Si en poderío internacional y en lo de mojar la oreja a todos el siglo XVII había sido francés, el XVIII fue inglés. Y el mar y los territorios coloniales tuvieron mucho que ver con eso. La Guerra de los Siete Años no se libró sólo en territorio continental europeo. Entre 1756 y 1763, y ya desde un poco antes, los intereses de Francia e Inglaterra se encontraban enfrentados tanto en América como en la India. La guerra en Europa calentó mucho el panorama y dio pretextos, sucediéndose las batallas navales y terrestres en los territorios coloniales, que eran proveedores de materias primas y otras riquezas; así que unos y otros, peleando como gatos panza arriba, defendían su parte del pastel y ambicionaban la ajena. La España ahora gobernada por los Borbones, que con la poderosa inercia del pasado aún seguía siendo algo en el mundo, le llevaba el botijo a Francia, secundándola tanto en las victorias, que fueron algunas, como en los desastres, que no fueron pocos, y en los que a menudo pagó ella la factura (aunque a veces nos apuntamos grandes éxitos parciales, como cuando Blas de Lezo le rompió los cuernos al comodoro Vernon en el intento inglés de tomar por la cara Cartagena de Indias). El caso, de todas formas, es que esa guerra ultramarina la fue ganando poco a poco Inglaterra, cuya marina mercante y de guerra alcanzó en este tiempo una fuerza y un prestigio asombrosos. Al empezar el último tercio del siglo, el Canadá (antes francés) ya era casi completamente británico; y el rey gabacho Luis XV (un pringado abúlico al que todo se la traía floja salvo el pampaneo de Versalles y calzarse a sus caprichosas amantes), mediante la Paz de París (1768) había cedido a los ingleses amplios territorios en América del Norte (los situados en la orilla izquierda del río Mississipi) y algunos enclaves africanos (la pardilla España, que se había metido en la guerra como aliada de Francia, perdió la Florida, Menorca y pudo conservar Filipinas de puro milagro). El otro plato fuerte que se zamparon los de Londres (Pitt el Joven fue el gobernante que impulsó esa expansión colonial británica) fue la renuncia francesa, qué remedio, a mantenerse en la India, donde se había establecido con mucho poderío y desvergüenza la empresa mercantil llamada Compañía de las Indias Orientales; y como también había arrebatado Ceilán a los holandeses, Inglaterra se hizo en Asia con un imperio de doscientos millones de habitantes, que se dice pronto. Así, entre pitos y flautas, o sea, entre América y la India, convertida Gran Bretaña en chulo casi indiscutible de los mares, saqueando cuanto podía de todo y de todos, nación pirata, arrogante y depredadora sin escrúpulos de lo ajeno, se hizo la más importante potencia colonial del mundo. Pero hay que reconocer, las cosas como son, que los de allí se lo curraron con mucho arte, consiguiéndolo todo a pulso con aventureros intrépidos, soldados aguerridos, marinos competentes y una visión comercial extraordinaria, facilitada por la impresionante transformación económico-social que a partir de 1760 modernizó el país y alcanzó a modernizar el mundo. Aquella primera Revolución Industrial (así la denominó la Historia), que también llegó a la agricultura, fue posible gracias a inventos como el telar mecánico, la máquina de vapor, la máquina de hilar y muchas otras novedades geniales que permitieron a los ingleses adelantarse a todos, amigos y enemigos, en materia de industria y comercio, situando a Gran Bretaña en la cumbre de la más avanzada economía capitalista; simbolizada en la publicación (1776) de la importante obra de Adam Smith La riqueza de las naciones, donde la madre del cordero era el concepto llamado utilitarismo: nación consciente de su supremacía económica, más preocupación por la eficacia y el bienestar que por las luchas políticas, gobiernos moderados que favorecieran el desarrollo del comercio y no sangrasen a impuestos a la peña, armonía entre el interés individual y el interés general, seguridad jurídica, respeto a la propiedad y todo eso. Y en especial, considerar que la verdadera riqueza de un pueblo era el trabajo nacional. Un tiempo nuevo rompía aguas en la vieja Europa. No en vano la palabra optimismo surgió y se escribió por primera vez en Inglaterra hacia 1740. Y también la expresión ciudadano del mundo (ésta en Francia) aparece por esa época, cuando Montesquieu escribe: Aun sabiendo que algo es útil para mi patria, no me atrevería a recomendarlo si fuera ruinoso para otro país… De ese modo, Revolución Industrial inglesa e Ilustración francesa coincidieron para alumbrar un tiempo nuevo. Y los cambios que una y otra iban a imponer en Europa serían extraordinarios.
