A mediados del siglo V, Roma terminó yéndose al carajo. Primero en su forma monárquica, luego en la republicana y finalmente en la imperial, la otrora dueña del mundo europeo y mediterráneo había estado muchas veces al borde del abismo; pero siempre tuvo hombres excepcionales (César, Augusto, Vespasiano, Diocleciano y varios más) que la habían salvado o impulsado de algún modo. Ahora, sin embargo, el tiempo de los grandes personajes ya era pretérito pluscuamperfecto. Incluso a un emperador, Valente, lo habían matado los godos al destrozar su ejército en la batalla de Adrianópolis (escabechina ocurrida finales del siglo IV). El caso es que cuando la noche del 31 de diciembre del año 406 (bonita fecha) contingentes de guerreros suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin para desparramarse por el oeste de Europa y llegar a Hispania, los emperadores y generales romanos estaban más ocupados en asegurar sus parcelas de poder que en defender las fronteras; y el imperio, despoblado y arruinado, era un caos. Los mismos ciudadanos habrían terminado liquidando aquello por hambre y desesperación; pero no les dio tiempo, pues fueron los bárbaros (recordemos que eso sólo significaba al principio extranjero), en su mayor parte tribus germánicas, quienes hicieron el trabajo guarro. Además, unos empujaban a otros. Llegaban los hunos, por ejemplo, que eran más bien asiáticos, a dar por saco a los godos. Y éstos, para alejarse de la amenaza, se movían hacia el oeste, que era la parte floja. Y así, obligados o con ganas, avanzaban los bárbaros dentro del Imperio Romano, aprovechando en muchas ocasiones que ellos mismos ya formaban parte de él en plan mercenario, pues Roma les confiaba la custodia de las fronteras (Bella gerant alii, había escrito el poeta Ovidio: en traducción libre, que la guerra la haga su puta madre). De ese modo, el panorama europeo fue cambiando con relativa rapidez. Dos de aquellas tribus germánicas, los anglos y los sajones, acabaron por invadir Bretaña y los romanos se largaron de allí ciscando virutas. Mientras tanto, los vándalos se habían metido en la Galia y pasado los Pirineos para saquear Hispania antes de irse al norte de África, que ya era llegar lejos; pero es que tras ellos llegaba repartiendo estopa la tribu de los francos, que al establecerse en la Galia dio a ésta el nombre con que la conocemos hoy. En cuanto a los godos de los que antes hablamos (los que se habían cargado a Valente en Adrianópolis), inventaron el turismo de masas invadiendo el norte de Italia, que saquearon e incendiaron más a gusto que un arbusto. De este desparrame sólo quedó a salvo la parte oriental del imperio, que tenía su capital en Constantinopla (antes llamada Bizancio) y se convirtió en depositaria del legado cultural y político de lo que habían sido Grecia y Roma, mientras los invasores hacían picadillo Europa occidental. Uno de ellos, visigodo y cristiano por más señas, era un antiguo militar romano, o bárbaro romanizado, que respondía al simpático nombre de Alarico, al que podríamos considerar primer rey godo digno de ese nombre, o precursor de los más tarde monarcas medievales. Harto de que un emperador llamado Honorio incumpliera promesas y le diera largas, el tal Alarico empleó sus conocimientos profesionales para dirigirse a Roma con un ejército de los suyos, reforzado por antiguos esclavos y romanos cabreados que se le juntaban. Y así, por la cara, entró en Roma el año 410 después de Cristo. Sus tropas saquearon buenamente lo que pudieron, pero ojo al dato: como Alarico era cristiano bautizado, las basílicas de San Pedro y San Pablo y los principales bienes de la Iglesia fueron respetados, dentro de lo que cabe. En aquel desmadre, el poder de los obispos de Roma, ya conocidos como papas, era lo único sólido en lo que iba quedando del imperio; así que la cristianización de los invasores, iniciada en el siglo IV, puso relativamente a salvo a la Iglesia, sentando el fundamento religioso de monarquías romano-germanas que con el tiempo se convertirían en los reinos medievales europeos. A la Italia imperial le quedaban dos telediarios; pero, más que una invasión en regla, lo que ocurrió allí fue que los contingentes bárbaros al servicio de Roma acabaron adueñándose del poder. En el año 476, el último emperador, un niño de 14 primaveras irónicamente llamado (con poca vista o mala leche por parte de sus papás) Rómulo Augústulo, fue destituido por un señor de la guerra llamado Odoacro. Día más o día menos, desde su fundación (Ab urbe condita, Tito Livio) en el siglo V antes de Cristo, Roma había durado la friolera de 1229 años. Y lo que fue o fuimos, pues éramos parte de ella, condiciona todavía hoy nuestra cultura, nuestra inteligencia y nuestras vidas.
