Dice el antropólogo francés Marc Augé que los no-lugares son espacios donde coinciden personas anónimas, no para vivir allí ni establecer relaciones, sino para transitarlos, como los aeropuertos, o para consumir, como ocurre en los centros comerciales o los supermercados, Pilar Adón tiene la sensación de que comenzó a escribir desde un estado anonimato similar al que producen sitios así, como si tratara de esconder el nombre y el origen, porque nunca se sintió de la ciudad ni del campo. Y esta sensación que todavía atraviesa sus libros.
La autora nacida en Madrid en 1971 pasó buena parte de su infancia en casa de su abuela, en el pueblo donde nacieron sus padres: cada vacación de verano, todas navidades, los feriados y ciertos fines de semana. Cuando las tres generaciones se juntaban allí contaban en total cuatro mujeres y dos hombres. Por las tardes y parte de la noche, las mujeres se quedaban en casa porque ellos se marchaban. Venían las amigas, las tías y las primas; hacían un círculo sentadas en el patio, si era verano, o se ubicaban frente al fuego, si era invierno. Entonces se dedicaban a conversar sobre lo que pasaba en el pueblo o a contar historias del pasado y leyendas antiguas. “Hablaban delante de las niñas sin ningún tipo de pudor, haciendo referencia a sus problemas o a sus pequeñas venganzas y a todo tipo de temas sexuales; eran reuniones mágicas en las cuales las chicas escuchábamos de todo, sin ningún tipo de tapujos, sin frustrarnos, no como ahora que parece que cualquier cosa puede escandalizar a los niños”, recuerda la narradora, poeta y traductora, cuyas primeras influencias literarias fueron las obras de Virginia Woolf y Marguerite Duras, en especial la novela Orlando (1928) de la primera y El arrebato de Lol V. Stein (1964), de la segunda. Más recientemente ha incorporado a este canon personal la obra poliédrica de Iris Murdoch.
Y por cierto que el citado canon podría ser una de las causas de la profunda influencia que la tradición anglosajona tiene en sus obras, más en su narrativa que en su poesía. La otra causa podría encontrarse en los libros que ha traducido al castellano durante los últimos quince años. Porque Adón también tiene un impresionante currículum en esta carrera; ha versionado obras del siglo XIX y principios del siglo XX, como libros de las australianas Barbara Baynton y Joan Lindsay, las inglesas Christina Rossetti y Penelope Fitzgerald, y la estadounidense Edith Wharton; así como del autor inglés John Fowles, y del norteamericano nacionalizado británico, Henry James.
DE MUJERES Y DE HOMBRES
Las reuniones en casa de la abuela duraban hasta que volvían los hombres. Entonces, las amigas, las tías y las primas se marchaban para poner la cena. La escritora cree que su obsesión literaria con las comunidades de mujeres retiradas cuya tranquilidad se ve amenazada por la presencia de un hombre —o de un grupo de estos— le viene de aquellos episodios de la niñez. “Con ellos se rompía el círculo mágico; no es que fuera mejor ni peor su presencia, simplemente rompía el círculo”, aclara. En De bestias y aves, su novela más reciente, el hombre se llama Tobías Moss y se declara el dueño de Betania, la casona en donde viven aisladas las mujeres de una comunidad.
A ese lugar llega por casualidad Coro, la protagonista, después de haber manejado sin rumbo toda una noche. Mas tarde, en Betania, aquello que comenzó como una necesidad de desprenderse del agotamiento mental del trabajo y de la vida cotidiana en la ciudad, se convertirá en algo siniestro. Su imposibilidad de salir de allí, al tiempo que lucha con sus demonios internos son la materia del argumento. “Debemos desprendernos de lo que no es útil”, dice a Coro una de las habitantes de Betania, llamada Tresa: “De lo contrario, terminaríamos todas a empujones y codazos, nos odiaríamos. Llevar una casa puede parecer trivial y de poca importancia, pero es básico hacerlo bien para mantener el orden que ve usted en cada rincón”. Desde ese momento, el inocente anhelo de orden se vuelve condena.
En Las efímeras— como la nueva novela, esta de 2015, la publicó Galaxia Gutenberg—, se narra la vida dentro de una cooperativa retirada en el medio de un paisaje boscoso a través de la tensa relación entre dos hermanas, la cual empeora debido a la súbita presencia de un chico tímido de nombre Denis. En su relato Eterno Amor, ilustrado por Kike de la Rubia y publicado por la editorial Páginas de Espuma en 2021, la llegada de un nuevo preceptor amenaza la tranquilidad de una residencia apartada en donde unas mujeres viven consagradas al cuidado y la vigilancia de un grupo de muchachos.
