Aunque el Congreso de Viena y la Santa Alianza aún darían duros golpes, Europa ya no iba a envainársela en materia de instituciones, religión, monarquías y modos de vida. Newton, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, no podían ser borrados de universidades y bibliotecas. Los esfuerzos por anular las fuerzas liberadas con la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico acabaron yéndose al carajo, y la represión de cuanto olía a cambio retrasó la modernidad, pero no pudo impedirla. Una burguesía liberal, flamante en lo técnico y lo económico (en su momento hablaremos de la Revolución Industrial), fue el motor principal del nuevo estado de cosas. Liberalismo y nacionalismo (que no siempre iban juntos, y a veces se enfrentaron entre sí) se convirtieron en palabras de moda. Eso tuvo consecuencias en América, donde los territorios españoles y portugueses, animados por Inglaterra (siempre dispuesta a dar por saco en su propio beneficio), empezaron a independizarse de la metrópoli. Y también tuvo efectos en Europa. Si la influencia religiosa empezaba a palmar aquí de modo notable, una moda ideológico-cultural llamada romanticismo (lo hubo de carácter liberal y también conservador y reaccionario) vino a cubrir ciertos huecos espirituales. Por su vitola heroica, la guerra de independencia de Grecia y Serbia contra la opresión turca, comenzada en los años 20 del siglo, se ganó casi todas las simpatías; y voluntarios extranjeros (el inglés Lord Byron entre ellos, que cascó allí) acudieron en ayuda de los patriotas helenos. Por lo demás, los carcamales de la Santa Alianza se habían pasado por el forro las aspiraciones de muchos pueblos de Europa: el Congreso de Viena dividió Polonia entre Rusia, Prusia y Austria; Venecia se entregó a los austríacos; Noruega a Suecia; Bélgica a Holanda, e Italia volvió a ser bebedero de patos de las potencias extranjeras. Al sur de los Pirineos, donde los liberales se oponían a los rancios partidarios del trono y el altar, el regreso en 1814 del rey Fernando VII (el mayor hijo de puta de nuestra historia, tan abundante en ellos incluso ahora) convirtió a España, convaleciente de la guerra de la Independencia, en lo que el historiador George Rudé califica de uno de los pocos países de Europa en los que el monarca restaurado hizo retroceder firmemente el reloj del tiempo. De una u otra forma, con más o menos éxito según cada cual, todo el siglo iba a quedar marcado por los leñazos entre liberales y conservadores, entre anticlericales y religiosos, entre revolución y reacción, entre nacionalismo y fuerzas contrarias. De ahí acabarían naciendo, dolorosamente, los estados modernos que hoy configuran Europa. Sírvanos Francia como ejemplo: a través de diversas turbulencias (restauración, nueva revolución, segunda república, nueva monarquía, revolución de 1848, segundo imperio, guerra franco-prusiana, tercera república), los gabachos lograrían mantenerse como gran potencia europea y mundial hasta convertirse en democracia parlamentaria moderna, con libertad de prensa, leyes escolares, sindicatos y separación de la Iglesia y el estado. En cuanto a Rusia, los sucesivos zares iban a gobernar sus enormes 22 millones de kilómetros cuadrados de modo implacable, absolutista y antiliberal mediante el ejército, la policía y la Iglesia ortodoxa, dedicando los ratos libres a organizar pogromos (que es la palabra elegante para definir matanzas de judíos). El siglo XIX vería también la anhelada (por ellos) unidad alemana, realizada por influencia de Prusia y su enérgico canciller Bismarck (guerra contra Austria en 1866, guerra contra Francia en 1870), y gracias también a una prosperidad económica debida al desarrollo industrial y a excelentes redes ferroviarias. Por su parte, pese a la victoria sobre Napoleón Bonaparte, el imperio austríaco iba cuesta abajo en su rodada: un sindiós de naciones y lenguas (35 millones de súbditos) controlado mediante ejército, policía, burocracia e Iglesia era incompatible con la modernidad, minado además por los nacionalismos alemán, húngaro, checo, eslovaco, eslavo y polaco. Añadamos una burguesía y opinión pública que reclamaban reformas liberales, cambios sociales y sufragio universal. Y también (eran pocos y parió la abuela) lo que ocurría en torno a las posesiones meridionales austríacas, en la vieja y puteada Italia; donde, avivados por los recientes meneos napoleónicos, despertaban el sentimiento nacional y el deseo de unidad patriótica (burguesía del norte, estudiantes, profesores y artistas), que acabaron llamándose Risorgimento y que, entre 1859 y 1861, alumbrarían la creación del reino de Italia. Para respirar el ambiente lean ustedes El Gatopardo, si todavía no lo han hecho. O vean la película, porque en ella Burt Lancaster está inmenso.
