Siempre que recuerdo la dedicatoria de Juan Perucho de Con la técnica de Lovecraft, su relato de Los mitos de Cthulhu (1968) —la impagable selección con la que Rafael Llopis dio a conocer a los lectores españoles el universo del outsider de Providence, enmarcándolo, además, entre el de sus precursores y discípulos—, vuelvo a sobrecogerme: “A la memoria de Lovecraft, escritor de science fiction que murió perseguido por los seres invisibles”, reza la frase en cuestión. Y yo, cada vez que vuelvo a leerla, amén de sobrecogerme, la hago extensiva a otro outsider, éste del mundo entero: Philip K. Dick.
Con todo, en sus delirios imaginó realidades bastardas, que la pantalla terminó de aquilatar, y las colmó con su desasosiego. Mientras tanto, la verdadera ciencia aún pergeñaba las realidades virtuales. Entre sus supuestas necedades, Dick abundó con una lucidez asombrosa en la lucha del hombre contra las máquinas, uno de los temas recurrentes del cine de anticipación actual. Pero su gran aportación, no ya a la pantalla de ciencia ficción, a uno de los grandes debates de nuestro tiempo, fue un mestizaje: el imaginado entre la inteligencia artificial y la biológica, entre la vida misma y la mecánica. Todo esto, hoy uno de los temas fundamentales del cine de ciencia ficción, es fruto de la enajenación de un escritor maldito y alucinado.
Afortunadamente, los cineastas más perspicaces, aunque a él nunca le llamasen para escribir nada, supieron ver todo el potencial que su obra entrañaba. Cuarenta años después de que los seres invisibles se lo llevasen, la suerte del gran Philip K. Dick se antoja la que hubiera sido la del gran Julio Verne y H. G. Wells —que son al steampunk lo que nuestro hombre al ciberpunk— si no hubieran recibido, ni en vida ni después de muertos, todo el reconocimiento que se merecen.
Se ha escrito tanto y con tanto acierto sobre Blade Runner y Desafío total (Paul Verhoeven, 1990), sin duda las más celebradas adaptaciones del padre póstumo del ciberpunk, que iniciaré mi reivindicación del maestro de los lunáticos en la cabeza por Segunda variedad (1953). Llevada al cine por Christian Duguay en el 95 con el título de Asesinos cibernéticos, nos transporta al planeta Sirius B, una antigua explotación minera. Corre el 2078 y han pasado cinco años desde que los androides al cuidado de las minas se rebelaron contra sus responsables. Un grupo de soldados comandados por Joe Hendrickson (Peter Weller) es el encargado de atajar la sedición. Se incide así tanto en el tema de la rebelión de las máquinas como en el de la insurrección en una colonia terrestre del espacio exterior. Ésta, la del imperialismo terráqueo, es otra de las constantes argumentales de la ciencia ficción desde que el pequeño paso de Neil Armstrong en la Luna el veintiuno de julio de 1969, además de suponer un gran salto para la humanidad, pusiese fin a un tema recurrente de la ciencia ficción desde sus albores: el viaje a la Luna.
Además de una fuente inagotable de argumentos para la pantalla, Dick fue tan amante del cine como la mayoría de los grandes escritores del amado siglo XX, de modo que, a poco que se estudie su asunto, no es difícil encontrar, tanto en Segunda variación como en su versión fílmica, varias concomitancias con ese cine de exaltación colonial de los años 30. Sí señor, los lanceros bengalíes tocan muy de cerca a los hombres de Hendrickson.
Siempre que expreso mi opinión sobre el bueno de Steven Spielberg, algunos de sus admiradores, amparándose en el anonimato al que invitan esos espacios para la participación que suelen abrirse al final de los artículos publicados en Internet, me insultan. Pese a ello, Minority Report, que el rey Midas del Hollywood adocenado, agotado y falto de imaginación estrenó en 2002, es junto a Inteligencia artificial (2001) la única de sus cintas que estimo. Basada en otro relato, también homónimo, de Dick, aparecido en 1956, su acción se desarrolla en un futuro próximo.
El ciberpunk siempre está más cerca de nuestros días —el 92, el año en que está ambientada Blade Runner, ya hace treinta que quedó atrás— que ese siglo XXIII del Logan de La fuga de Logan, la distopía que William F. Nolan y George Clayton Johnson dieron a la estampa en 1967, inspiración, nueve años después, de la cinta homónima, igualmente estimable, de Michael Anderson.
En ese futuro con trazas de presente que nos aguarda en Minority Report, hay ciertos clarividentes conocidos como los precogs. Son capaces de prever los crímenes antes de que sus autores los cometan y advierten de ellos a la Unidad Precrimen de la policía, quienes detienen a los delincuentes en potencia antes de que lleguen a serlo. La cosa se complica cuando John (Tom Cruise), al mando del singular cuerpo, sabe que en unas horas matará a un desconocido. A partir de entonces, intentará evitar el crimen. Mas cuanto hace para ello parece conducirle inexorablemente a ese asesinato que quiere evitar. Sí señor, Dick imaginó estados tan opresivos como la Oceanía de Orwell con su colectivismo y su partido único. Pero tampoco se llama la atención sobre ello cuando se habla, si es que se hace, de él.
Basada en otro relato publicado por el perseguido por los seres invisibles en 1953, La paga, John Woo despierta mucho más interés en Paycheck (2003) que en sus celebrados thrillers violentos. Su asunto gira en torno a la peripecia de un ingeniero, Michael Jennings (Ben Affleck), luego de que le sea borrada la memoria por la compañía que lo ha empleado en los últimos años con el objeto de no abonarle los valiosísimos servicios prestados. Jennings, ignorante de todo, deberá comenzar a recomponer sus recuerdos en base a algunos objetos personales que le entregan los mismos que le han borrado la memoria.