[Continuará].
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Publicado el 5 de abril de 2024 en XL Semanal.
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Excelente artículo don Arturo. El comercio y la industria, base de todo. Y en lo que nos quedamos con un retraso atávico del que todavía seguimos intentando recuperarnos. A la industria conseguimos llegar a trancas y barrancas y, cuando lo conseguimos, había ya que desindustrializarse; porca miseria. Y al comercio no parece que le conseguimos poner el punto. Eso sí, aquí somos (o son algunos; no, algunos no, muchos) unos linces cobrando comisiones por la compra de mascarillas. Porque, comprar compramos de todo y a todos. Y nos meten Koldo por liebre. Si hubiera un premio Nobel a la mamandurria, seguro que se lo llevaba siempre un español.
Si, comercio e industria y el Reino Unido además tuvo la gran suerte de tener abundante carbón y hierro en su propio territorio. Y lo aprovechó.
Revolución agrícola, revolución industrial, pero todo ello no hubiera sido posible sin algo mucho más importante, creo yo. La revolución de las ideas, del pensamiento. Las nuevas teorías científicas, el liberalismo ya desde los tiempos del XVII con el puritanismo inglés (base de las nuevas teorías económicas), el positivismo. Todo ello, se dio allí, por suerte o por habérselo ganado. Y, asombrémonos, todo ello lo consiguieron sin tener a Zapatero y a su «imasde masí» o su proyecto «veinteveinte», entelequias de las que ya nada más se supimos. Ahora creo que hay un nuevo proyecto sanchista llamado «veintetreinta» por el que nos convertiremos en los líderes mundiales de la tecnología interplanetaria. Seremos capaces de convertir en energía inagotable y sostenible los megadetritos políticos.
Ajenos a todo, ajenos estábamos a esta revolución intelectual y social inglesa y ajenos al humanismo, a la ilustración francesa (con las excepciones de ciertos ilustrados españoles a los que no les hicieron ni p… caso, como los relatados en «Hombres buenos»). En España hubo excepciones pero no nos volcamos por completo como país en estos desarrollos. Retraso. Siempre.
Eso sí, hay que reconocer que en el caso inglés hay otra cara de la moneda. Ahí está Dickens para atestiguarlo (por ejemplo), el vil trabajo de los niños y las condiciones de esclavitud; como también están los paisajes negros que todavía perduran en el Reino Unido y que siguen emponzoñando con sus residuos tóxicos los acuíferos, los ríos y los campos.
Desde la Primera Revolución Industrial, la degradación exponencial paulatina de la naturaleza es el principal problema de la humanidad.
Saludos.
Muy requetebién, aunque extrañé un tin de humor: ironías, sarcasmos, toque verbal soez…
No me gustaría tenerle Don Arturo como francotirador en el bando contrario porque ha dado en el blanco de lo que aquél siglo XVIII para Europa significó, especialmente con la plaza ibérica.
Una Inglaterra arrogante y audaz que hilaba muy fino (y sigue igual) a diferencia de la chusma cortesana hispana que ya no daba para más. Sólo personajes inolvidables como Galvez en Florida, Churruca al mando del San Juan Nepomuceno en Trafalgar y el «medio hombre» por las heridas en combate, de Blas de Lezo se pueden mencionar entre los poquísimos que lavaron con sangre la poca honra que quedaba. Aún quedaba mucho imperio hispano pero para qué?, en manos de inútiles y delincuentes hasta la decencia se perdió y se sigue perdiendo.
Bravo por su artículo.