[Continuará].
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Publicado el 26 de julio de 2024 en XL Semanal.
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«… tan abundante en ellos, incluso ahora». No sé cuando escribió usted esto, don Arturo, si hace una semana, un mes o quince días. Sus palabras, además de ser descriptivas, son premonitorias hoy. Quizás todos sus lectores adivinen a quién se refiere usted.
El poder. El poder joder. A los demás. Terrible suerte la de España y los españoles, en la que el denostado rey felón, se reencarna una y otra vez en alguno de nuestros dirigentes. Quizás todo esto es ayudado por la falta de liderazgo en la oposición. Siempre se da la parejita infernal: mandatario felón y opositor antilider, obtuso, pasmado y sin saber por dónde le vienen las hostias.
Respecto a Europa y el XIX (quizás el XXI sea el nuevo XIX), fue el germen de todas las desgracias del XX: nacionalismos, revoluciones, guerras. Nuestro olvidado XIX, que para los posmodernos y buenistas no existió, fue espeluznante. La rijosa gordonfla fue permanentemente a la deriva hasta que la echaron. Y una primera y desastrosa república cantonalista, también olvidada.
El cantonalismo. El cerebro hispano es capaz de concebir las mayores aberraciones. Y es capaz de repetirlas. Aquí nunca se ha entendido la fuerza de la unión. Estamos condenados a permanecer instalados en aberraciones y sinsentidos… con la colaboración de sujetos y sujetas de dudosa moralidad.
Quizás si la primera república hubiera prosperado hoy formaríamos un ingente conjunto de nacioncitas sin ninguna fuerza internacional pero felices en sus miserias autoinflingidas. Seríamos el territorio de las mil y una naciones, las mil y una banderas, hechos diferenciales, tradicioncitas, etc.
¡A la independencia por las diferencias culinarias!
Estimados contertulios, repasen por favor el XIX, el nuestro y el de todos. Todo está ahí.
Saludos.
Buen día Sr Pérez Reverte.
Sus relatos de la Historia reflejan muy bien las complicadas relaciones entre los seres humanos.
Las naciones han ido cambiando a lo largo de los siglos, pero llama la atención que Francia haya permanecido siempre igual. Con colonias o sin ellas, ha mantenido le grandeur de la France y en su territorio no hay separatismos o por lo menos yo no los veo.
Y aunque los franceses no son simpáticos, han mejorado un poco, admiro su chauvinismo.
Francia, lo tiene todo, paisaje, clima, cultura, moda, riqueza, exquisitez culinaria, un idioma que no cambia, mujeres elegantes,y París. No me gusta su cine.
En cuanto a Italia, otro país que me encanta, más parecido a España en el parloteo, sé que el libro Il Gatopardo, que no he leído y la película que no he visto, reflejan los conflictos de manera interesante y veraz. Es el libro favorito de una de mis hijas, por cierto lectora suya.
Esto no viene a cuento pero se lo digo igualmente, a mí me encanta el idioma inglés y hasta logré hablar un poquito.
Ahora mismo no recuerdo nada, sin embargo hay una frase que me gusta mucho dicha en ese idioma.
Have a nice day, verdad que suena bien?
