En lo bello se resume el juego cotidiano entre la imaginación y el sentimiento que señala un aquí y ahora; en lo Sublime esa acción viene revestida de arrobamiento. Es allí cuando la razón queda fuera de sí y el ánimo exaltado se convierte en una forma de la respiración contenida donde triunfa la poesía. A ese lugar aspira la obra de Piedad Bonnett.
La autora, oriunda de la ciudad antioqueña llamada Amalfi, está en España para participar en la clausura del sexto Festival de Poesía de Madrid (PoeMad) con un recital titulado “Las cicatrices”, que se realizará en el auditorio del Centro Cultural Conde Duque a las 20 horas de este sábado 29 de octubre. Algo suena en el título de esa presentación. Habrá quien no pueda separar la palabra cicatriz de la historia de su país: las señales que quedan en la piel o el espíritu después del drama de la historia de una nación donde generaciones se han criado al calor de una guerra fratricida, que ha dejado cientos de miles de muertos y otros miles de desplazados, una nación donde décadas de negociaciones apenas comienzan a dar sus frutos. Colombia. Pero las cicatrices de la autora, nacida en el año 1951, son los rastros de heridas mucho más profundas que las consecuencias de la violencia política latinoamericana: son marcas de su tragedia íntima.
Lo que más honda impresión me causó cuando conocí a la también narradora y dramaturga el día que la entrevisté por primera vez en Caracas fue el enorme dominio que tenía sobre su sensibilidad. Era el año 2013 y era la época en que Alfaguara promocionaba su libro Lo que no tiene nombre, en el cual aborda con dolorosa honestidad el suicidio de su hijo. Daniel, diagnosticado con un trastorno mental que le levantaba “una cuarta pared” frente a quienes le rodeaban, se lanzó una tarde de 2011 del techo del edificio donde vivía, en el Upper East Side de Nueva York, mientras cursaba una maestría en Arte en la Universidad de Columbia. En el talante de la autora que se tomó un café conmigo estaba la dignidad de una escritora que había explicado de la única manera posible un dolor innombrable. “El diseño de la mente de Daniel (…), y por consiguiente su muerte, son el resultado del cambio de una letra en su código genético. Lo atroz –y también lo maravilloso– de nuestras vidas es que están parapeteadas sobre lo aleatorio, lo gratuito, lo caprichoso”, escribe en el libro. Y a quien la lee, le parece esa la reflexión fundamental ya no solo de su vida, sino de toda su obra.
¿Cómo puede una madre afrontar el pesar tan profundo que produce la pérdida de su hijo?, ¿cómo puede hacerlo, además, si fue por iniciativa de él mismo? La respuesta de Piedad Bonnett fue la de una intelectual: escribir. Supurar tinta por las heridas. Escribir. Construir cicatrices con letras. Escribir. Dos meses apenas habían pasado desde la tragedia y sintió la necesidad impostergable de ponerla sobre papel porque era una manera de sanarse, pero también porque, como me dijo en Caracas, aquella historia que había vivido “tenía ingredientes dramáticos tremendos”. La decisión de entender el sufrimiento desde la literatura coincidió con la recomendación que le hizo un amigo del libro de la estadounidense Joan Didion, El año del pensamiento mágico (2007), en el que describe el ataque al corazón y la muerte de su esposo, John Gregory Dunne, y el año siguiente, en el que tuvo que acostumbrarse a no verlo más. “La literatura me sirve para digerir la vida, y la escritura para volver a digerirla, como si fuera una vaca de dos estómagos. Sobre el papel transmuto en palabras las cosas que llevo por dentro, a veces de unas formas más veladas que otras”, escribe en Lo que no tiene nombre, donde revisó una bibliografía exhaustiva sobre la muerte y las enfermedades mentales.