ORDEN Y ARMONÍA
No solo la presencia del elemento masculino disruptivo conecta a De bestias y aves con sus ficciones anteriores. Adón es una autora de obsesiones fijas, así que en el conjunto de su obra, los temas son como las variaciones en la música clásica, donde el mismo sonido se repite con alteraciones en el ritmo, la armonía, el timbre, el contrapunto o la orquestación. Un asunto propio de sus libros es el de personajes que buscan el equilibrio y la tranquilidad en la naturaleza o en una rutina. Esta misma necesidad de moderación la tienen los personajes de los relatos de La vida sumergida (Galaxia Gutenberg, 2017) y de sus colecciones de cuentos anteriores: El mes más cruel (Impedimenta, 2010), que le valió la nominación como Nuevo Talento Fnac, y Viajes inocentes (Páginas de Espuma, 2005), por el cual obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa.
También en su poesía se escucha la música que encomia la necesidad de equilibrio a la cual identifica con un entorno orgánico. “Sostener el alma, guardarla en su armadura, / y que no cesen las tripas, las pulsaciones / ni los flujos”, escribe en una entrada sin título de Las órdenes, su poemario de 2018, publicado por La Bella Varsovia, como los dos anteriores: Mente animal (2014) y La hija del cazador (2011). Las órdenes se refieren al papel en la familia y en la sociedad de la hija y de la madre, pero también a la condición femenina en su conjunto. Algo de eso se cuela en De bestias y aves, donde no hay una familia, sino apenas una reunión de mujeres cuyos lazos se construyen de forma artificial. Y, sin embargo, las relaciones serían imposibles si no reinara el concierto más absoluto. Pero ¿no era justo esto mismo aquello que busca Coro al escapar de la urbe? “El orden y la armonía resultaban difíciles en su vida porque ella dudaba, se apartaba, subía y bajaba. Y el orden y la armonía huían de espíritus así”, reflexiona Coro al principio: “El orden habita en las mentes estables, firmes, lógicas. Y la suya se había instalado en una especie de estado intermedio entre el conocimiento y la irrealidad”. El constante batallar entre la organización y el caos es un tema que subyace en toda su obra.
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—Aunque De bestias y aves vuelve a los asuntos propios de tus novelas anteriores, hay una pequeña variación aquí, al menos, de entrada: el gesto inicial la protagonista no es buscar el aislamiento sino huir de sí misma, lo que pretende al salir de la ciudad. ¿Intentas crear en la huida que hace Coro una metáfora de la necesidad de fundirse con el campo?
—Pocas veces me meto en historias relacionadas con la realidad. Coro huye porque está agotada mentalmente. Muchos tenemos eso en común con ella. Su trabajo se relaciona con lo artístico, porque es miniaturista, dibuja hojas y plantas. Quería vincularla a un oficio creativo pero no quería que fuera escritora, el trabajo que más conozco. Me interesaba vincularla a la obsesión con la creación, mostrar su necesidad de hacerlo todo bien y su manera de centrarse en los detalles. Con su llegada a la pequeña comunidad de Betania aparece el símbolo del agua, aunque esto no fue algo que busqué a priori, surgió cuando estaba escribiendo. Después de terminar la novela supe que la ciudad bíblica de Betania no solo fue donde resucitó Lázaro, sino también donde bautizaron a Jesús, y resulta que es allí, en mi novela, donde Coro tiene una especie de resurrección. Otro símbolo similar es el de las aves rapaces, que aparecen hacia el final. Las aves son tan importantes en la novela que hasta en el título están, pero no fue sino hasta que leí el ensayo Vuelos vespertinos (Anagrama, 2022) de Helen Macdonald que este símbolo se unió con el del agua y la resurrección. Macdonald cuenta allí que en la mitología, las aves rapaces ayudan al tránsito del alma entre un mundo y otro; son como Caronte, el barquero del inframundo.
—Tu infancia pasó dividida entre el campo y la ciudad. Quizá por eso la naturaleza se cuela a borbotones en toda tu obra.
—Pero no sé qué tipo de campo. También para mí el campo forma ya parte del pasado; era una niña cuando visitaba a mi abuela. La generación de mis padres fue la de gente que tuvo que irse de los pueblos para venir a la ciudad, en nuestro caso fue Madrid. Bueno, la zona sur de Madrid. Venirse a Madrid era imposible, carísimo; a esta ciudad yo venía de excusión, y eso me suponía coger el autobús. Por eso, tenía la sensación de no pertenecer al mundo real. No era de la ciudad ni tampoco era del pueblo, aunque pasara largas temporadas allá. Era una sensación extraña porque en la ciudad teníamos radiadores, agua corriente y ascensores; en el pueblo no había esas comodidades: en invierno, nos moríamos de frío porque no había radiadores, y no hubo cuarto de baño hasta que fui mayor. En casa de la abuela teníamos las gallinas en el corral de atrás y el cerdo en el patio; te pasabas el año alimentando al cerdito y luego había que matarlo para comérselo. Eso era el campo. Ha cambiado, afortunadamente, pero hoy se habla del campo de una manera idealizada. Ahora lo que se habla son de casas rurales en las cuales tienes los leños ya cortados en la cesta, al lado de la chimenea. En casa de mi abuela, si querías leña, tenías que ir a buscarla o pagar para que te la llevaran.
