“La literatura no cambia el mundo, pero cada vez más voy teniendo razones para creer que la vida de una persona puede transformarse con un simple libro”. Con esas palabras resumía José Saramago la emoción que le produjo la carta de una lectora cuya vida había cambiado significativamente tras leer la novela Todos los nombres. Y esa reflexión figura en una de las entradas del diario que el gran novelista portugués escribió a lo largo de 1998, el año en el que ganó el Premio Nobel de Literatura, y que había permanecido inédito hasta que, el pasado mes de febrero, Pilar del Río, la periodista y traductora que compartió 24 años de vida y de proyectos con Saramago, encontró de manera fortuita el archivo correspondiente a aquellos meses. Se tomó entonces la decisión de publicarlo bajo el título de El cuaderno del año del Nobel, coincidiendo con el vigésimo aniversario del premio.
Era la primera vez que el Nobel se concedía a un autor de lengua portuguesa, y no hay mejor forma de recordar aquel año tan importante que con este libro, porque las más de 200 páginas que Saramago dejó escritas recuperan al intelectual más político y reflexivo; al hombre que viajaba a cualquier parte del mundo para hacer oír su voz y sus críticas al poder, pero también su lado más humano, sus opiniones sobre literatura y parte de la correspondencia que mantuvo con amigos y lectores.
Pero, como le cuenta Pilar del Río a Zenda, en una entrevista que tiene lugar en su casa de Madrid, “lo fundamental de este libro es que se sabe quién es Saramago antes de que le concedieran el Nobel, porque a partir del 8 de octubre escribe poco. Y en todas las entradas anteriores a esa fecha queda clara la capacidad anticipatoria que tienen los intelectuales honestos. Si tú eres dócil con el poder o lo que quieres es obtener halagos, tú dices aquello que es confortable para oír. José decía aquello que pensaba y que sentía, un pulso, un latido que no le venía de los estratos superiores de la sociedad. Le venía de todas partes. El Nobel le dio mayor visibilidad, pero no cambió sus principios ni sus criterios políticos”.
Y es que en muchas entradas del libro que acaba de publicar Alfaguara impresiona la capacidad visionaria del autor de Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, El Evangelio según Jesucristo o Ensayo sobre la ceguera, entre otras obras importantes. Como ejemplo puede servir lo que escribió el 21 de enero, al hablar de Chiapas y de “los millones de seres humanos” que, según “el neoliberalismo triunfante”, parecen sobrar en el mundo: “Lo que se está preparando en el planeta azul es un mundo para ricos (la riqueza como una nueva forma de arrianismo); un mundo que al no poder, como es obvio, librarse de la existencia de los pobres, solo estará dispuesto a conservar a los que sean estrictamente necesarios para el sistema”, decía hace veinte años el escritor portugués.
Del Río, presidenta de la Fundación José Saramago, todavía se emociona al recordar cómo encontró el denominado “Cuaderno 6”, archivado junto con los demás Cuadernos de Lanzarote que había ido publicando el escritor. Un hallazgo que, probablemente, no se habría producido si ella y el poeta y ensayista Fernando Gómez Aguilera no hubieran estado rastreando los distintos ordenadores que el escritor utilizó a lo largo de su vida con la intención de publicar un volumen con las conferencias y discursos pronunciados por el autor de La caverna.
Una noche, ya de madrugada, Pilar del Río necesitaba saber la fecha de una conferencia, y la buscó en el archivo Cuadernos de Lanzarote, que había visto “millones de veces, antes de la muerte de José y después de ella”. Quería consultar el Cuaderno número 4, y “de repente” vio que estaban también el 5 y el 6: “No hay cuaderno 6″, me dije. Pincho en él, pensando que serían notas y me encontré con el libro organizado. Dentro de ese último cuaderno había dos archivos, uno acabado y otro con notas de las conferencias y entrevistas que José pensaba introducir”.
“No será necesario que describa el pasmo del instante, la sorpresa y la emoción, el tiempo detenido, la ansiedad y la alegría, la nostalgia, el peso y una levedad que rompía todas las leyes de espacio y tiempo. Eran días de hace veinte años, eran días de hoy”, escribe la esposa de Saramago en el prólogo de El cuaderno del año del Nobel.
“Llegué a sentir hasta miedo —confesó en su entrevista con Zenda—, porque, de repente, sentí aquella soledad en el despacho de José, y luego seguí leyendo lo que él había escrito. Y necesitaba comunicar, pero no podía llamar a nadie a las dos de la noche, hasta que me acordé de que Pilar Reyes (directora de la editorial Alfaguara) estaba en México y la llamé para contárselo: «Tenemos un libro nuevo». Y le leí lo del día del Nobel: 8 de octubre. “Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel. La azafata. Teresa Cruz. Entrevistas”.
