Una de las ventajas de la cuarentena es que con ella basta para hacer tu parte. Se empeña uno en pensar –luego entonces supone– que en estas emergencias que hay gente muy capaz a cargo del problema, no necesariamente porque así lo crea pero tampoco va a vivir en la zozobra por todos los asuntos que le rebasan. Aviones, ascensores, teleféricos, ruedas de la fortuna, ¿quién me asegura que ninguno falla? ¿Quién puede estar seguro de lo que sea?
No se puede confiar en el progreso sin una fe rayana en la superstición. Damos por hecho que los asuntos delicados e importantes van a dar siempre a manos de especialistas, quienesquiera que sean esas buenas personas que a diferencia nuestra sabrán siempre lo que hacen y lo harán cada vez de la mejor manera. Me resisto a pensar, por ejemplo, que una central nuclear o un laboratorio farmacéutico puedan estar en manos de ignorantes, ineptos, farsantes o bandidos, cuando sé que es probable y hasta lo más probable. Como todos los entes de mi especie, estoy extraordinariamente facultado para sobrevivir a mi estupidez.
Lo malo de este método de desentendimiento, muy común todavía hace pocas semanas, es que funciona mal en tiempos de pandemia. Nunca antes tanta gente habló del mismo tema, a toda hora y en cada rincón, sin realmente saber un demonio al respecto. Nunca la información elemental y urgente fue al propio tiempo tan variada y dudosa, amén de ambigua, trunca, relativa, engañosa, provisional, sesgada. Jamás antes le dio la vuelta al mundo semejante aluvión de sandeces flagrantes, muchas de ellas encima escandalosas por venir de sujetos que al menos en teoría están a cargo de gestionar la crisis y tendrían que saber de lo que hablan. Pensándolo de nuevo, tendrían que callarse.
Recuerdo de los años infantiles una plegaria chusca que rezaba: “Mándanos pena y dolor, mándanos males añejos, pero lidiar con pendejos… no nos lo mandes, Señor”. Y de hecho la recuerdo demasiado a menudo, nada más arrimarme a las redes sociales, los periódicos o los noticieros y comprobar que buena parte del mundo cuelga hoy por hoy de un hilo muy delgado, menos por la pandemia que lo azota que por los charlatanes que la dejan crecer. ¿Cómo va uno a zafarse diez minutos de la aflicción global, si es evidente que la ciencia médica cuenta menos que las leyes de Murphy?
¿Sabes, Cuarentenario? Puedo entender a la pandilla de cretinos que organiza una fiesta para desafiar juntos al virus homicida, no así que haya gaznápiros capaces de inyectarse desinfectante o cambiar cubrebocas por escapularios. Lo cual es una forma de reconocer que en realidad no logro entender un carajo, ni me queda la menor esperanza de que quienes se encargan, allá afuera, de controlar los daños de la hecatombe, tengan alguna idea de lo que están diciendo, haciendo o destruyendo. Yo tampoco sabía escribir un diario y ya pasamos del cuadragésimo día. ¿Qué más voy a decirte? Ojalá se dilate el fin del mundo.
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