Bueno, pues habiendo correspondido en el siglo XVIII, en el sorteo de «tonto el último», a los intrépidos piratas ingleses la «optimización» de las ciencias, de los recursos económicos, y del señorío de mares y tierras de casi todo el orbe; y a los menguantes franceses la filosofía de la globalización ciudadana para amar más y mejor chauvinistamente su perfumada patria, le quedaba pues a España, como bien indica don Artturo, la noble y misericordiosa tarea de llevarle el fresco botijo a alguien, en este caso al parecer a los vecinos borbones franchutes. Sólo nos queda, pues, como ocurre hasta la fecha, enumerar el noble arte de LLEVAR BIEN UN BOTIJO. A ello:
El botijo no solo debe contener agua dulce bebible, con un poco de anis para borrar el sabor de la cerámica mal cocida salvo en Talavera de la Reina. No, llevar el botijo supone también trasladarlo con cuidado y mimo al lugar necesario para que no se casque en el camino y perdamos lo único que nos queda de lo que fue el mayor imperio en extensión de todos los tiempos. Supone también escoger con sabiduría (cosa en la que hemos fallado sin lugar a dudas) al destinatario idóneo dentro de todos los sedientos que en el mundo han sido y serán. Supone, para terminar, desde luego, acomodarse con los tiempos a los nuevos bebedores privilegiado que sustituyan al inicial cuando las circunstancias cambien a lo largo de los años y las décadas; lo de la fidelidad clientelar no es algo apetecible -cuestión que nunca hemos entendido- pues la riqueza del cliente debería ser siempre la máxima de cualquier buen botijero que se precie. En fin, y sin perjuicio de posteriores disquisiciones y explicaciones que fueran necesarias, es necesario concluir que erramos dando de beber al borbón franchute y deberíamos haber brindado nuestra agüita fresquita al anglosajón, primero al de los blancos acantilados de Dover y, con posterioridad, a los del Tío Sam. Mejor nos hubiera ido.
No paro de reir. El botijo. Aunque sea triste reirnos de nosotros mismos. Pero es bueno reconocer los errores, los pasados y los actuales.
Aunque hay quien dice que el botijo proviene hasta de Mesopotamia, hace 5500 años, hay también quien dice que el origen es español y de hace 3500 años. Pero no hay duda de que el botijo es un símbolo muy español, muy nuestro. Sabiduría popular hispana de saber conservar los lìquidos para beber frescos siempre. El arte de colgarlo de un gancho, a la sombra y en el paso de una corriente de aire.
Sabidurìa popular que no supieron tener nuestros gobernantes, que no sabían muy bien qué era un botijo y que lo colgaron al sol de la canícula y con agua caliente. Pero, bueno, el pueblo, casi siempre sabio, tuvo un alarde de dignidad patria y, más tarde, le rompió el botijo en la cabeza al franchute y al corso. Y el botijazo fue épico. Se oyó el ruido en toda Europa.
Llevarle el botijo a alguien era el símbolo de la labor más ardua, más servil y más vergonzosa, símbolo de humillación. Ese papel hicieron los gobernantes españoles de entonces. Y el premio: cabreo de aquel al que no le llevábamos mos el botijo y cabreo de aquel a quien se lo llevábamos por tener el agua caliente. Contando con que, nuestro botijo, estaba rajado, tenía el pitorro desconchado y ponía perdido a quien intentaba beber de él.
Botijo. Símbolo patrio. Como los toros. Símbolo del ingenio, de la utilidad y la funcionalidad. El gran y humilde botijo, presente antes en todas nuestras casas. Botijos sencillos, de barro, botijos artísticos hechos con tradición y mimo, verdes y preciosos botijos granadinos, decorados botijos extremeños, preciosas botijas jienenses hechas planas para colgar de la caballería y llevar a las labores del campo agua o vino fresco, botijos decorados, pintados a mano… pitorros cortos y estrechos, largos y anchos…
Nuestros gobernantes, antes y ahora, deberían haber entendido y entender que el botijo patrio no se ha hecho para llevárselo servilmente a nadie. Y conservar el líquido fresco y a la sombra.
Hubo una época en la que hice colección de botijos, de todos los lugares de España que visitaba y se distinguían por ello. Botijos todos diferentes, todos bellos, unos más humildes, otros más decorados, todos útiles, variados, diferentes… pero conservando la misma unidad, el mismo diseño básico, el mismo ser existencial: el botijo. Como somos, como es España.
No sé si existe o no, pero si no existe debería alguien hacerla. Me refiero a la historia del botijo español, historia social, política, económica, cultural y artìstica. Ahora que está tan de moda la memoria, serìa una memoria del botijo. El botijo a lo largo de los siglos. A ver si don Arturo se anima…
El botijo, todo un símbolo. Nuestro símbolo.