Todo cambia para que nada cambie.
Siempre son bienvenidas las alusiones políticas a la actualidad, así como el léxico popular, su delicioso humor procaz.
Más allá del Eros y el Thanatos de Freud, son el Amor y el Odio los motores que mueven al mundo desde sus inicios, aunque es, en mi opinión, en ese siglo XIX y posteriores donde mejor se aprecia. La pugna de los contrarios, los intentos de una facción por superar a la opuesta, la opresión frente a libertad, lo viejo y lo nuevo, la estabilidad y la movilidad, lo moral contra lo deshonesto. Luchas donde el supuesto bien y el supuesto mal se enfrentan en infinitas ocasiones, olvidando siempre que uno es el origen del otro y lleva aparejado en su seno la semilla del contrario.
Y no podemos o no sabemos superarlo. Incluso en su propia vida el ser humano experimenta ambas pulsiones en diversos momentos de su existencia. Se piensa de una forma en la juventud y de otra muy distinta en la más profunda madurez donde todas nuestras células han cambiado. Y todo esto nos lleva a repetir infinitamente, en diversos escenarios, la misma historia; donde parece que lo único que cambia es la tecnología que se va originando en cada fase del camino, dando origen a la falsa ilusión del progreso de la humanidad. Y será precisamente la tecnología la que, elevándose por si misma y olvidándose de la condición humana, frente a tan ardua, infinita, dolorosa e inutil pugna acabe con la misma. Ya hemos llegado al umbral del futuro. Para publicar este comentario deberé contestar a la pregunta «No soy un robot». Pues la verdad ya no lo se, no acabo de reconocer dentro de mi cuanto de propio, inédito, especial, particular y original existe separable de otras supuestas existencias. Y se nos ha dado, como en un crepúsculo de los dioses, el don de contemplarlo. ¿Habrá merecido la pena?
Muy acertado su comentario, sr. B. Muy reflexivo, como siempre. Muy incisivo, en las líneas escritas y ente líneas. Hasta me ha sugerido usted, querido amigo, el pensamiento de que quizás los humanos podamos ser una IA, unos robots, que a alguien se le fueron de las manos. ¡Y cómo se le fueron!
¿Y qué son el amor y el odio sino una versión de la eterna pugna de la naturaleza entre Eros y Thánatos? Dos fuerzas enfrentadas que son la esencia misma de la vida. El ying-yang de la sabiduría oriental.
Equilibrio. Dos fuerzas en equilibrio que hacen que la vida natural se regenere. Y que también se mezclan en la idiosincrasia del ser humano. Nuestra ambivalencia es eso. Nuestras capacidades destructivas y creativas son eso. Nuestra Historia es eso. La sociedad es eso.
Sobre lo social, fíjese usted: el pueblo, la gente, las personas en general, trabajan viven, procrean, aman, también odian, pero hay un cierto equilibrio social en el que, según qué épocas, predomina el eros. En su opuesto, la política, los políticos, son el thánatos, el poder destructivo y desintegrador, el odio y la violencia aunque sólo sea verbal. La sociedad a duras penas sobrevive a los políticos. Odian, mienten, engañan, destruyen lo construido, roban, corrompen, despilfarran nuestro patrimonio, eluden las leyes… son el Thanatos, son el odio, son el quinto jinete del apocalipsis, compendio de los otros cuatro. San Juan debería haber incluido un quinto jinete: la política.
Un abrazo.
Gracias por sus elogios querido amigo. Me leen, usted en especial, con muy buenos ojos.
Estoy llegando al convencimiento de que, aún, no soy un robot pues las cosas, aún, me importan. La vida, la amistad, el amor, la paz, la coherencia, la justicia, la bondad, la ética, la destreza y el buen hacer aún pesan más en mi existencia que lo contrario y, supongo, que a un robot le daría lo mismo. Confiemos que sea así. Volveré a poner la cruz en el cuadradito de «No soy un robot», a la espera de que alguien me haga la prueba de Turing. Por si acaso…