Una mirada a la oscuridad (Richard Linklater, 2006) es otra de las grandes cintas del ciberpunk. A fe mía, también es la mejor de su realizador. Filmada mediante un procedimiento conocido como rostocopiado, consistente en calcar mediante sugerentes dibujos la acción real rodada previamente, la forma se adecúa al fondo de un modo encomiable. Porque en esta ocasión la novela homónima de Dick, aparecida en 1977, trata sobre la experiencia con los alucinógenos del escritor. En efecto, la que dejó a los lunáticos asentados en su cabeza para el resto de sus días. Así que esa textura de novela gráfica de Una mirada a la oscuridad tiene una implicación dramática en el asunto sobresaliente. Bella, pero a la vez sombría, es la visión bajo los efectos de estos estupefacientes.
El infiltrado (Gary Fleder, 2001) es una de las primeras adaptaciones de Philip K. Dick que conoce el tercer milenio. Su asunto vuelve a versar sobre las dudas acerca de la propia identidad. En este caso es Spencer Olham (Gary Sinise, que despunta como uno de los rostros más frecuentes del género en estos años) quien se hace preguntas sobre sí mismo. Acaba de crear un arma para luchar contra los alienígenas y empieza a pensar que él mismo es uno de ellos.
La fascinación que los escenarios de Philip K. Dick —a menudo visiones futuristas y desoladas de Los Ángeles— y sus propuestas —con frecuencia humanos en lucha con androides o ficciones de su propia experiencia, como sus realidades bastardas— ejercen sobre el lector, hacen que éste olvide la tremenda angustia que inspiró todas sus páginas. Eternamente en lucha con los seres invisibles, fueron éstos, ya digo, los que le llevaron a la tumba cuando el cine descubría la profundidad de la inquietud que transmiten sus ficciones.
Dick publicó su primera novela —Lotería Solar— en 1952. Ni que decir tiene que no era la primera que escribía. Sí fue, por el contrario, su primera obra maestra. Ambientada en un mundo dominado por la estricta lógica de los números, donde la máxima autoridad —el presidente Leon Cartwright— es designada mediante el sistema de lotería al que alude el título, lo tratado en ella era la experiencia de un hombre —Ted Benteley— que, sin saberlo, ha sido contratado para asesinar a Cartwright. El complejo sistema telepático que protege al presidente proporcionará a Dick la mejor coartada para dar rienda suelta a todas sus paranoias.
En efecto, dominado siempre por sus falsos perseguidores, en su vasta bibliografía —46 libros escritos en apenas 30 años (1950-1980)— sus desequilibrios psíquicos le inspiraron en la misma medida obras maestras y obras menores. Como bien apunta John Clute en su Enciclopedia de la Ciencia Ficción, “no es oro todo lo que reluce en la producción de nuestro autor”. Publicadas en gran medida con posterioridad a su muerte, mientras el cine lo adaptaba con la avidez que lo sigue haciendo, en las historias de Dick incluso se suceden los argumentos realistas con las ficciones científicas.
Gozando del favor de los editores merced al éxito de Lotería solar, en los años siguientes publica con el mismo frenesí que escribe. Cuando en 1962 obtiene el Premio Hugo, uno de los más prestigiosos en lo que a la ciencia ficción se refiere, su bibliografía está integrada por nueve títulos. Diríase que el maestro, alucinado y maldito, busca la redención a su locura en la literatura. «Nada nuevo», estimará el lector versado en autores perseguidos por la muerte y la locura. La novedad de Dick radica en el género al que adscribe sus visiones.
Con anterioridad, el novelista ha publicado otra de sus obras maestras: Los tres enigmas de Palmer Eldritch (1965) es una historia que versa sobre un empresario que comercializa un producto sustitutivo de la realidad por terribles pesadillas. La clara influencia de las drogas psicotrópicas que se registra en el texto nos lleva a pensar que Dick, como tantos desequilibrados que a la sazón intentan recuperar el equilibrio en base a las terapias propuestas por la psiquiatría alternativa, experimenta con alucinógenos. La tenía ya perdida, o fue entonces cuando perdió la cabeza. Ése es el dilema. La certeza es que la experiencia onírica, convertida en un terrible trasunto de la realidad, será una constante en la producción de nuestro narrador.
Entre delirios, divorcios y cambios de domicilio, es decir: lo normal en alguien que se cree perseguido por sus propios fantasmas, en 1974 se le concede el Premio J. W. Campbell por “Fluyan mis lágrimas”, dijo el policía. Pero la gloria literaria no consigue redimirle: Philip K. Dick muere en 1982 dejando tras de sí un buen número de novelas inéditas. Los editores se pelearán por ellas. Será entonces, entre sus publicaciones póstumas, cuando los lectores descubran títulos como Gather Yourselves Together, The Broken Bubble o Humpty Dumpty in Oakland. Escritos todos ellos en los años 50, vienen a demostrarnos que la primera vocación de su autor fue realista. Sí señor, como apunta Clute, Philip K. Dick quiso ser un autor de análisis desquiciados de la vida moderna. Fue el poco interés que despertaron sus ficciones realistas entre los editores lo que le llevó al futuro para retratar algunas de las grandes miserias de nuestros días. El resto fue el cine, que terminó de darles forma. Vaya evocando el soliloquio postrero de Batty (Rutger Hauer), el más famoso de los androides basados en los delirios de Dick: todo quedó en lágrimas en medio de la lluvia.
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