Pesadilla en B

Cuando escuché las dos campanadas del reloj supe que no había remedio; debía cumplir la promesa a la que me había comprometido en un sueño del que me acababa de despertar. En él, alguien escribía a mano en un cuaderno una larga entrevista que tendría que pasar a ordenador. Mi misión, en cambio, era la de redactar un texto complementario de unas dos páginas sobre un libro del autor misterioso de la entrevista.

Ahí radicaba el primer problema, no sabía su nombre. De repente me surgió uno, tenía que tratarse de Germán Bleiberg; un poeta apenas hoy leído pero que en la posguerra había tenido su predicamento (¿Era de Cuenca, de Guadalajara? Y el apellido, ¿cuál era su origen? ¿Tenía que ver realmente con el sueño?). De él compré, seguramente en Moyano o en la Feria del Libro de Ocasión, un librito pequeño, tan breve como la palma de una mano y, sin duda, más atraído por su estética que por el contenido. El libro existe, lo busqué la mañana siguiente al sueño, aunque también pude que fuera esa misma madrugada.

“Si todo ha sido un sueño no estás obligado a nada”, me dije en algún momento de la noche. Sí pero no, pues había dos certezas: las dos campanadas del reloj de pared francés que oía claramente cuando me levanté para ir al baño y la existencia de ese autor y de ese libro. Si no cumplía corría un peligro atroz: no sólo no podría dormir esa noche sino tampoco ninguna otra. Si se heredan las deudas de los padres muertos cómo no se cumplirían las promesas dadas en sueños.

"Siempre me fío del Diccionario de la Real Academia de la Historia, pero en este caso lo que más me llamó la atención estaba al final: fue Premio nacional de Literatura en 1938 compartido con Miguel Hernández"

Me dije: “Por la mañana, bien despierto, leeré el libro y escribiré sobre él. Añadiré algo de internet”. Pero no pude esperar, no quise esperar. Me levanté, encendí el ordenador y empecé a teclear: “Bleiberg, Germán. Madrid, 1915-1990. Poeta y erudito. Perteneciente a una familia acomodada, realizó la carrera de Filosofía y Letras en la universidad llamada por entonces Central, en la que se doctoraría. Fuertemente adherido a la Segunda República, en cuyas instituciones culturales frentepopulistas representó un notorio papel, fue, en la Guerra Civil, teniente de Artillería durante la Campaña del Norte. Concluida, se trasladó a Barcelona, donde colaboró en la revista Hora de España y en diversos proyectos educativos del bando gubernamental. Durante un cuatrienio (1939-1943) sufrió cárcel en Alcalá de Henares. En 1961 marchó a Estados Unidos para…”.

Siempre me fío del Diccionario de la Real Academia de la Historia, pero en este caso lo que más me llamó la atención estaba al final: fue Premio nacional de Literatura en 1938 compartido con Miguel Hernández. ¿Por ahí podría venir el hilo? Dos días atrás había visto en un expositor de una librería de barrio una antología de quien escribió “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida”. Pero ni siquiera la había tocado, sólo la miré, sin pensar en nada.

De repente oí, claramente, algo parecido al cierre de la cremallera de una maleta enorme. Venía del piso superior. Eran las tres. La vecina había «escuchado» mi sueño (o se había introducido en él); es decir, había ya otro testigo de mi compromiso. (¿Dónde iría a esas horas? Quien prepara la maleta de madrugada sólo puede huir, pero ¿de qué, de quién?).

"Confieso que he mentido: dije, de algún modo, que había encontrado el libro de Germán Bleiberg, pero no fue del todo así"

Sentí calor, un abrasador bochorno interior. Busqué el mando del aire acondicionado, pulsé, pero no respondió. ¿Cómo podía ser, si dos horas antes funcionaba perfectamente? Encima no tenía más pilas nuevas en casa. Pulsé y pulsé. Nada. Me levanté para recuperar las pilas usadas, quizá me había confundido al cambiarlas. Volví a intentarlo antes de esa tonta operación con el miedo y la esperanza de mi confusión y esta vez respondió como si nada, al instante; el aire salió caudaloso, libre, con un ímpetu desconocido.

Confieso que he mentido: dije, de algún modo, que había encontrado el libro de Germán Bleiberg, pero no fue del todo así. Saqué de la estantería (triple fondo) todos los libros (casi todos) de poesía de los autores cuyos apellidos empezaban por B, pero de Bleiberg ni rastro. Así que no me quedaba otra posibilidad que incluir estrofas de todos y cada uno de ellos en compensación por esa ausencia inexplicable pues, repito, no podía faltar a mi compromiso. Allí estaban todos, menos el del dichoso Germán Bleiberg. Los dejé dormitar en la mesa del salón y apagué la luz.

