Una chica sin suerte sigue los pasos de la cantante de blues Willie Mae ‘Big Mama’ Thornton durante su gira por Europa en 1965. Es una obra sobre el asfixiante vínculo entre creación artística y frustración. De fondo, la lucha por los derechos de los afroamericanos en una época marcada por el conflicto en Vietnam, las tensiones de la Guerra Fría, el impulso de los movimientos contraculturales y, por supuesto, la efervescencia de la música.
La cámara se mueve hacia la izquierda. Una mujer enorme sale de detrás de un decorado que imita una calle. Lleva una camisa y un gorro de cuadros. Empieza a cantar y me quedo pasmada. Por su voz y por su talento, también por su chulería. ¿Quién es esta mujer y cómo es posible que no haya oído hablar nunca de ella? Era la primera vez que veía a Willie Mae ‘Big Mama’ Thornton. Ya no podría olvidarla.
Esa tarde estaba trabajando en una novela y había encontrado el vídeo por casualidad. Buscaba a cantantes femeninas de blues para el repertorio de un grupo que me había inventado y que aparecía en algunas páginas. Las imágenes del descubrimiento, en blanco y negro y algo borrosas, pertenecían a un programa de televisión en el que Big Mama Thornton había participado en Baden-Baden. Se había grabado durante una gira realizada en 1965 con el American Folk Blues Festival, un proyecto creado para llevar a Europa a los mejores músicos de blues de los Estados Unidos y que había desaparecido en los años ochenta. Aunque eso sólo lo sabría después, cuando esa gira se convertiría en una obsesión durante los casi dos años en los que, a trompicones y codazos entre otras cosas, concluiría Una chica sin suerte.
Cuando acabé la novela que me había llevado hasta Big Mama Thornton —aún en el limbo de los manuscritos inéditos, adelantada a traición por ésta—, me puse de inmediato a investigar sobre esa chica negra de Alabama a la que ya oía hasta en sueños. Ni siquiera sentí el habitual vacío que se produce cuando se termina una historia. Thornton, con su metro ochenta y sus ciento treinta kilos de peso, se abría paso de forma avasalladora.
El periodo de documentación ya lo había iniciado antes, ansiosa por saber más, y lo primero que me había sorprendido era que no existiera ningún libro sobre ella. Había artículos aquí y allá, también vídeos y fotografías; pero nada lo bastante extenso ni documentado. Hasta que un día leí que un escritor alemán, Michael Spörke, iba a publicar una biografía de Big Mama Thornton. Mira que es rara, pensé, la atracción hacia esta mujer, cuando un alemán escribía la primera —y hasta el momento única— biografía que existe sobre ella y yo, desde España, estaba a punto de comenzar una novela. Parecía que hasta en su propio país la habían olvidado.
Me puse en contacto con Spörke para preguntarle cuándo salía el libro y para felicitarle por la iniciativa. Él había descubierto a Big Mama Thornton a través de Janis Joplin, de la que había escrito otra biografía, y por la canción Ball and Chain, compuesta por Thornton y que tan famosa se había hecho en la voz de Joplin, gran admiradora suya.
Unos meses después, cuando la biografía por fin llegó a mis manos, me encontré con un salvavidas al que agarrarme en las oscuras aguas que cubrían la historia de Willie Mae Thornton. Aun así, sólo un capítulo, apenas siete páginas, hablaba de aquella gira europea. Lo demás era territorio inexplorado, y ahí la novela se ponía en marcha. La ficción crearía las palabras que le faltaban a la documentación de su vida.
Big Mama Thornton y yo empezamos a conocernos poco a poco. En su caso, sospecho que fue a regañadientes. Es una mujer a la que no le gusta que se metan en sus cosas, y encima no teníamos casi nada en común, aparte de que durante aquella gira ella tenía la misma edad que yo ahora. Cómo me encontraba en semejante lío era algo que no me podía explicar, pero la voz de Thornton ya había surgido y me había susurrado el inicio de la novela: «Soy gorda. Y negra. Pero valgo más que todos vosotros, bastardos». Ahora ya no me la podía sacar de la cabeza. Más me valía ponerme a escribir, con Big Mama no se juega.