Y resulta que la narración de la peor época de su vida dio notoriedad internacional a la autora de las novelas Después de todo (2001), Siempre fue invierno (2007) y El prestigio de la belleza (2010), que ya era un nombre fundamental de las letras colombianas junto a otros, como los de Héctor Abad Faciolince, Laura Restrepo o Santiago Gamboa. Ello se debe a que la intelectualización de su dolor le sirvió para entender mejor no sólo el destino de su hijo, sino su propia visión de la vida, como revés de la muerte. No estoy muy segura de que esa sea la cicatriz que viene a mostrarnos Piedad Bonnett en Conde Duque, pero sí comprendo que es en ese aprendizaje donde se encuentra el valor de su literatura, que apela a lo sublime desde el verso y a la transmutación del sufrimiento cuando escoge la prosa.
La invitación a PoeMad coincide con la publicación que ha hecho Lumen de su Poesía Reunida, que reedita sus nueve poemarios, entre los que se encuentran algunos libros premiados como De círculo y ceniza (Premio Octavio Paz, 1989), El hilo de los días (Premio Nacional Colcultura, 1995) y Explicaciones no pedidas (Casa de América Madrid de Poesía Americana, 2011). “Revisar toda mi obra poética fue también recrear un proceso de muchos años, recordar los estados vitales que engendraron cada libro, las experiencias que están detrás de cada poema”, explica la escritora traducida al inglés, al italiano, al francés, al sueco y al griego: “Fue un ejercicio de memoria muy fuerte, muy emotivo; y de autocrítica, que implicó mirar mi trabajo con rigor pero también con benevolencia, pues uno tiende a juzgar con dureza su propia obra”. No es el primer volumen que compendia sus trabajos líricos, pero sí el que (por ahora) será definitivo. La primera antología de su obra la publicó Arango Editores en 1998. En 2003 se convirtió en la segunda colombiana en ser incluida en la colección de Hiperión con Lo demás es silencio. Un lustro después el Fondo de Cultura Económica de México editó la antología titulada Los privilegios del olvido, con prólogo del poeta peruano José Watanabe.
Pero la necesidad de publicar poesía no terminará en la “reunión” recién llegada a las librerías. Hace poco acabó “Los habitados”, un nuevo poemario que versa sobre los que han sido encerrados, y a veces torturados o castigados a causa de la enfermedad mental. Esas son las heridas de las que habla en la primera mitad del libro, porque en su segunda parte volverá a sus viejas cicatrices. “Algunos poemas establecen un diálogo con mi hijo muerto, que incluye noticias de casa, y otros hablan desde el duelo y su vivencia cotidiana”, explica.
Ante la expectativa de su venida a España y la lectura de la recopilación de Lumen, nos reúne una conversación a través del correo electrónico. Entre ambas desentrañamos las huellas de los autores que le han permitido construir su particular poética. Yo encuentro los que son más evidentes: Eliseo Diego, Blanca Varela y, por supuesto, Jorge Luis Borges. Pero ella propone una lista que abarca narrativa y poesía: César Vallejo, Philip Larkin, Wislawa Szymborska, pero también Fiódor Dostoiewski, Marcel Proust, Truman Capote, Carson Mc Cullers y Tomas Bernhard. La evaluación del alcance de la lírica en el mundo moderno y la discusión sobre la necesidad de la belleza son asuntos diferentes y ameritan algo más que una enumeración.
–Has sido muy crítica con cierta expectativa romántica que pesa sobre la poesía. Has dicho que prefieres que este género sea incómodo. Me pregunto, ¿cómo lidias con el desconcierto cuando estás atrapada dentro del trabajo poético?
–No es el espíritu romántico lo que no me gusta, sino la sensiblería, que alguna gente llama romanticismo. Lo previsible que esta generalmente contiene, que es enemigo de la literatura. Creo que la poesía, cuando abre caminos nuevos, crea siempre un pequeño desconcierto en el lector, lo desacomoda. Pero es un desconcierto que de algún modo no deja que el sentido escape enteramente. Cuando, como lectora, el desconcierto es absoluto, apelo a la intuición y doy una pequeña lucha, pero si no logro superarlo me rebelo, porque la comunicación con la obra se trunca.
