Mi Fellini favorito es el onírico, aquel que arranca en Fellini 8½ (1963) y en Y la nave va (1983) gusta reproducir el mar en un plató de Cinecittà. En otras ocasiones, imagina desfiles de casullas y otros hábitos para los altos dignatarios de la iglesia, que animan las veladas de una Roma fabulosa. Mi Fellini favorito es aquel de la fantástica montaña rusa de La ciudad de las mujeres (1980), porque, al descender por ella, le es dada a Snàporaz (Marcello Mastroianni) la materialización de los recuerdos que guarda de todas aquellas a las que amó —o simplemente le gustaron mucho— a lo largo de su ya dilatada experiencia. Y sí, mi Fellini favorito también es el más representativo del arte del maestro de Rimini: aquel que, tan a menudo, culminaba sus ensoñaciones con un pasacalles circense, que, en un plano secuencia, rodado mediante un travelling circular, daba vueltas a un decorado —descubierto como tal— al compás de la música de Nino Rota.
El Madrid de mi infancia fue el Madrid del segundo Circo Price, el mítico, el de la Plaza del Rey y las matinales de rock & roll. Pero las pocas veces que me llevaron a él, tanto los golpes que recibían los payasos para que la murga se riera de ellos como el cautiverio de los animales me dieron mucha pena. En realidad yo nunca pude asistir a semejante crueldad, la vi dulcificada —al menos no in situ, al menos en diferido, mínimamente trucada por el cine para amortiguar los golpes— mediante un procedimiento semejante al que se simula el resto de la violencia.
Curiosamente, algunos de esos payasos de las bofetadas —que los llamó León Felipe y el sueco Victor Sjöström sublimó en El que recibe el bofetón (1924), una de sus mejores películas americanas—, alcanzaron la gloria en el slapstick, la pantalla silente por excelencia. Baste recordar a Buster Keaton.
Había otra tradición en el mutismo, ésta firmemente arraigada en la pantalla francesa, en la que el payaso, más que recibir los golpes, los esquivaba. Fue el slapstick a la manera de Max Linder, en quien el propio Charles Chaplin reconoció a su principal maestro.
Más discreto, algo menos brioso y ya en el sonoro, aunque raramente pronunciaba alguna palabra, otro de los cultivadores de este humor fue el Monsieur Hulot, de Jacques Tati. Siguiendo su estela y la de Linder debemos situar a Pierre Étaix. Lo descubrí en una película de mi infancia, Mientras haya salud (1966), que me estigmatizó de forma indeleble. La vi en el 67, en una sala cuyo nombre no recuerdo, de los aledaños del Paseo de la Virgen del Puerto. Con Étaix se me dio un cine extraño, máxime para aquel niño obsesionado con las películas de vaqueros que era entonces yo —y ya todo un individualista irreductible—, al que no le hacían gracia los payasos sin más cometido que recibir bofetones para la mofa de la grey. Dividida en varios fragmentos, de Mientras haya salud me magnetizó especialmente el alusivo a la publicidad y demás problemas del mundo moderno.
Me recuerdo algunos días después, ya metido en la semana, dándole vueltas a las imágenes de Étaix vistas el sábado. Parecían permanecer en mi retina como uno de esos fogonazos que nos siguen deslumbrando al bajar los párpados. Todo me fue tan grato que hasta le cogí apego a esos aledaños del Paseo de la Virgen del Puerto. Sin embargo, no tuve oportunidad de volver a ver nada de Étaix hasta que, siendo un cinéfilo, ya bien entrados los años 80, asistí a mi primera proyección de Los clowns (1970), el gran tributo de Fellini a los payasos de antes.
Un oficio tan humillante como el de recibir trallazos en directo, para desatar la hilaridad del público, sería inconcebible en nuestros días. Ya lo era, de hecho, hace cincuenta años. Si Fellini rindió aquel emotivo tributo a los payasos fue porque el circo, como espectáculo, estaba en vías de extinción en todas partes. No sólo el Price de Madrid, que era estable, había cerrado. Las carpas itinerantes del mundo entero eran clausuradas casi a diario. Y no era sólo porque el cine fuera el único espectáculo de aquellos años. Las innumerables tristezas de la troupe —un auténtico hatajo de malditos— contribuyeron tanto o más al declinar de un espectáculo que sólo habría de volver a renacer, con ese nuevo circo que empezó a verse ya en el fin de siglo, que acaso tenga en el Circo del Sol su paradigma.
Ese Fellini onírico que a mí más me interesa frecuentemente trufaba sus recuerdos con las técnicas más novedosas del documental televisivo. Roma (1972), qué duda cabe, es el mejor ejemplo de estas mixturas. Pero Los clowns le va a la zaga. Viene a incidir, además, en toda esa tristeza que siempre ha abrumado a los payasos cuando no ejercen. Étaix es uno de los que recuerdan el viejo oficio para el maestro de Rimini. Tras reencontrarme con el francés en aquellas secuencias quise ir más allá de lo leído sobre él en un pequeño asiento del Diccionario del cine, de Georges Sadoul, y en el artículo —no mucho más largo— que se le dedica en la Enciclopedia ilustrada del cine de Editorial Labor, dos de mis textos de cabecera.