El disco grabado durante esa gira, Big Mama Thornton in Europe, acompañó a mis primeras e inseguras composiciones de blues literario frente al ordenador. Había decidido seguir el rastro de Thornton desde la grabación de aquel programa en Baden-Baden hasta su último concierto en Ginebra. De esta forma, sus pasos por Europa empezaron a confundirse con los míos. Mi paseo por las orillas del Sena sería el suyo, aunque su compañía fuera distinta: la de los músicos JB Lenoir, Buddy Guy, Eddie Boyd y otros que participaron en esa gira, como John Lee Hooker y Walter ‘Shakey’ Horton. También tendríamos que compartir el recuerdo del recorrido en barco que había hecho en el lago de Zúrich el verano anterior o el descubrimiento, en Ámsterdam, de In de Olofspoort, un local antiguo en el que, cerradas con un candado, se guardan las botellas de ginebra de los clientes que han fallecido, con su foto pegada a la etiqueta. Espero que siga existiendo. Y así con el resto de ciudades que conocía y que había recorrido libreta en mano: Londres, Dublín, Berlín, Bruselas, Berna o Barcelona. Otras tendría que imaginarlas.
De todas formas, muchas de mis notas no valían para nada. Esas ciudades ya no eran las mismas que había pisado Big Mama Thornton. Poco tenía que ver el Berlín que yo había visitado justo la semana anterior del cierre de Tacheles con el Berlín del Muro, construido sólo cuatro años antes de la llegada de Thornton; ni la Barcelona de ahora con la ciudad bajo el franquismo que ella había visto en el año sesenta y cinco, en la que los quioscos exhibían portadas del ¡Hola! con el dictador rodeado de nietos y bajo el título Abuelo feliz, mientras continuaba la falta de libertades.
Tampoco ese año había sido uno cualquiera en la historia de los Estados Unidos, y eso por fuerza tenía que trasladarse a la novela. En los sesenta se había intensificado la lucha por los derechos de los afroamericanos y precisamente en 1965 el presidente Lyndon B. Johnson firmaba la Ley de Derecho al Voto, que buscaba erradicar la discriminación en el sufragio que se estaba produciendo en algunos estados, en ocasiones con la excusa de impuestos no pagados o hasta de suspensos en exámenes para comprobar la alfabetización de los votantes. Para conseguir la promulgación de esta ley, habían sido cruciales las tres multitudinarias marchas de protesta de Selma a Montgomery realizadas unos meses antes. Las manifestaciones habían tenido el apoyo de destacados líderes del movimiento por los derechos civiles. Entre ellos, Martin Luther King, que hacía dos años había liderado la Marcha hacia Washington para hablar allí de sus sueños de igualdad y que, además, acababa de recibir el Premio Nobel de la Paz.
Estas circunstancias, junto al asesinato de Malcolm X en febrero de ese año, no podían resultar indiferentes para los músicos, todos afroamericanos, que participarían en otoño en el American Folk Blues Festival, ni para la propia Big Mama Thornton. Sin habérmelo propuesto, los temas de la novela se multiplicaban. También la documentación. En la mesa crecía la pila de discos y de libros, y se acumulaban los artículos guardados para su lectura, las fotos, los vídeos.
Había que beber más café, porque ya no se trataba sólo de contar aquella gira por Europa y quién había sido Big Mama Thornton. Una mujer que no sabía leer música, pero que la componía y tocaba —armónica, batería—, y que se había ido de casa con sólo catorce años para subirse a los escenarios, aunque también tendría que trabajar limpiando escupideras en un bar, limpiando zapatos en Atlanta o en un camión de la basura en Montgomery. Se trataba, además, de retratar una época de enormes cambios y de mucha conflictividad para los Estados Unidos. No sólo estaba la lucha por los derechos de los afroamericanos, también las protestas contra el conflicto en Vietnam y los desmanes de la Guerra Fría con la Unión Soviética, que cada poco provocaba tensiones que hacían temer que todo iba a volar por los aires. En esto, hasta la conquista del espacio era una forma de medirse. Sólo faltaban cuatro años para llegar a la Luna y yo confiaba en llegar antes al final de la novela, pero a saber.
Y también estaba el blues. El hilo musical que atravesaba y cosía cada página que iba escribiendo. Esa música nacida de la pobreza, de los cantos de trabajo durante las largas décadas de esclavitud. Thornton me decía que tenía que contar la tensión del artista que estruja su corazón y su voz en cada concierto; explicar sus dudas sobre su propia valía y sobre ese primer disco que iba a grabar en Londres durante la gira. Y recordar con ella, para ella, sus primeros años sobre los escenarios, en un país marcado por el racismo y en el que a veces no podía ni usar los retretes de los locales en los que cantaba, o en el que los músicos negros no encontraban hoteles que les alojasen durante los viajes. Si quería que acabáramos juntas esta aventura, me aseguraba, tenía que tener el oído pegado a su voz, atento a cada nota, para seguirla a las teclas del ordenador.
El punto final de esta canción de blues convertida en libro ya está puesto, espero no haber desafinado.
—————————————
Autor: Noemí Sabugal. Título: Una chica sin suerte. Editorial: Ediciones del viento. Venta: Amazon y Fnac
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: