Llegamos ahora, tatatachán, a mi episodio favorito en la historia de Europa. Al momento, situado en los siglos XV y XVI, en que nuestros architatarabuelos abandonaron por fin las maneras medievales y tomaron por modelo, para mirar hacia el futuro, la antigüedad clásica; o sea, a los griegos y los romanos. Dicho en otras palabras, se percataron de que lo nuevo era precisamente lo olvidado. Eso no ocurrió de golpe, claro, sino poquito a poco, en una transición lenta que se llamó Quattrocento en su primera etapa (años mil cuatrocientos en italiano, porque allí empezó la cosa) y Cinquecento (años mil quinientos) en la segunda. La característica principal fue una especie de culto a lo humano, en todas sus facetas. Cansados de mirar hacia arriba esperando consuelo (no en esta vida sino en la otra, hijos míos, tened paciencia, les repetían) para tantas guerras, epidemias, injusticias y demás desgracias, los europeos (y las europeas, como se dice ahora) descubrieron que había otras maneras de enfocar el asunto y que la modernidad estaba en recuperar el espíritu que las invasiones bárbaras y el medioevo habían mandado al carajo. Aliñado todo eso, naturalmente, con los nuevos descubrimientos que estaban cambiando la sociedad, la política y la economía. De manera que, si los siglos anteriores habían tenido a Dios como centro de todo, el nuevo tiempo se centró en el hombre, vaya, en el individuo. En el ser humano como medida de todas las cosas. Lo que, sobre todo para su época y en su contexto, no era ninguna tontería. Y a esa especie de culto a lo humano en todas sus facetas se le puso el bonito nombre, que aún conserva, de humanismo. De ahí, por un camino u otro, salió casi todo el germen de la Europa en la que vivimos hoy. Políticamente, porque fue el fin del feudalismo y el verdadero principio o el cuajar de las nacionalidades (España, por cierto, fue de las primeras en eso, fastidie a quien fastidie). Económicamente, por la extraordinaria modernización del comercio y su papel (el capitalismo, al cabo) en la nueva sociedad. Y culturalmente, por el afán de saber y de conocer el mundo en todos sus aspectos y circunstancias cuando el hombre renacentista (que sí, naturalmente, la mujer también) dejó atrás los complejos para creerse, al fin, capacitado para conocer muchas cosas y para saberlas hacer todas bien, o intentarlo. Fue como digo, al menos en ese registro, el mejor de los tiempos, el del pensamiento y la ciencia, y anunciaba un espléndido futuro. Nombres como Leonardo da Vinci, Erasmo, Copérnico, Miguel Ángel, Rafael, Dante, Gutenberg y tantos otros estaban a punto de caramelo junto a innumerables inventores, médicos, pintores, ingenieros, escultores, filósofos, navegantes, descubridores, literatos y cuanto podamos imaginar. Y, detalle no menos importante, ese renacer de la razón y la inteligencia tuvo también algo de pagano, en cierto sentido de la palabra. O en mucho. No suprimió a Dios (verdes las habrían segado en eso, pues la Iglesia aún tenía un enorme peso social y político, mandaba más que un capitán general y lo que iba a mandar todavía), pero sí aportó el Renacimiento importantes matices modernos, poniendo por delante de lo espiritual las preocupaciones del hombre, que ya iba siendo hora de que las pusiera, y su necesidad de valores tangibles o materiales como llegar a fin de mes, cultivar el pensamiento, ampliar horizontes y buscar la felicidad. Incluso ver cuerpos bonitos sin hojas de parra. En resumen, salvar al hombre aquí en la tierra, y no (cuan largo me lo fiáis) en el Reino de los Cielos. En la España cristiana (ya que somos de aquí, mencionémosla), que todavía seguía liada a espadazos pero ganando su secular guerra contra el Islam, el Renacimiento entró de modo lateral, antes por Levante que por Castilla, debido a la influencia mediterránea italiana. Porque fue realmente Italia la madre del cordero, o sea, la cuna de donde irradió casi todo, tanto hacia poniente como hacia los países del norte; pues al estar dividida en ciudades-estado cada vez más republicanas y menos monárquicas (Florencia, Génova, Venecia, Milán, Nápoles, la Roma de los papas), cada una rivalizaba con las otras en esplendor y grandeza. De todas formas, haciendo justicia conviene señalar que sería España la que, en esos siglos extraordinarios donde hubo de lo bueno y de lo malo, y también en los siguientes, iba a acabar llevando el espíritu humanista a las tierras recién descubiertas en América; y a la larga, con sus luces y sombras, mientras en el norte los anglosajones exterminaban a cuanto indio se les ponía delante (pero Pocahontas es hoy una heroína de Disney y la Malinche de Hernán Cortés una traidora), en los mestizos territorios hispanos se fundaban universidades. Que por cierto, para escozor de los gringos, ahí siguen todavía.
[Continuará].
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Publicado el 18 de marzo de 2023 en XL Semanal.
