Mientras a la Europa de la segunda mitad del XIX le crujían las costuras con el nacimiento, bélico y doloroso, de nuevas naciones y nuevas maneras, Gran Bretaña gozaba de una prosperidad y un prestigio extraordinarios bajo el larguísimo gobierno de la reina Victoria (desde 1837 hasta 1901). En su dominio comercial y militar de tierras y mares, eran suyas Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la India y otros enclaves menores. De puertas adentro gozaba de una pujanza industrial y comercial indiscutible, una economía sólida y una estabilidad política que la hacían ser admirada por todos (desde Garibaldi hasta Marx) como modelo de tolerancia, libertad de expresión, libertad de prensa e instituciones representativas. Nadie disolvió allí nunca un parlamento con bayonetas, como en Francia, España o Alemania, y en ninguna otra gran potencia europea estaba tan profundamente arraigada la libertad, escribió el historiador Grenville. Merced a una excelente combinación de prudencia y sentido práctico de su clase política, los ingleses pasaron sin sobresaltos del viejo parlamento aristocrático a una democracia sostenida por las clases medias. La era victoriana fue para ellos (para los acomodados, se entiende) una época feliz, cuyo espíritu clavó la conservadora The Quarterley Review en 1866: Nuestra riqueza es desbordante, y nada enturbia nuestro comercio ni perturba la paz y satisfacción de que disfrutamos en esta isla. Ayudó mucho el alto nivel intelectual de los políticos de entonces (compárenlos con los que allí tienen ahora o los que tenemos aquí y les dará la risa loca), encarnados en el liberal Gladstone y el conservador Disraeli. Fue este último el más eminente político victoriano (hay una estupenda biografía escrita por André Maurois), que hizo posible, además, la consolidación del poder ultramarino inglés mediante la compra de acciones del canal de Suez, y convirtió la posesión colonial de la India en joya de la corona y eje del imperio británico. Lo curioso (o no mucho, siendo Inglaterra) es que tanto Disraeli como Gladstone habían pertenecido al partido opuesto, y cambiaron de bando sin despeinarse y sin que nadie se extrañara en absoluto. Incluso, leyes preparadas por los liberales fueron aprobadas por los conservadores al llegar al gobierno. Esa elasticidad y ese pragmatismo contrastaban con la intransigencia sectaria de liberales y conservadores europeos, capaces de saltarse ellos un ojo con tal de que los adversarios se quedaran ciegos. Y así les fue a unos y a otros. Hubo en Inglaterra reformas electorales (aunque el voto seguía siendo masculino y limitado a quienes poseían casas o propiedades) y avances político-sociales que hoy parecen tímidos, pero que fueron grandes novedades democráticas. Paradójicamente, la mayor parte de las reformas las hicieron políticos conservadores que, con mucha sagacidad, veían venir los nublados y advertían la necesidad de una paz social para la prosperidad común. Aunque siempre hay un pelo en la sopa, y lo que se les atravesó en el gaznate fue el problema de la sometida Irlanda (católica en un 80 por ciento, pero en manos de propietarios anglicanos), donde el hambre y la represión de que eran víctimas los campesinos fomentaron, de una parte, la emigración a América; y de la otra, un duro nacionalismo que derivó en atentados terroristas y lucha clandestina contra la ocupación inglesa. Pero, bueno. Avispero irlandés aparte, Inglaterra siguió prosperando convertida en potencia mundial tan poderosa como lo había sido España en los siglos XVI y XVII. Después de la insatisfactoria guerra de Crimea contra Rusia (la famosa carga de Balaclava), el Imperio de la longeva Victoria no tuvo serios patinazos bélicos, e incluso sus enemigos consideraban a los británicos una civilización superior. Los propios ingleses lo creían así, convencidos de que sus intereses coincidían con los de la Humanidad y, por tanto, las razas inferiores e incivilizadas debían respetarlos o sufrir el castigo correspondiente. Nunca la chulería colonial de aquellos fulanos fue tanta (después el cine de aventuras la glorificó hasta extremos grotescos). Todavía en 1897, la revista Nineteenth Century afirmaba, con dos cojones: Nos ha sido asignado, a nosotros y no a los demás, el deber de llevar la civilización, la moral y la religión a los lugares sombríos del mundo. Para captar la materialización de esa idea basta con leer al gran Rudyard Kipling (lo cortés no quita lo moctezuma) en La bandera inglesa, El canto de Inglaterra, La carga del hombre blanco y el magnífico Libro de las tierras vírgenes. Que aparte de estar muy bien escritos, en lo ideológico son tela marinera.
