El poeta valenciano Jorge Pérez Cebrián se hizo, el pasado mes de julio, con el XVI Premio de Poesía Joven de RNE, en colaboración con Fundación Montemadrid, gracias a su libro Pero nunca los huesos de las aves. El autor apunta en Zenda algunas de las claves de un libro que verá próximamente la luz en la editorial Pre-Textos.
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«Las aves conservan entre nosotros —dice Saint-John Perse— algo del canto de la creación». Y es que pareciera que, fuera de la gravedad de las meras cosas, de la sumisión a lo terrestre que acerca lo mortal a la inmundicia, el ave se nos presenta grácil y ligera, con un verbo divino en su canto y una morada entre dos mundos. Quien interpreta su lenguaje, coinciden numerosas tradiciones, ha conocido ya su destino. Así, es un ave en la Biblia la que clausura la ira de Dios y cifra en su hálito su alianza con el hombre, como en los textos védicos marca la amistad humana con lo invisible. Su nido, en lo más inalcanzable de los árboles, es símbolo del paraíso al cual el alma debe regresar, siempre a través de la liberación de su pesada carne.
Pero el mundo no nos revela inmediatamente este secreto. El universo de la niñez hilvana símbolos y crea, a imagen de su especie, una temprana y segura mitología, en la que, como el ogro de Frazer, se sitúa en el último ave del último confín, el hogar de su alma: el niño deja lo sagrado tan lejos que ninguna tierra pueda desmentir su levedad, lejana y eterna como una estrella. Sólo el tiempo, la desmitificación de su mundo íntimo, la verdad del otro, traerán en su decepción, en su continuo desencanto, la madurez; como los huesos fríos de lo que alguna vez nos fuera vuelo. Es entonces cuando el deseo de esta conexión debe ocultarse en lugares más remotos, aquellos que la tierra y nuestro juicio nunca alcanzan.
Nada nuevo hay en esta tensión entre lo ideal, lo deseado, y la realidad. Antes bien, acaso sea un tema con el que tropezamos tan cotidianamente que parece agotado de antemano. Pero, por más que lo neutralicemos, sus labores, las esperanzas, los miedos, las supersticiones o cosmogonías no dejan de mover a oscuras sus profundos hilos. La promesa, que ahora parece ocultarse en mitologías más realistas, premite, en la brevedad de la dicha y la insatisfacción de cada logro, que hallemos siempre tras el no su correspondiente todavía, dejándonos por delante un futuro por cumplir. Es así cómo reconstruimos nuestro camino desde el desencanto en busca de nuevos destinos, mirando de nuevo el cielo prometido, pero nunca los huesos de las aves.
Cuando dirigí este título a su suerte en varios concursos, no se me ocurrió otro pseudónimo que el de Charles Swann. Para mí, este personaje de Proust encarnaba de algún modo esa tensión entre el ideal y la realidad (a través del amor o de la propia visión del protagonista), tema fundamental en À la recherche. Y es que, aunque en su origen esta colección de poemas no siguiera un plan temático determinado, sí se sitúa en un momento vital, acaso tan generacional como íntimo, en el que el desencanto, ese discreto arquitecto de nuestra vida, muestra en su volumen, en su tridimensionalidad, una profundidad nítida, verdadera y áspera.
Mucho se ha hablado acerca de la tristeza como fuerza centrífuga en la creación, a diferencia de la felicidad que nos acerca a nosotros. Pero creo que si algo hay en la tristeza de elocuente debe ser un componente similar al asombro, un choque, un tropiezo con la roca que refuta los castillos de nuestro aire. En ese momento de asombro sucede también cierta simiente de la poesía, como aquello que, para Wittgenstein, nos haría revelarnos contra el lenguaje para decir el asombro de su propia existencia. La tristeza es la sombra que delata un descubrimiento, y lo comunicamos como se comunica un llanto, como se informa de una verdad y a la vez se pide que el otro la introduzca y valide en su propio mundo.