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No quería avanzar por nuevos terrenos peligrosos a esa hora de la noche, casi las cuatro; así que para llamar al sueño decidí leer a un autor de esa cofradía de poetas cuyos apellidos empiezan por B. Como mi deuda se refería a un comentario sobre poesía, me aferré a un libro en prosa de un poeta (en su momento dudé si debía colocarlo con los narradores, pero me decanté por dejarlo con los realmente de su gremio). Podría haber elegido alguno de los textos en prosa de Caballero Bonald, que también descansaban en aquella balda (los poetas C son más numerosos que los B), pero me decidí por Bonnefoy, un título que había olvidado, La bufanda roja. Lo abrí al azar:

“¿Por qué ese hombre antaño entrevisto en la casa de muros blancos, con vanos profundos —una verdadera casa, como se hereda en las familias—, vivía en Toulouse, y en el hotel? ¿Por qué, sobre todo, fue en ese hotel en Toulouse donde pasó tantos años de su existencia, viviendo ahí aun durante los días y las horas que parecían los de su muerte?”.

Ese fragmento, el primero que vi al abrir el libro al azar, me inquietó. Trataba de las herencias, una casa en este caso; daba igual el detalle, pues lo relevante era la transmisión. No era menor la cuestión siguiente: teniendo una casa, se suponía que amplia, vivía sin embargo en hotel, costumbre de hombres excéntricos. Por eso decidí que el libro tenía que ser leído desde la primera página, donde describe un secreter heredado (de nuevo) de su abuelo, “fabricado con sus propias manos”.

Me dormí. No sé a qué hora ni creo que importe.

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Empiezo la penitencia, pues no encuentro otra palabra más certera, de elegir versos de poetas B, que, por supuesto, no son «poetas B». ¿Por orden alfabético? Sí, por si acaso.

  • “vienen / diferentes e iguales / con cada una es diferente y es igual / con cada una la ausencia de amor es diferente / con cada una la ausencia de amor es igual” (Beckett, Samuel).

  • “Siempre / he soñado con estar sola / porque siempre / había mucha gente a mi alrededor. / Sólo tú eras «yo». / Sólo tú renunciabas al plural, / al múltiplo de dos, / sólo tú sabías construir una soledad / en la que cabíamos los dos” (Blandiana, Ana).

  • “Bajo un cielo violeta / un relámpago calma mi frente. / Para iniciar la noche / -inmensa y blanca noche perfumada- / busco con inquietud un antifaz. / El mismo terso raso veneciano / que cubrió el rostro de Barnabooth (Barnatán, Marcos-Ricardo).

  • “Saltan las chispas / noche y día pelean, / son las estrellas” (del Barco, Pablo).

  • “Caminaba junto a un hombre / llamado Benjamín Cordero / a quien la lepra mutiló / la punta de su nariz / y sus dos orejas. / Arreábamos una manada de cerdos / por los desiertos del sur. / Bajo una palma sola / nos detuvimos / para que los cochinos hozaran / en un charco de barro negro. / Allí -en mi sueño- Benjamín Cordero dijo: / -Te aconsejo que cuando escribas un poema / lo hagas con un espíritu in-mundo. / Así debe ser, lo más sucio del mundo que puedas” (Barreto, Igor).

  • “Reunido está cuanto vimos / en la despedida tuya y mía: / el mar, que nos lanzó noches a tierra / la arena, que con nosotros las cruzó, / el brezo rojo oxidado arriba, / en donde el mundo nos aconteció” (Celan, Paul. Estaba en la balda de la B).

  • “Han pasado de largo los camiones. / Llevaban a los jóvenes al frente. / Unos iban cantando, como chicos / que van a la vendimia o la verbena. / Iban otros sombríos, / sujetando el fusil como quien toca / un frío talismán contra la muerte” (Benítez Reyes, Felipe).

  • “Ese atardecer, el caminito, / por el que tan a menudo paseé, / brillaba extraño, claro, como entregado ya al otoño, / aunque fuera apenas mediado el verano. / La flor del cielo formaba umbelas blancas y / de las nubes caía una hojarasca azul; / dorados también los rostros de los pobres, / la luz dibujaba en ellos una sonriente dicha. / De este modo, también a mí -que pronto y siempre / sentí lo gris, más con cada año- / surgió un ser que algo poco a poco azuló, / y que, durante una hora, no sintió ni tristeza ni dolor” (Benn, Gottfried).

