Hay días en que nada parece suficiente. El café está muy bueno, pero se acaba pronto. Qué rica la botana, pero hostiga. La primera cerveza es demasiado amarga, la segunda se pasa de insípida. Tiene que haber alguna música mejor, sólo que es un mal día para encontrarla. Clic, clic, clic, clic, las opciones del mundo podrán ser infinitas, mas hoy no son bastantes para curarte esta insatisfacción, y hasta parecerían multiplicarla. Por eso te la tragas y pretendes que nada está pasando, porque además es cierto: con trabajos se mueven las hojas de los árboles. ¿Te imaginas siquiera cuántos somos los perturbados asintomáticos?
Según supe por boca de un amigo psiquiatra (dice uno así para no revelar que habla del suyo), quienes han sido esclavos de drogas duras deben lidiar después, por tiempo indefinido, con las consecuencias de haber destruido el sistema de recompensas del cerebro. Nada les satisface, alegra ni emociona, y no por unos días sino el año completo. ¿Debo entender entonces que el sistema de recompensas de mi cerebro trabaja hoy, sin motivo aparente, por debajo de su capacidad? ¿Algo le descompuse y ahora voy a salir con la batea de babas de que sufro un bloqueo literario? ¿Me oyes, Cuarentenario, o me largo a escribir el otro libro?
Perdón, no me hagas caso. Detesto esa expresión supersticiosa. Estas líneas son prueba irrefutable de que no hay tal bloqueo, y si lo hubiera ya estaría en desventaja. Dice Rafa Nadal que cuando el oponente comienza a avasallarlo, hace de cuenta que cae un chubasco y espera con paciencia a que termine; luego vuelve a la carga y recupera el terreno perdido. El punto es que es inútil pelear de frente contra una tormenta, cuando ninguna de ellas es eterna. Y si el cielo es voluble, ¿qué dice uno de sus volátiles humores? ¿No es obvio que resultan aun más arbitrarios y estorbosos? Puesto que a diferencia de las tormentas, que ocurren sin asomo de mala intención, ellos sí se han propuesto boicotearle. Yo que más de una vez los cobijé sé por qué te lo digo, Cuarentenario.
Hay silencios que más parecen gritos, pero igual que la gente se cansa de gritar resulta que el silencio tiene sus propios límites. Me tumbo en el jardín cuando el sol ha empezado a calentar y me muevo de ahí seis, siete horas después, cuando ya quedó claro que he sido más paciente que el silencio. Si esta puta pandemia desquiciante acabará por irse de cualquier manera, ¿por qué no iba uno a esperar quince, treinta, sesenta minutos a mudar de humor? Sucede todo el tiempo, cuando nada se mueve y la cabeza bulle de ocurrencias idiotas, hasta que alguna de ellas no lo parece tanto, o tanto lo parece que te gana la risa, porque la risa al fin le gana a todo el mundo. Cuando menos piensas el silencio se espanta y se esfuma sin más, como cualquier demonio segundón. Y si al final el tema son los humores, no conozco mejor forma de mejorarlos que dando cuenta del último párrafo. He dicho, pues.
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