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Pereza

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LXIV: PEREZA

De Nina Figueras se decían muchas cosas, y si eran buenas o malas dependía de a quién le preguntaras. Por ejemplo: si la interpelada era su hermana mayor, Vitalia, seguramente respondería que Nina era más tonta que un nabo. Si se trataba de Agustina, la sirvienta, esta diría que Nina era una belleza, como las rosas de mayo. Su padre, Don Edelmiro, habría carraspeado con cierta turbación para concluir que su niña era “especial”. Las otras chicas de Santa Engracia no se habrían andado por las ramas, calificándola de rara, consentida y ridícula; pero por sus labios torcidos, más que la verdad, hubiera hablado la envidia. Los mozos, con toda probabilidad escogerían adjetivos como “sosa” o “aburrida”; y, en este caso, el resentimiento habría sido inspirador de tales juicios. Virtudes, la sufrida madre de la criatura, quizá se hubiera limitado a suspirar y a secarse las pestañas con la punta del pañuelo. Para, a continuación, espetar con saña su opinión al respecto.

—Que Dios tenga piedad de ella, porque es una inútil.

Tonta, bonita, rara, mimada, estúpida, sosa, engreída… la propia Nina se preguntaba muchas veces si era o no alguna de esas cosas, todas, o ninguna. Honestamente, no se tenía por tonta. Tal vez lo pareciera porque prefería permanecer callada, en lugar de alardear constantemente de sus conocimientos. Como Vitalia, que no perdía ocasión de recitar a Lope de memoria; o de hacer algún comentario soporífero sobre el origen del té, o el de los fideos; o de meter baza en cualquier conversación sobre la situación de Crimea. Pobre Vita… el caso es que ella tampoco caía bien a nadie, porque la consideraban una sabihonda. Y nadie se casa con las listillas.

Si era o no guapa, a Nina le traía sin cuidado. Carecía por completo de vanidad, pensaran lo que pensaran los jóvenes del barrio. ¿Mimada? Sí, sobre ese punto no había duda. Podía dar gracias por la posición de su familia y por el talante de los suyos. Don Edelmiro tenía un carácter afable y compasivo, un alma sensible incapaz de soportar la violencia. De no ser así, ya le habría medido el lomo a su benjamina en más de una ocasión. Su esposa, Virtudes, prefería los lamentos a la acción. Tampoco es que le sobrara mucho tiempo para aplicarle correctivos a su hija. Entre la misa diaria, el rosario vespertino, visitas de amistades, espiar tras las cortinas de la sala y supervisar a las criadas jóvenes, para que no quemaran la ropa blanca con la plancha, no le quedaba ni un minuto libre. Por si fuera poco, sufría de migrañas pertinaces. Vitalia, por su parte, estaba demasiado embebida memorizando las biografías de la realeza europea y tratando de pescar marido, así que, salvo por algunas pullas maliciosas, la dejaba tranquila. Y luego, claro, estaba Víctor.

Víctor era su primo, hijo de su tía Violeta y de un coronel barbudo cuyo aterrador retrato seguía presidiendo el comedor del lujoso piso de Altollano. De haber sido hija del tío Nicomedes, Nina habría ido a parar a un convento, eso estaba claro como el día. Violeta, en cambio, se sentía más intrigada que ofendida por la conducta de aquella sobrina suya tan “particular”

—La abulia de tu hija no tiene más objeto que el de llamar tu atención, Edelmiro —insistía Violeta, con aires de experta—. Para empezar, tú querías un varón, como os pasa a todos los hombres. La pobre Nina llegó al mundo marcada por tu decepción y consciente de ella. A partir de ahí, todos sus intentos por obtener tu aprobación han ido cayendo en saco roto. Naturalmente, el papel de esposa lo ostenta Virtudes, y el de hija ya le correspondía a Vitalia. ¿Qué le queda a Nina? Nada, absolutamente nada. Tu desconcierto, tu indiferencia, tu desilusión ante la inevitable pérdida de tu apellido. Siempre es duro para una chiquilla resignarse a no ser la compañera sexual de su padre, pero no poder ejercer de hija tampoco… eso ha de ser terrible.

—¡Pero no digas disparates, por Dios Santo! —se encolerizaba Edelmiro, mientras Virtudes hipaba sin consuelo, escandalizada ante aquel galimatías que, no por incomprensible, le sonaba menos pecaminoso—. Ese “Froid” al que idolatras es un demente y un pervertido, cuñada. Si viviera tu marido, ten por seguro que te obligaría a quemar los libros de ese… ese… ¡sátiro!

Víctor, escuchando a hurtadillas la discusión, reía entre dientes, encantado ante el sainete.

—Cierra la puerta, primo —rogaba Nina, hecha un ovillo en el diván—. Me fatiga oírlos gritar.

—Todo te fatiga, ninfa mía —bromeaba él, acudiendo al instante a su lado.

Era el único que la acompañaba, y el único cuya presencia toleraba. Era el único que hallaba cierta belleza en los entresijos de su alma melancólica. El único que la apreciaba de verdad.

