces, cuando Dios queda demasiado lejos, simplemente el amo». Pero su frase más famosa no se la dijo a mi padre, sino al tribunal de capitanes de marina que lo juzgó por arrojar del puente a cubierta, por una escala, a un tripulante que le había discutido una orden en pleno temporal, rompiéndole al pobre hombre una pierna: «Pues que no se queje, porque ha tenido suerte. Hace un siglo lo habría colgado del palo mayor». Lo absolvieron. Eran sus iguales y eran otros tiempos, como digo. Otros capitanes y otros mares.
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Publicado el 19 de julio de 2020 en XL Semanal.
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