Un abrazo, sr. B.
Es curiosa la imaginación del hombre para lograr con objetos sencillos objetivos extraordinarios. El botijo español al ser un recipiente de barro cocido, logrando que sea poroso, el agua de su interior lo humedece, y la evaporación superficial, enfría su contenido; imita la piel y la transpiración humana. Imagino a hombres y mujeres trabajando en el campo utilizando sus botijos para saciar su sed con agua fresca. Y agrego por mi cuenta, que la sed del labriego de los que trabajaron la tierra con herramientas de mano, es la sed del futuro, del que no baja los brazos, del que deja la vida por sus hijos, ellos han sido los verdaderos constructores de los pueblos que aún mantienen sus valores, sus principios y su folclore; la globalización no deja nada en pie de todo esto, y los pueblos adoptan cada vez más las mañas comunes en lugar del colorido de las viejas y sanas costumbres.
Cordial saludo.
Yo creo que los pueblos del mundo han conseguido destinos diversos por hechos fortuitos que no tienen que ver con personajes puntuales, o cerebros destacados. Acontecimientos particulares complejos y muchos de pura casualidad han guiado a familias enteras a la riqueza o a la ruina, o a la muerte.
Incluso creo que hoy mismo, no existe pueblo sobre la tierra que todos sus integrantes tengan una vida cómoda, siempre existirán los oprimidos, los pobres, los esclavos modernos, los poderosos, y aquellos que tienen la capacidad de flotar como un corcho en mares embravecidos.
Esto me hace pensar, como hombre mayor, ya casi por entrar en cuarteles de invierno, que a las nuevas generaciones le estamos dejando un mundo conflictivo, dramático. En donde no existe una fórmula para el buen vivir, incluso para aquellos que pueden poseer una fortuna hoy, pueden perderla mañana.
Como ejemplo digo, que si por error alguien dispara una bomba nuclear, ésta será correspondida, y en pocas horas nuestro mundo en apariencia estable, desaparezca.
Insisto, le estamos dejando a las futuras generaciones un mundo en donde nada parece seguro, confiable, amigable.
Nadie está a salvo, todos siempre estamos en constante riesgo, incluido los que más dinero tienen.
Cordial saludo
Parecen sus palabras premonitorias, sr. Brun. Amanece hoy con riesgo de ser uno de los últimos amaneceres, con riesgo de conflagración mundial. Dios quiera que no. Un régimen avieso, una dictadura religiosa medieval ataca a una democracia. Y, detrás de ellos, Putin, Jimping, Jong-Un. El Armageddom está servido…
Yo pensé lo mismo señor Ricarrob, lamentablemente debo decir que las guerras nos han desgraciadamente acompañado durante todo el tiempo de la humanidad. Para que se desaten, siempre se justifican causas de todo tipo, por fronteras, por materias primas, por situaciones geopolíticas, incluso por religión. Pero yo creo que esta tiene un condimento muy malo, que es el odio visceral, y esto desata atrocidades. Espero fervientemente que estos pueblos enfrentados encuentren los caminos que los lleven a una paz duradera y definitiva.
Cordial saludo
Buenos días, estimado don Francisco. No se amarque usted tanto con nuestra generación. No es especislmente mala ni perversa. Desde que el mundo es mundo, según nos muestra la historia, cada generación ha dejado a la siguiente un planeta donde la tecnología conseguida e inventada en ese momento hacía más fácil la matanza y el exterminio de sus congéneres. Lo que ocurre es que la de las dos o tres generaciones anteriores y la nuestra tienen, y cada vez más, la posibilidad de generar ese exterminio en cualquier parte del mundo, o en el mundo entero de una vez, globalmente. Pero desde aquellos primates que peleaban la posesión de la charca con huesos o palos hasta nuestros misiles balísticos intercontinentales, atómicos e hipersónicos, éticamente y moralmente casi no hemos avanzado. La maldad, la violencia, la ruindad y la avaricia siguen como el primer día. Hay algunas excepciones, pero todas confirman la regla general: llevamos un gérmen o gen maligno dentro que, siendo humanos, nos hace los más inhumanos. Esa es nuestra paradoja, es nuestra condena.