–La noción de belleza es uno de los temas fundamentales que pulula por tu poesía desde muy temprano y es el asunto de (al menos) una de tus novelas. ¿Puede hallarse belleza en la vida cotidiana o es necesario alejarse? ¿Encuentras relación entre la vida cotidiana y la belleza útil para la poesía?
–Creo que la belleza de lo cotidiano, la que se aleja de lo Sublime, es uno de los grandes descubrimientos de la modernidad, como también aquello de que lo feo puede ser bello. Podría decir también que mientras la belleza absoluta, la platónica, nos aleja del objeto que admiramos, la de lo cotidiano nos acerca. Pero sólo hasta un punto, porque la belleza siempre produce una cierta extrañeza en aquel que la contempla.
–La honestidad es un rasgo fundamental de tu obra, pienso en tu lírica, pero también en la prosa. Es evidente en Lo que no tiene nombre. ¿Puede un escritor ser bueno y a la vez esconderse detrás de su obra?
–Gracias por esa afirmación, que recibo como un elogio. El escritor, como individuo, dueño de una particularidad biográfica, siempre está relativamente oculto cuando la obra es buena, porque la confesión impúdica es incompatible con la buena literatura. Aun en las autobiografías más descarnadas, creo que el lenguaje revela y oculta a la vez. La honestidad, pues, no se mide por la cantidad de “verdad” que haya en una obra, sino por la manera como se asume el oficio, por la ausencia de trucos literarios, por la autenticidad de las búsquedas, la ausencia de imposturas.
–Hay una frase sobre la muerte de tu hijo que escribes en Lo que no tiene nombre que me ha marcado: “La fuerza de su racionalidad dio siempre una dura batalla contra la fuerza de sus emociones. Una de las dos iba a crecer como una hiedra que terminaría devorándolo”. Es simple y brutal al mismo tiempo. Más porque me siento identificada con ella, en el sentido de que esa es también la fuerza de la literatura, una emoción que termina devorándonos. ¿En la escritura te sientes cerca de tu hijo, de aquella condición que tú misma describiste como “una cuarta pared” que él levantaba frente a quienes le rodeaban?
–Cuando escribo sobre mi hijo, que es ya muy poco, y cuando escribí Lo que no tiene nombre, la sensación atroz ha sido siempre la de que las palabras realmente no pueden rescatarlo de la muerte. Que la “recuperación” es afectiva pero también ficticia. Pero la escritura me permite volver a vivir el dolor: no sólo el mío, sino el de él, pues logro encarnar en su pena y en su impotencia. Me permite, pues, una breve consubstanciación, similar a la que alguna vez tuvimos cuando estuvo dentro de mí.
–La relación entre la mujer escritora y la poesía ha estado marcada por los estereotipos, diría yo que desde Safo hasta nuestros días. ¿Cuáles son los estereotipos que más te molestan y de cuáles te has sentido víctima?
–Hay muchos prejuicios, en verdad. El primero presupone que toda poeta es feminista militante. Yo creo en el feminismo y en su necesidad, pero no milito en nada desde la poesía. El segundo, que toda poesía femenina es erótica. Ese presupuesto me molesta mucho.
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Enlace:
Ofrecemos un poema de Piedad Bonnet: Lazos de sangre
Epígrafes:
(1)
“Las cicatrices, pues, son costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.”
“Las cicatrices”, de Explicaciones no pedidas (2011)
(2)
“No insistas. Alguien allá a lo lejos está matando el sueño.
Alguien destaza el corazón del tiempo.
Alguien allá lejos acaba con él mismo.”
“A lo lejos”, de Todos los amantes son guerreros (1998)
(3)
“Cuando el dolor se aletarga
y es ya casi otra respiración, casi otra palpitación de mi sangre,
yo me digo: es extraño que todo esto va a apasr,
que un día va a pasar
y entonces quedaré definitivamente sola.”
“Después de todo”, de Todos los amantes son guerreros (1998)
(4)
“El poema es también tirabuzón,
anzuelo que se tira en viejas aguas.
Máquina de hacer pompas de jabón”.
“De los mil usos posibles del poema”, de El hilo de los días (1995).
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