A partir del 8 de octubre, Saramago tuvo que hacer frente a mil compromisos y viajes, y apenas pudo anotar nada en su diario. Sin embargo, el lector se enterará de la reacción de júbilo que produjo la noticia del Nobel en Portugal, pero también en España, en Brasil y en Hispanoamérica, gracias al libro Un país levantado en alegría (Alfaguara). En esa obra, el periodista brasileño Ricardo Viel, director de Comunicación de la Fundación José Saramago, recoge cientos de testimonios y revela aspectos interesantes de la semana previa al fallo, entre ellos el papel que desempeñó Amadeu Batel, profesor de la Universidad de Estocolmo, al que la Academia Sueca le encargó, días antes del premio, que tradujera al portugués el texto en el que se justificaba la concesión del galardón, y, también, que localizara a las personas más cercanas a Saramago.
De ese tema, y de otros muchos, habla Pilar del Río con Zenda, en un encuentro en el que, con frecuencia, asoma el lado más combativo y crítico de esta mujer que continúa luchando por sacar adelante el proyecto que compartía con su marido, y que tiene que ver “con una forma de estar en el mundo” y con la defensa de los derechos humanos:
—¿Es cierto que te enteraste de la concesión del Nobel a Saramago un día antes de que la Academia Sueca lo hiciese público, gracias a esa llamada de Batel?
—Me llamó un día antes porque necesitaba saber dónde estaba José y su teléfono móvil. Yo conseguí que me dijera el motivo de la llamada, se lo arranqué. Y él me hizo prometer que no se lo diría a nadie, ni siquiera a José.
—¿Y cómo pudiste resistir la tentación de no contárselo ni siquiera a tu marido?
—Pues no se lo dije porque soy piadosa, en el fondo fue un acto de piedad. Yo pasé una noche fatal, llena de angustia, sabiendo lo que se nos iba a venir encima, que la vida nos iba a cambiar, en qué sentido iba a hacerlo. Yo sabía lo que significaba aquello, porque era el primer Premio Nobel a la lengua portuguesa, y lo que suponía para una persona de su posición política e intelectual. Pero me decía: “¿Y si hubiera sido una broma de mal gusto? ¿Y si a Amadeu Batel lo han engañado?”. Tenía que guardar el secreto por solidaridad y por compasión.
Al día siguiente me levanté pronto. La secretaria con la que estaba trabajando llegó a las diez, y cuando iban a ser las doce, apareció mi hermana, que vivía al lado. Al rato sonó el teléfono y lo atendí yo, pero no me enteré bien de lo que me decían, porque hablaban en inglés. Le pasé el teléfono a la secretaria, que sí dominaba el inglés, y me dijo que la llamada era de la Academia Sueca. Y, hablando ya en francés, me pasaron al secretario y ya me lo dijo. Cuando colgué, empecé a gritar «¡¡el Nobel, el Nobel!!». Y pusimos la radio. En aquellos instantes previos lo que hicimos fue llamar a todo el mundo para que pusieran la radio. Es curioso, pero, para ser periodista, yo no di la noticia. Tuve la noticia más importante en mis manos durante 24 horas, y no la di, con lo cual significa que soy muy mala periodista. Dejé que la diera el secretario de la Academia. Todo eso está contado en el libro de Ricardo, que es muy interesante, porque revela secretos del Premio Nobel en general, de esa semana previa a que se haga público, del trabajo que le encargan a los traductores para tener todo preparado en varios idiomas. Y hay cosas que parecen presagiar por qué se ha llegado a la degradación actual en esa institución, como una carta de Knut Ahnlund, miembro de la Academia Sueca, fechada en diciembre del 98, en la que alude a “la tragedia que ha ocurrido con la Academia”. Y esa tragedia ha tardado veinte años en explotar.
—¿Qué recuerdos te quedan de aquellos primeros días tras la concesión del Nobel? ¿Cambió mucho vuestra vida?
—¿Sabes una cosa que me parece muy importante de publicar este Cuaderno ahora? Que se ve la vida que tenía Saramago antes del Nobel, y ya era de un gran nivel de exigencia, porque él no viajaba tocándose el ombligo, sino que iba a lugares donde era una voz que compartía y que aportaba. Si ves el libro, verás que es difícil poder viajar más. Lo que Saramago no hizo fue pasar a la otra orilla, a la de los elegidos del mundo, de los más guapos, de los inauguradores de hoteles y de puentes. El Nobel no fue un descubrimiento, no le cambió mucho. Le multiplicó la voz, eso sí. Pero la voz seguía siendo la misma. Nuestra casa de Lanzarote se convirtió en un lugar de tercera instancia. Cuando la gente ya no sabía a dónde ir, acababa llegando a casa y daba lo mismo que fuera por huelgas de hambre por el Sahara, indígenas de Chiapas, presos políticos de Argentina, o que fuera por la paz en el País Vasco. Y todos iban a casa porque José no era dócil, no quería estar a la moda, no quería oír lo que lo políticamente correcto decía. Era un intelectual honesto que pensaba desde la tierra, desde la gente que tiene dificultades para vivir, para pagar el piso y para comer. Y cuando dicen que eso es demagogia, a quien opina así yo le deseo 300 euros máximos al mes, porque hay mucha gente que vive con esa cantidad.
—El libro recoge también el discurso que pronunció José en Estocolmo, en la recepción del Premio Nobel. Empezaba así: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”, en referencia al abuelo Jerónimo, quien, al igual que su mujer, Josefa, era analfabeto. Ese abuelo, “pastor y contador de historias, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver”. Ese episodio lo cuenta también en Las pequeñas memorias.