[Continuará].
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Publicado el 10 de enero de 2025 en XL Semanal.
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Excelente artículo, don Arturo. En un número de líneas tan corto, el compendio de la época victoriana es impecable.
Todos los imperios son efímeros, todos. Y las debilidades del entramado ya se iban fraguando aparte del surgimiento, a la vez, de otro nuevo imperio dominante que iba a sustituir al inglés. Las trece colonias habían humillado ya a los anglos e Irlanda no tardaría en ello también. Poco a poco, la India, Oriente Medio, etc., irían cayendo. A estas alturas sólo les queda un extensísimo territorio del cual hacen bandera y representación de su Imperio: el territorio de los gibraltaraños, años tras años, símbolo de antiguos poderes.
Respecto a la comparativa con el Imperio Español del XVI y XVII, creo que salimos perdiendo. Un Imperio, igualmente, pero sin haber creado antes, durante y después, una estructura comercial, social, económica, financiera e industrial potentes. Se financiaba todo, tal como se hace ahora, a base de impuestos al personal (excepto a la nobleza), deuda pública, quiebras del estado clamorosas, sin producir ni comerciar casi nada. Todo a base de la plata americana. Monetarización de la economía sin producción, ya se sabe cómo terminó el país, precisamente en el XIX y XX. En Europa se quedaban con la plata y los beneficiarios, los banqueros genoveses y alemanes. También los piratas ingleses y holandeses hacían su agosto asaltando las flotas españolas cargaditas de riquezas y mal protegidas por una insuficiente armada.
Lo otro que falló en el Imperio Español fue el no haber construido una potente armada que fuera la base del Imperio. En una nación rodeada de costas y con un Imperio ultramarino, no tener esto era una auténtica imbecilidad. Tampoco se hacía nada para promover, no sólo barcos, sino también tripulaciones experimentadas y mandos competentes que no fueran solamente originarios de la incompetente nobleza. En el XVIII, ya en plena decadencia imperial, parece que se vio esto y se hizo una intentona de promover la armada.
Se olvida usted de los holandeses, don Arturo. Otro imperio colonial, con un comercio y una industria poderosísimos, creado poco a poco desde antiguo, en un territorio pequeño y pobre. Su base, una potentísima flota mercante y una armada potente que saqueaba las flotas españolas.
La industria, el mal español y su carencia (también hoy hemos prescindido de ella para comprarle todo a los chinos). Por poner un ejemplo, los ingleses tenían lana y fabricaban tejidos tanto baratos como de alta calidad que colocaban por todas sus colonias e incluso vendían a España. Los holandeses no tenían lana pero la importaban, primero de Inglaterra y luego de España, y fabricaban sus tejidos que luego vendían por el mundo.
España tenía lana. abundante. Acuérdense, lo de las churras y las merinas. Pero era mucho esfuerzo tener una industria propia. Vender la lana al exterior nos era muy fácil. Luego, los tejidos ya fabricados los teníamos que adquirir con un valor añadido muy superior. ¡Que fabriquen otros, que inventen otros, que comercien otros! Nuestros principales pecados o, mejor dicho, de nuestras estúpidas élites.
Quizás, como ya he comentado en alguna otra ocasión, todos los males provienen de que aquí no fraguó la Reforma y nos quedamos siendo absurdos líderes de una tétrica Contrarreforma, con muchos santos y santas y con mucha espiritualidad que fomentaba la pasividad, la contemplación y la molicie, en contra del reformismo, sobre todo calvinista, del norte de Europa que según dicen algunos (Max Weber, por ejemplo) fue la base de su despegue comercial e industrial: la religión hecha trabajo y producción y no contemplación y molicie.
En cuanto a política, me refiero a lo de los liberales y los conservadores, mejor no hablar hoy, ya que no está el patio para tiestos.
Saludos a todos.
Todas las conquistas, ventajas, desarrollos, avances y libertades de los británicos han tenido su fundamento en el poder naval, en su flema impostada para resolver las cuestiones trascendentales y, en especial, en haber mantenido la creencia, aunque no lo digan, en su carácter superior.
En uno de los últimos ejemplares de la revista de historia Desperta Ferro, leo la siguiente diferencia entre las potencias europeas desde el punto de vista de los pobladores del actual Marruecos, en los años veinte del siglo pasado: Los ingleses pagan y pegan, los franceses pegan y no pagan, y los españoles ni pegan ni pagan. Pues si, yo también creo que a esto se reduce todo.