—¿Te sientes identificada con la tendencia literaria de «volver al campo» tan de moda ahora?
—En España hay una tradición muy fuerte de escritores que se han fijado en la naturaleza y el campo, uno fue Miguel Delibes y otro es Julio Llamazares. Y esto solo por nombrar a dos. En los años ochenta se llevaba una literatura vinculada a la ciudad y quienes estaban escribiendo desde el campo estaban fuera. En mis primeros libros ya yo hablaba del campo y me decían que no podía escribir así.
—¿Te pasaba lo mismo con la poesía?
—En mis primeros libros de poesía, en cambio, utilizaba un lenguaje casi impostado. No quería mirar o escribir sobre la naturaleza que conocía ni hablar del frío intensísimo en invierno, de la caza o la matanza del cerdo. A eso me referí antes cuando dije que no pertenecía a la ciudad ni al campo: comencé a escribir desde un no-lugar. La poesía me la llevé a un terreno idealizado, como la campiña inglesa, o aquello que imaginaba como la vida de mis escritores admirados. Hasta que me di cuenta de que esa no era la naturaleza que yo conocía. En poesía se tiene que hablar de la verdad, esta es una de las cosas que más repetimos: “buscar la verdad”, sea lo que sea que signifique eso. Y yo, por alguna razón, no hablaba de mi verdad. Estaba hablando de la verdad de otros escritores. Empecé a hablar de mí con el poemario La hija del cazador. De pronto, me di cuenta de que yo era hija de un cazador. ¿Por qué tenía que hablar de campiñas, hiedras y praderas perfectas, cuando yo conocía otra naturaleza? Una naturaleza en donde si alguien quería comer, cazaba. Esa era la vida de mi padre, y fue la vida del campo de la posguerra. Esa fue la vida que conocí.
—Eres poeta siempre. Quiero decir que tu narrativa es muy lírica. ¿De qué manera la poesía tanto en tema como en lenguaje te ayuda a pensar y a diseñar una novela?
—He escrito desde siempre. Publiqué mi primera novela con 28 años. Al principio utilizaba la herramienta del lenguaje sin ser muy consciente de ello. Cuando comienzas a escribir corres el peligro de utilizar un lenguaje excesivamente literario, forzado o artificioso, porque imitas tus lecturas. Hay que tener cuidado con la literatura demasiado perfecta. Según vas aprendiendo te vas dando cuenta de los propios errores, sigues leyendo otras cosas y, en mi caso, llegas a la poesía. Porque yo a la poesía llegué tarde. Hubo un momento en el que supe que tenía que hablar de mi verdad. Así que me despojé de ciertas realidades que no eran mías, y me despojé también de un lenguaje que no era el mío. Entonces, mi lenguaje comenzó a ser completamente desnudo. Ahora es directo, crudo, incisivo, que no embellece ni adjetiva en exceso. A partir de La hija del cazador, yo necesitaba crear una poesía que hablara de mi verdad desnuda con un lenguaje igual, desnudo. Es curioso, porque siento que muchos me dicen desde hace tiempo que mi lenguaje es muy lírico y resulta que no es eso. También en la prosa mi lenguaje está desnudo. En De bestias y aves está muy cincelado.
—¿Cómo influye tu oficio de traductora a la hora de escribir?
—Últimamente ya traduzco poco porque no tengo tiempo y soy muy perfeccionista. Con las traducciones me obsesiono mucho. Las traducciones ayudan en la escritura porque intentas ver allí cómo lo han hecho otros escritores, ver los mimbres y lo que subyace de la costura en los libros, los trucos y los juegos.
—¿Es más fácil ver esos “mimbres” desde la traducción que desde la crítica literaria, por ejemplo?
—Creo que sí. Porque cuando estás traduciendo recreas la obra. Respetas las palabras del escritor original, pero la estás llevando a tu propia lengua. Tienes que entender el sentido íntimo y el sentido profundo de cada frase y luego recrearlo en tu idioma. Estás recreando y co-creando. En cambio, cuando haces crítica trabajas desde una postura de conocimiento y desde una visión amplia de cómo está el panorama literario; debes poner la obra en contexto y relacionarla con otras contemporáneas o anteriores, además de señalar cómo ha evolucionado el autor desde sus últimos libros. La relación forzosamente tiene que ser distinta, porque en la traducción estás colaborando a crear una obra, estas metida adentro, casi en la misa textura de la página; en la crítica no, allí miras a la obra desde fuera.
«De pronto, me di cuenta que era hija de un cazador». ¡Oh, ah, uh, qué horror!