Piero tenía 86 años y se encargaba de todo —de cocinar, lavar, cuidar el huerto, dosificar las medicinas—, porque su mujer, Maria, tenía 84 y había perdido la cabeza. Ella se desorientaba, oía voces, creía que su padre —muerto hacía décadas— andaba por la casa. A veces pensaba que Piero era un extraño y trataba de echarlo. Él la tranquilizaba con humor y paciencia.
¿Qué queda de la vida, qué recuerdos resisten entre el oleaje cuando la memoria se va hundiendo? En una ráfaga de lucidez, Maria recordó el día en que vio a Piero en la iglesia, cuando eran adolescentes: “Los jornaleros trabajaban en el campo también el domingo por la mañana y luego iban a misa. Piero entró a la iglesia con la cara polvorienta y yo se la limpié con mi pañuelo. Mis padres me riñeron, no querían que me casara con un campesino”. Recordó que fue costurera, que se pasó la vida cosiendo vestidos día y noche. Recordó a Giovanni, el único chico de Marzolara al que no reclutaron para la guerra, porque tenía una discapacidad intelectual. Un grupo de nazis se divirtió torturándolo hasta matarlo, lo colgaron de un árbol y nadie se atrevió a bajarlo en tres días. Maria recordó al músico ciego que tocó la armónica toda la noche para celebrar el fin de la guerra, recordó que ella tenía 12 años y que aún faltaba su padre, Igino, deportado a Alemania para cumplir trabajos forzados. Un día lavaba la ropa en la fuente cuando vio a un hombre en el camino: su padre, dos años después.
Esto es lo último que resiste en el naufragio de la memoria: la guerra, el trabajo, el amor. Un día los vimos en la cocina, abrazados: Maria, confusa y refugiada en el pecho de Piero; él, acariciándola y susurrando su nombre, en el que ella entendía lo que de verdad importa.
Piero murió a los 92 años; murió ayer, 24 de noviembre, el mismo día en que murió Maria hace tres años.
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Columna publicada en El Diario Vasco.
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