  • “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach” (Borges, Jorge Luis).

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Esto es un delirio absurdo y, por esto, tal vez simpático. Me obligo sin obligarme a repasar a poetas que no visito, a encontrar lo que no busco. Surgen, aparecen poemas de todas las épocas como una epopeya nocturna. Un vademécum caprichoso que no puedo abandonar. Y sin embargo continúo, debo continuar, ya sin orden alguno, porque necesito dormir.

  • “Alma sorda y cruel, ven a mi pecho, / idolatrado tigre, monstruo de aspecto indolente, / mis temblorosos dedos quiero hundir / en la espesura de tu larga melena eternamente; // en enaguas llenas de tu perfume / mi dolorida cabeza sepultar / y como flor marchita respirar / el suave hedor de amor que me consume. // ¡Quiero dormir! ¡Dormir más que vivir! / En un sueño dulce como la muerte / sin remordimientos desplegaré mis besos / sobre tu hermoso cuerpo pulido como el cobre” (Baudelaire, Charles).

  • “esta noche / ha habido un incendio en el / vecindario. / nos hemos quedado ahí plantados / mirando el fuego, / y cuando lo han extinguido / no quedaba más que el olor / a humo y madera quemada y empapada, / y luego se han ido los bomberos / y todos hemos vuelto a / nuestros cuartitos. / mirando por la ventana / he visto a 2 o 3 / ancianas / con chal / hablando todavía / de ello. / he ido a la cocinilla / y he puesto un poco de café / a calentar y luego / he encendido la radio / en busca de algo / nuevo” (Bukowski, Charles).

  • “Para desayunar, / Alejandro el Grande prefería / testículos de tigre / con salsa de caviar; // Para la merienda, / el omnipotente Alejandro exigía / frituras de unicornio / con néctar de mandarinas; // Para cenar, / el dueño del mundo, Alejandro, / se contentaba / con una corteza de manzana calentada / entre los senos de Astarté” (Baquero, Gastón).

  • “Como el mojado sol o como el aire sólido / o como un dios visible o como un niño anciano, / encierra mi epitafio una contradicción: / pues si soy Alcibíades, ¿cómo puedo estar muerto? / Tú, caminante amable, puedes estar seguro de una cosa: / si me cazó la muerte a mí que era / tan bello y poderoso e invencible, / a ti no hay quien te salve” (Bonilla, Juan).

  • “Estoy sentado al borde de la carretera, / el conductor cambia la rueda. / No me gusta el lugar de donde vengo. / No me gusta el lugar adonde voy. / ¿Por qué miro el cambio de rueda / con impaciencia?” (Brecht, Bertolt).

  • “Vives ya en la estación del tiempo rezagado: / lo has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete. Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio del mundo” (Brines, Francisco).

  • “Señor haz que olvide / mi alma / y el tormento de mis ojos / y el puñal de los labios cansados / y el fuego verde de cabañas lejanas / el hocico de cada charca / que olvide / Señor / Dios mío / el día / que me divide el grito / que di y el paso de muchas aves / mi cólera está en pedazos / y libre mi sangre / en torrentes” (Bernhard, Thomas).

  • “Yo me he asomado a las profundas simas / de la tierra y del cielo, / y les he visto el fin o con los ojos / o con el pensamiento. // Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo / y me incliné un momento; / y mi alma y mis ojos se turbaron: ¡Tan hondo era y tan negro!” (Bécquer, Gustavo Adolfo).

  • “Este verso es el presente. // El verso que habéis leído es ya el pasado / -ha quedado atrás después de la lectura-. / El resto del poema es el futuro, / que existe fuera de vuestra / percepción. // Las palabras / están aquí, tanto si las leéis / como si no. Y ningún poder terrestre / lo puede modificar”. (Brossa, Joan).

Y en el cénit de alguna noche aparece el Yves Bonnefoy niño, el de una casa deshabitada, no el del hotel, aunque, sin embargo…

  • “Las cinco. Nieva aún. Escucho voces / En la proa del mundo. // Un arado / Como una luna en su tercer cuadrante / Brilla, pero lo cubre / Un pliegue de la nieve con su noche. // Y este niño, desde ahora / Tiene toda la casa para él. Y va y viene / De una ventana a otra. Presionando / Contra el cristal los dedos. Y ve cómo / Se van formando gotas donde acaba / De soltar el aliento hacia el cielo que cae”.
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