Cuando, ya a comienzos de los años 10, pude jactarme de conocer toda la filmografía del gran Pierre Étaix, también tenía noticia de un nuevo estigmatizado: un payaso que, si bien supo salvar la suerte del circo de su tiempo, acabó sucumbiendo a la maldición que los distribuidores, y la legislación vigente, impusieron a su filmografía. En su caso, podemos afirmar categóricamente que, tras el estreno de Pays de cocagne (1971), un demoledor documental sobre una colonia de vacaciones, Étaix cayó en desgracia. La maldición fue a coincidir con un problema sobre los derechos de distribución que impedía la exhibición de sus películas y el ostracismo se cernió sobre aquel realizador con el amparo de la ley. Puede que todo fuera una maniobra orquestada para acabar con quien pintó en Pays de cocagne a la gente sencilla, a ese dogma de fe llamado “el pueblo llano”, como auténticos animales. Lo cierto fue que hasta el año 2010 Pierre Étaix no se pudo volver a hacer con los derechos de sus películas. Con tal motivo acudió a la presentación de un ciclo en la Filmoteca Española y en la sesión inaugural tuve oportunidad de verlo en persona: era un anciano tan triste como suelen serlo los payasos.
Es totalmente gratuito ver en Pierre Étaix a un heredero de Buster Keaton, como se acostumbra a hacer desde una perspectiva simplista. Bien es verdad que el francés no habla —hasta que empieza a hacerlo en El gran amor (1969)—, pero su humor es mucho menos físico que el del estadounidense; es intelectual. Étaix alude a una de las grandes preocupaciones del debate de los años 60: el agobio del individuo frente a la sociedad moderna. Es tan intelectual que su guionista habitual es Jean-Claude Carrière, el escritor francés de Buñuel, quien, ese mismo año 69 que escribe El gran amor para el francés, redacta para el español el libreto de La vía láctea.
Así como me pareció de una lógica aplastante que el Étaix actor —un mimo que no hablaba— colaborara con Robert Bresson —el cineasta para quien los intérpretes eran poco más que muñecos— en Pickpocket (1959), esa simbiosis entre el Étaix realizador y Carrière, prolongada precisamente hasta El gran amor pese a ser tan distantes uno de otro, fue la primera cuestión del autor de Mientras haya salud que me llamó la atención cuando finalmente tuve acceso a su filmografía.
Independientemente de esa tradición circense a la que pertenece, a mi juicio, los orígenes del Étaix cinematográfico hay que buscarlos en un corto del gran René Clément, Soigne ton gauche (1936). Jacques Tati, su protagonista, incorporaba en sus planos a un boxeador, un peso mosca flexible y evasivo enfrentado a un pesado. Esto da pie a toda la serie de gracias imaginable.
Ahora bien, no porque Étaix accediera al cine a la sombra de Tati —dibujó la más célebre caricatura del grand Jacques y escribió algunos gags de Mi tío (1956), la obra maestra de Tati, en la que Étaix hizo su debut como actor— hay que considerarles tan semejantes como puede parecer en una primera apreciación.
Frente a la homogeneidad de Tati, la filmografía de Étaix comienza a ser errática en Yoyo (1964), su segundo largometraje. Y no lo es sólo porque se pierda en pacifismos que no vienen al caso y diatribas contra la televisión en aras de la pureza del circo, sino también porque le falta brío, contundencia a su puesta en escena. Recuerdo que en la nota de Étaix incluida en la Enciclopedia ilustrada del cine se hablaba de su «brillante pero limitada inspiración». Nada más cierto. Cuando Étaix se atiene a la mímica, a la pincelada, a la estampa, por momentos alcanza la genialidad. Verbigracia, los dos primeros cortometrajes —Rupture y Heureux anniversaire (ambos del 61)— y su primer largo —El pretendiente, del mismo año—. En mi opinión, esta última es la obra maestra de un autor que alcanza su mayor registro cuando parodia las relaciones galantes. Pero en Yoyo, que el amor sólo es un apunte del principio, porque se trata en realidad de un biopic del protagonista —el Yoyo en cuestión, interpretado por Étaix— hay algo que no va. La mímica no es el procedimiento más adecuado para contar una historia de semejantes características y se acaba por notar.
Si Buster Keaton se hubiera reído —lo hizo sólo una vez en un corto perdido— habría dejado de ser el Gran Cara de Palo. Si Jacques Tati hubiese hablado, monsieur Hulot habría perdido su indolencia. Cuando Pierre Étaix recurrió al color y a la palabra con largueza —diálogos y voz en off— en El gran amor puso fin a ese personaje con el que había conseguido convertirse en uno de los grandes mimos de la pantalla francesa, un genuino heredero de Max Linder, su verdadero origen silente. La cinta, sí, está bien, pero ¿dónde queda comparada con El pretendiente? Pierre Étaix se antoja en ella como un precedente de Pierre Richard, que tanto nos haría reír en el 72 con El gran rubio con un zapato negro, de Yves Robert, y alguna que otra cinta de los años 70, antes de que a este lado de los Pirineos el olvido cayera sobre él.
Después de Pays de cocagne y el fin de la colaboración con Carrière llegó la prohibición. Ya maldito, su actividad detrás de la cámara se vio interrumpida hasta que volvió a emplazar su tomavistas en 1987 para el rodaje L’ âge de monsieur est avancé, una comedia escrita por él para la escena en cuya adaptación cinematográfica volvió a contar con Nicole Calfan, la Agnés de El gran amor, la dulce tentación.
En todos esos años que estuvo alejado de la realización, el Étaix actor lo fue, entre otros grandes cineastas, además de Fellini, de Jerry Lewis en El día que el payaso lloró (1972) y de Nagisa Oshima en Max mon amour (1985). Definido por Lewis como un genio, Pierre Étaix murió en 2016. Yo estimo su cine por la placidez que rezuma y porque en Mientras haya salud me descubrió el magnetismo de las imágenes en blanco y negro, que —dicen— es el cromatismo de la imaginación.
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