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Si señor, los anglosajones exterminadores, como dice el presidente de la RAE. Pero eso si, inventaron la propaganda y los eslóganes (vamos, de esos como «el si se puede») e impregnaron Europa de Leyenda Negra. Aunque todo se iniciara con una princesa tuerta, un secretario ambicioso y un rey recto como un palo, según cuentan, pero al final más putero que un congresista. Pero, bueno, a los anglos cualquier otra cosa les hubiese servido para despistar sus desmanes. Y, a los holandeses les vino de perlas ya en la Edad Contemporánea con su Congo leopoldiano. Y, hoy, cinco siglos más tarde, seguimos siendo culpables por toda la eternidad. Sin redención posible.
Leyenda Negra que, incomprensiblemente, perdura hoy desde el absurdo indigenismo, con los españoles como cabeza de turco. Los indigenistas, esos que dicen que vivían en la arcadia feliz, antes de la llegada de las universidades y la prohibición de sacarle el corazón a la gente. La pachamama de los sacrificios humanos. Quieren volver a ello. A ver quien se presta.
Si, llevamos el humanismo, el Renacimiento, allí donde fuimos. Culpables. También nos equivocamos en cosas, como todo hijo de vecino. Pero en casa de los anglófilos… a calderadas, como dice uno de nuestros dichos.
Impagable leer a Julián Marías su definición de Leyenda Negra. Su descripción es tremendamente cierta y actual, tristemente.
Sería hora ya de iniciar una contrapropaganda y dejar las cosas claras.
Propaganda. El que la hace bien, gana la partida. Y la historia.
Me encanta, seguir aprendiendo a los 77 años y sobre todo, con las lecciones que nos da D.Arturo, claro está, a quién quiera aprender.Y la forma es muy amena.
Muy buena nota. Lamentablemente creo que, al menos en la Argentina, muchas universidades han perdido el rumbo dictado por sus fundadores y se han convertido en centros de adoctrinamiento político. A veces pienso que si mi tío abuelo, Juan B. Terán, un día se levantara de su tumba, volvería a caer en ella al ver lo que es hoy su otrora gran creación: la Universidad Nacional de Tucumán.
Habiendo vivido en ambos lados de la colonización (España y Canadá), agradezco haber crecido en un lugar (Venezuela) donde todos somos un poco de español, indio y africano.
Por eso certifico lo que aquí expone Don Arturo de forma muy elocuente. Con sus altas y sus bajas, con claros y oscuros, somos una gran muestra de cómo se puede crear algo mejor. Pero primero necesitamos creérnoslo nosotros, dejar de pensar que somos menos por no ser anglosajones, debemos dejar de asustarnos con nuestra propia leyenda negra, tal vez así uniéramos esa fuerza que utilizamos en minimizarnos, para mejorar, y entenderíamos el gran potencial del que gozamos.
El término ‘Renacimiento’ se refiere, ante todo, a la historia del Arte, por la reaparición de la arquitectura de la Antigüedad grecolatina. La difusión de textos platónicos en Italia por la emigración de sabios bizantinos tras la caída de Constantinopla renovó el interés por el filósofo y su lenguaje, ciertamente nuevo y refrescante tras dos siglos de absoluto predominio aristotélico. Junto a Platón, se suscitó el interés por los clásicos grecolatinos, sobre todo por la llegada a Europa de la imprenta de caracteres móviles. Sin embargo, no hubo toda esa retahíla de rupturas que los manuales de Bachillerato de Historia del Arte suelen repetir como introducción al Renacimiento, que don Arturo nos repite aquí, algunas de ellas bastante tópicas e inexactas.
No hubo verdadera contraposición entre humanismo y religión, ni el manido paso del teocentrismo al antropocentrismo, ni ni los hombres del Renacimiento pusieron «por delante de lo espiritual las preocupaciones del hombre», perogrullada para cualquiera que conozca la época, ya que lo espiritual continuó siendo la principal preocupación del hombre, y a los nombres que cita don Arturo me remito. Otra cosa es que, tras las tres grandes epidemias de peste del siglo XIV (y otras más pequeñas), los supervivientes empezaron a pensar en el ‘sólo se vive una vez’ y a ver la vida de otra forma al haber visto tan cerca la guadaña durante años. En algunas regiones españolas palmó el 75% de la población: baste el dato para dar la magnitud del asunto. Vivir bien y con alegría, mirar la belleza de la Creación, comer bien y beber mejor, que el día menos pensado, no estaremos aquí. Así debieron pensar los primeros ‘renacentistas’. De ahí a pensar que Dios y el Más Allá dejaron de contar, hay un trecho. Y no dejaron de contar porque la Iglesia mandara mucho, también a papas y obispos alcanzaba el ‘carpe diem’, y banqueteaban y tenían bastardos. Los monasterios, vacíos por la mortandad, comenzaron a rebajar el nivel de exigencia de los postulantes, hasta dejarlo a ras de suelo, como hoy sucede en los seminarios sin vocaciones. Eso fue letal para las órdenes religiosas y el clero en general, que se relajó moral e intelectualmente, conforme al signo de los tiempos. Sin embargo, la relajación y desórdenes impulsaban las ansias reformistas, que llegarían desde el interior, precisamente porque lo espiritual seguía preocupando a los europeos.