[Continuará].
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Publicado el 26 de junio de 2022 en XL Semanal.
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Caos, descomposición social, falta de líderes, decadencia, invasiones, descomposición moral… ¿Seguro que estamos hablando del Imperio Romano? Si, claro que si. Entonces nadie renunció a su propia cultura y los bàrbaros eran romanizados. Nunca se perdió la cultura grecolatina. Ahora, además de la descomposición, de la decadencia, los occidentales estamos renunciando a nuestra cultura, acusándonos a nosotros mismos de eurocentrismo y poniendo en cuestión todos nuestros valores. La aculturación autoasumida está siendo imparable en una gran orgía de teorías post. Hasta estamos renunciando a los orígenes de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión, de nuestra manera de ver el mundo: la filosofía. Descanse en paz la cultura Occidental.
Discrepo en una parte: en esa época sí se abandonó la cultura, se cambió el idioma y se olvidaron las cosas fundamentales sobre las que descansaba la sociedad -¡Igualito que ahora!- como, por ejemplo, el Derecho, que fue redescubierto en el siglo XII -Casi setecientos años después- y desde esa época no se ponen de acuerdo cómo se pronunciaba realmente el latín, lengua que se había perdido completamente. (Precisamente Nebrija tuvo en cuenta aquello cuando confeccionó su “Gramática Castellana”).
El imperio, el dominio del mundo, pasa de unos pueblos a otros: asirios, persas, griegos… Todos desaparecieron. Únicamente Roma ha pervivido, aunque sólo sea porque los imperios posteriores se reclamen sus herederos y continuadores: bizantinos, germanos, españoles, italianos, franceses, austriacos, rusos, otomanos e incluso yanquis (miren el estilo de la arquitectura oficial). Roma sigue siendo eterna, aunque tiene distintas significaciones según para quién. Para los no cristianos es un mito atractivo. Para los cristianos, sigue siendo el imperio, el verdadero imperio, el de Cristo, perpetuado en la historia en la Sede de Pedro. Aunque haya perdido su poder temporal y esté hoy hollado por fariseos y mercaderes, este imperio es el orden y la paz, y permanecerá hasta el final de la historia. Esa Roma eterna es la Iglesia romana, cuya lengua es el latín. Los huesos de los mártires siguen en las aras romanas y una Cruz coronó los obeliscos, in aeternum. En silencio, sí, porque la Maiestas calla cuando el mundo -enemigo del alma- grita.
Todo lo dicho vale solo para Europa y las religiones monoteístas. Los chinos, desde siempre estan donde estan y no parece que van a desaparecer mañana.
Roma invento a Cupido adoptado o no a un griego ,lo breve dos veces bueno aun descontextualizado ,que se puede esperar si se puede decir algo algodón ,algoritmo ,nieve habían pasado los siglos y al igual que las pruebas de psique el mundo conocido vaticano-cino 5 el resbalón ser romano asociado a un club ,bar etc por otra cosa y Constantinopla un erario cristiano
Irrealmente el refrán originario era “lo bueno si breve, dos veces breve”. Por ello las brevas son breves según indica la obra cumbre del gran antifilósofo: “La brevedad de las brevas” con la apostilla de “las brevas si duran dos veces buenas”. Y no por mucho amanecer se madruga antes. Y ya lo dicen los filósofos post: deconstruir es decontextualizar lo contextualizado.
“De higos a brevas, larga las lleva”.
Eso sin hablar de alcaparras, olivas y/o aceitunas, algarrobo.
‘Ciscando virutas’: ¡Qué bonita locución, expresión, adjunción o como se diga… que yo ya no recordaba!
“Ave, Caesar, morituri te salutant”.
El paradigma de los imperios y las naciones: si abres demasiado la mano con la inclusión de extranjeros y foráneos, al final acaban siendo más que tú y acaban descomponiendo todo desde dentro; si, por el contrario, primas y te mantienes en la exclusión de los supuestos “diferentes” te acabas empobreciendo y convirtiéndote en una sociedad endogámica que termina contigo mismo. El arte del buen gobierno es, parece, acertar con la formula o la mezcla que permita la pervivencia de lo esencial y avanzado y, al mismo tiempo, añada la riqueza de la diversidad. Y en esas estamos aún tras tantos siglos después…