En mis anteriores poemas, siempre quise pulir los salientes anecdóticos, la trivial biografía, dar con ese yo que experimenta en plural una perspectiva sobre el mundo. Para ello la filosofía fue la mayor fuente de prismas que, casi lúdicamente, lo ordenaban de formas admirables, más allá de su belleza o su verdad. En este libro, sin embargo, dediqué sólo la primera parte a esa deuda con el pensamiento que juega. “Devuelvo el remo”, cuenta Borges que decían los marineros cartagineses cuando se hundía su nave. Y es en esta primera parte, Devolver el remo, donde los poemas se permiten ese juego de horizontes conceptuales. Son composiciones que buscan una verdad remota y vaga, como la que hace del después una necesidad terrible tras la felicidad o la tragedia; de la música, una culpable rectificación del ruido; de la belleza, una grieta inmortal o del hombre, un animal soberbio que se finge alas para negar su carne.
Pero no es este, el juego de ideas, el tema del libro. Tras esa devolución llega Odette, el amor. Llega con la certera ingenuidad de quien se arroja a él antes de descubrir lo inestable de sus verdades: antes de que, cada vez, nos halle la mentira. Aquí, bajo ese título, “Antes de que nos halle la mentira”, el amor se presenta, indudable y utópico, en las tensiones del deseo anónimo, en la podredumbre intuida en los vergeles, en el sentimiento de destino que el amante comparte con los muertos, en la culpa de su don o en la búsqueda siempre fallida de transmutar la carne.
En último lugar, la tripartición se cierra con “La sangre de Agamenón en el cuello de un cisne”, título que juega con la idea de fatalidad, con la presencia de lo trágico en su remota simiente: como la muerte del héroe griego ya está en el cuello del cisne que se enlaza con Leda, madre de Helena, que causará la guerra de Troya y determinará el destino de generaciones de mortales. Bajo este nombre se agrupan los poemas que nacieron al apreciar de cerca, como necesidad última, el contraplano del ideal: el pecado original del que se sabe fundado en nada, los paraísos artificiales que nos dan su mano y sus infiernos, la imagen que se intuye última ante un espejo o el postrero reconocimiento de lo que nos pertenece, en contra de aquello que sólo poseemos.
Esta síntesis última, sin embargo, no se regodea en su oscuridad. Como advirtiera a Job la voz divina, la tristeza comete el pecado de condenar lo incognoscible para justificarse a sí, por lo que, reconociendo el límite de su humana capacidad, el yo que cierra el libro pretende, lejos de un mero saberse condenado, una concesión más, como aquella del peregrino que pregunta «dónde está, muerte, tu aguijón; dónde está, tumba, tu victoria». Un yo que descubre, aún en su absurdo, su necesidad para el mundo, su capacidad para contemplar y crear lo imposible, su vida como una fuerza que, acaso levemente, puede desmentir la nada: su vida como un arte que al fin se libera, como dijera Adorno, de la impaciente mentira de ser verdad.
He nombrado cuidadosamente la tristeza en este texto, a sabiendas de que el idioma no siempre nos alcanza cuando se trata de lo inasible. Como el amor, que se vale de la misma palabra para el sentimiento hacia un hijo, a un género literario o a un animal, la tristeza se nos muestra demasiado plana, demasiado vaga en su concepto. Y es que en este libro, si bien las aves se quieren mostrar en su desnudez más profunda, internamente recorridas por su esqueleto, en la respuesta afectiva a su detalle surge más el fervor vitalista de la necesidad que la mera sumisión ante la nada. Porque toda vida merece ser vivida en su intensidad, en su ideal y en su crudeza. Porque hemos de sentir. Sentir, como respuesta al agudo interrogante de la vida que la poesía explora. Y acaso ese sea un origen digno de la comunicación poética. «Has de cambiar tu vida», dice Rilke, para quien la belleza se alzaba como superficie de una sola verdad, inalcanzable y también terrible. Y acaso esa pueda ser la meta, el fin del libro, el atesoramiento de lo humano, el deseo de abrir las manos y los ojos para recibir, en su vuelo y en su gravedad al fin, el lacerante don de la existencia: la furiosa belleza de la vida.
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