En cuanto a la llegada de la razón frente a la religión, no hay tal. Santo Tomás había sistematizado la doctrina cristiana dos siglos antes desde un método puramente racional, filosófico, en los tiempos bajomedievales en los que la Iglesia fundó las primeras universidades, como reunión del saber universal. El Renacimiento fue la época de la imprenta, pero eso no fue la llegada de la razòn, sino su difusión. Las bibliotecas dejaron de ser un bien limitado a los monasterios (con sus monjes copistas) y los libros inundaron las casas pudientes de toda Europa, e incluso llegaron a las cortes, siendo así que hasta la reina Isabel la Católica hablaba y escribía en latín y Enrique VIII escribiò un libro contra Lutero y en defensa de la fe de la que más tarde apostaría por un asunto de faldas. La imprenta hizo que Erasmo,
Maquiavelo y Guicciardini se convirtieran en celebridades. De hecho, las hagiografías y libros devotos eran tan populares, a veces más, que los libros de tema político o literario. La imprenta hizo que las polémicas y controversias fueran seguidas por mucha más gente. Las tesis de un autor eran rebatidas o cuestionadas por otro en forma de libro, lo cual hacía que los debates cobraran formalidad y, en muchos casos, gran altura. Así nació, por ejemplo, la cada vez más conocida Escuela de Salamanca, que desde la Universidad española creó nada menos que el Derecho de Gentes, definió los orígenes y límites de las potestades civil y eclesiástica (por eso en España se retrasó el Absolutismo hasta el siglo XVIII) y sentó las bases de la teoría económica.
No hay caso.
Siempre hay alguien que insiste en que la tuerca está floja y tiene que darle unas vueltas de más.
Se llama debate, señor, y es una de las claves del antiguo esplendor del mundo occidental.
amen
Pero deberíamos reconocer que los prerrenacentistas eran unos sosos.
Ciencia, pensamiento… pero ningún sentido del humor. El humor, malditas ladillas, es lo que hace amable la vida en esta pelota universal.
Del Renacimiento y el Humanismo hubo tantos, tántísimos, y tan buenos autores y creadores en España como en los mejores lugares de Europa: literatos y poetas, arquitectos, escultores, pintores… Tantos que no puedo escoger, a la fuerza me tengo que remitir a la popular enciclopedia virtual. Sirvanse vuesas mercedes:
https://es.m.wikipedia.org/wiki/Renacimiento_espa%C3%B1ol
Y cuando acaben, aún se seguirán preguntando ¿Tantos? ¿Tanto crearon?
Y como casi siempre, cuando se rasca un poco en las leyendas negras, afirmarán aún con asombro en sus rostros: No tenemos que envidiar algo a lo hecho fuera. Nada en absoluto.
Efectivamente. Nunca hay que envidiar lo de fuera. Solamente hay que dar cancha a los de dentro, promover nuestra creatividad. Eso si, fijarnos en quien lo hace bien para hacerlo nosotros mejor. Ahora se hace lo contrario, por lo menos a nivel político. ¡No es Venezuela, estúpido, es Finlandia o Noruega!
Pero, bueno, hay quien se lleva los bártulos a Holanda perdiendo toda la creatividad latina. Lamenrarán… tarde. Estúpidos.
Y nos estamos olvidando en estos comentarios de un personaje insigne: Nebrija, al que le sirvió Italia como rampa de lanzamiento de su excelso saber lingüistico.
Con cuanta frescura lo narra APR.hasta yo lo entiendo!!! Me hizo acordar al escritor colombiano.German Arciniegas q narraba tan clarito!!!
Buenos días Don Arturo,
Me ha llamado la atención el uso que usted hace de la palabra medioevo (correcta, claro que sí) en lugar de medievo. Ambas recogidas y aceptadas en la RAE.
Pero me ha creado más dudas que certezas el buscar la acepción en la página de la RAE, esto es lo que he encontrado:
«Medievo. ‘Edad Media’. Debe escribirse con mayúscula inicial (→ mayúsculas, 4.26). Es igualmente válida la variante Medioevo. En cuanto al adjetivo correspondiente, en la lengua general actual predomina claramente medieval sobre medioeval. Para el resto de los derivados solo son normales las formas sin -o-: medievalista, medievalismo, medievalizante, medievalizar.
Qué hace que usted elija la variante «medioevo» con o, en lugar de «medievo», sin o, si da la impresión de que la primera es más una excepción o anomalía, y la segunda se acerca más a la forma en que se escriben sus variantes.
Simplemente una duda, y como siempre un placer leerle.
Saludos desde Sevilla.