—No es aprecio, querida, es amor del bueno —rebatía siempre—. De amores como el mío se escriben odas.

Ella sonreía, desganada. Y él se ponía serio entonces, arrebatado.

—Cásate conmigo, Virginia.

Era el único que la llamaba Virginia.

—¿Cómo vamos a casarnos, primo? Si ni siquiera te gustan las mujeres…

—Tú no eres una mujer. Eres un verso, un acorde, un perfume en mi camisa. Eres el tacto de una manta afgana, una magnolia, el canto de una alondra. Eres un arcoíris, prima mía, el nombre de la lluvia. Eres Perséfone.

La hacía reír, pese a todo. Resultaba curiosa semejante idolatría. Pero nunca se casó con él. No tuvo fuerzas para sostener la mentira. Nunca tenía fuerzas. Para nada. Aquel vértigo desolador, aquella apatía sin pena y sin consuelo, habían empezado a sus doce años. Ni ella misma sabía bien cuál era la causa. Las teorías de la tía Violeta le parecían sandeces. Cuentos chinos. Nina no estaba loca, desde luego. Locos estaban los demás, en todo caso. Porque había que estarlo sin remedio para aceptar de buen grado vivir en la absurda pantomima en la que habían convertido el mundo.

Nada tenía el menor sentido. Nada. Conocimientos de los que no se podía hacer alarde, bajo riesgo de ser considerada una marisabidilla irritante. Buenas maneras, como disfraz tras el que esconder los verdaderos impulsos, la frustración, el tedio. Frases triviales, lugares comunes. Rutinas exasperantes. Un único modo de hacer las cosas: el modo correcto, en oposición al modo anhelado. Cumplir, obedecer, callar. Fingir. Cada día. Para complacer a todos. Borrarse a una misma, anularse, diluirse en la nada. Esperar sin parecer desesperada a ser la elegida de alguien. De alguien respetable, de alguien adecuado. Alguien que siguiera escrupulosamente las reglas de aquella comedia. Forjar un acuerdo basado en… ¿en qué? El amor no era relevante. El deseo, de hecho, resultaba inconveniente. Engaño, mascarada, artificio. Una mentira. La existencia misma era un embuste. Así pues, por qué no limitarse a ser, a estar, sin más metas en la vida que la mera contemplación de los árboles del parque mecidos por el viento. El paso lento de las estaciones. Las propias manos, aleteando como palomas en aquella nada blanda desprovista de sueños.

Con el paso de los años, Nina empezó a mecerse en aguas cada vez más oscuras, indiferente a cuanto acontecía a su alrededor. Casi como si hubiera decidido cruzar el río Estigia antes de hora. Su desidia se tornó en una suerte de letargo perpetuo, interrumpido apenas por breves instantes de muda vigilia que casi parecía catatonia. Incluso el plácido Edelmiro tuvo que rendirse a la evidencia y, contagiado por la inquietud de su mujer, se afanó en la búsqueda de diagnóstico y consejo. Docenas de médicos desfilaron ante aquel diván. Ninguno fue capaz de explicar aquel sopor, ni mucho menos supieron curarlo. Finalmente, el atribulado padre hizo venir a un docto jesuita, antiguo compañero de estudios y parrandas.

Don Artemio era un hombretón recio y atractivo, ancho de hombros, con la mandíbula cuadrada, ojos fieros y una envidiable mata de pelo gris que se le iba hacia la nuca en suaves ondas. Tenía más pinta de estibador que de cura. Vitalia enrojeció como la grana cuando se lo presentaron, y hasta su ascética madre rompió a parlotear como una colegiala atolondrada. El recién llegado se encerró con la neurasténica, decidido a terminar con tantas contemplaciones. No creía en las dolencias de la mente, pero sí en la fragilidad del espíritu, tan dado a corromperse por exceso de indulgencia. El sacerdote estaba convencido de que Nina sólo precisaba un saludable régimen de duchas frías, buena comida, largos paseos, oración, un par de tardes por semana dedicada a obras benéficas y, para mayor seguridad, una buena tunda de azotes si persistía en su berrinche. Cuando salió de aquella habitación, seis horas y media después, traía la mirada hueca y una desazón inexplicable.

—Dice que todo es una farsa —relató a los Figueras, en tono derrotado—. Una engañifa que le supone un esfuerzo extenuante. Y eso es prácticamente todo lo que he logrado sacarle.

—Ay, Virgen Santa —sollozó Virtudes—. Esta hija mía está presa por el demonio…

—Tiene que haber algo que se pueda hacer —insistió Edelmiro, tozudo—. Ha de ser una enfermedad del cerebro, o de alguna glándula… algo que no funciona bien en su cabeza, o cosa de la sangre… puede que algún virus de la infancia…

—No se canse —aconsejó Don Artemio, con gesto de resignación. Su voz sonaba desapasionada, vencida—. Es pereza. Es pura y genuina pereza. Sólo quiere dormir, ¿saben? Dice que, de todas formas, ya estamos todos dormidos.

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