—¿Sabes que en Puerto Rico iban a talar un bosque para hacer una urbanización y, entonces, la gente se negó y se ató a los árboles con una pancarta en la que se decía: “Todos somos Jerónimo, el abuelo de José Saramago”. Hace 18 años de aquello. Cuando José se enteró, se emocionó. Y no se hizo la urbanización. Creo que los capitalistas de Puerto Rico que estaban detrás de aquella iniciativa no lo aman.
—Saramago debió de granjearse enemigos, porque decía lo que pensaba y criticaba al poder político y al poder económico.
—Así fue, aunque no le importaba mucho. Más nos importaba a los que estábamos con él cuando sabíamos que iba a hacer alguna intervención. José nunca asumió la visión de dios, nunca asumió la visión del palco de butacas. La visión del mundo que tenía José era la del gallinero, no la del palco de butacas. Y, entonces, desde el gallinero veía cosas distintas: veía las cabezas, las calvas, los retoques; y hablaba desde ahí. A veces temblábamos cuando decía ciertas cosas.
—Me impresionan algunas de las cartas que recibía Saramago de los lectores, con testimonios increíbles en varias de ellas. Se puede decir que la lectura de sus libros ayudó a cambiar la vida de algunos lectores.
—¡Claro que la literatura puede cambiar una vida! Yo estaba en Sevilla en 1986 y me fui a Lisboa, y todo por un libro de Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis. Yo había leído antes Memorial del Convento, pero el que me llevó a Lisboa fue el de Ricardo Reis. Fui a seguir por la ciudad la ruta de un personaje que, como decía José, no existió, y de un escritor, Fernando Pessoa, que estaba muerto.
—¿Y entrevistaste a Saramago en aquel viaje?
—Entrevistarlo, no. Yo lo llamé para felicitarlo y agradecerle su libro. Fui a Lisboa con un amigo, y habíamos quedado con José. Estábamos fascinados por su obra. Aquel primer encuentro fue muy literario. Nos fuimos a ver a Fernando Pessoa al cementerio y visitamos los Jerónimos. Nos intercambiamos nuestras direcciones. No pasó nada más, pero yo supe en aquel viaje que algo había cambiado en mi vida. José lo cuenta en La balsa de piedra, y dice que cuando me vio sintió la tierra temblar.
—¿Y qué pasó después de aquel primer encuentro?
—Nos comunicamos varias veces por carta hasta que un día me dijo que le gustaría venir a verme, si las circunstancias de mi vida lo permitían. Porque, a todo esto, no sabíamos nada de nuestras vidas privadas. Y, bueno, las circunstancias de mi vida lo permitieron y las suyas, también. Cuando yo lo conocí, él estaba separado. Yo tenía 36 años y él, 63. Desde 1986 hasta 2010 estuvimos juntos. Él se murió el 18 de junio de 2010, y cuatro días antes todavía celebramos nuestro aniversario.
—Después de compartir la vida durante 24 años con Saramago, sigues dedicada a difundir su obra en la Fundación.
—Pero no por viudedad. Yo podía estar trabajando en mi profesión de periodista y no tener nada que ver con la obra de Saramago. En este caso, nosotros hicimos un proyecto común y lo teníamos muy organizado, tanto si moría yo como si moría él. Lo normal era que muriera él antes. Pero lo teníamos así previsto. Y el proyecto tenía que ver con la literatura, con la lengua portuguesa. Tenía que ver, sobre todo, con una forma de estar en la vida, donde se azuzara la sensibilidad, que te permite leer, no a Saramago, sino también a otros muchos escritores; que te permite valorar las distintas culturas, y que tiene en cuenta los derechos de todos, sean negros, emigrantes, pobres o venezolanos. Que ya me cansa un poco que solamente se reivindiquen los derechos de los venezolanos, mientras estamos negándoselos a las señoras que cuidan de nuestros hijos. Todos los derechos y todos los deberes. La obra de José la tienen que difundir las editoriales y la tienen que defender los lectores. La Fundación no ha nacido como una organización comercial. ¡Qué poco seríamos si solamente estuviéramos para eso! Llevamos años trabajando sobre la Declaración Universal de Derechos Humanos, sobre la necesidad que tenemos de que los derechos humanos se estudien, se cumplan y se respeten. Hemos elaborado una Declaración Universal de Deberes Humanos y la hemos llevado a Naciones Unidas. Queremos que se difunda al máximo. ¿Para qué? Para salvarnos individual y colectivamente. O, de lo contrario, le dejamos el mundo a los narcotraficantes y a los traficantes de armas. Si eso es lo que queremos, nunca va a ser con mi aquiescencia. Ni con la de la Fundación José Saramago. A eso nos dedicamos, y, frente a eso, no nos vamos a poner a defender la traducción al alemán o al inglés de alguna obra de Saramago. Que la defiendan los editores y, si no lo hacen, pues se cambia de editorial.
—¿Qué tal te va viviendo en Lisboa?
—Mi casa está allí, y desde Lisboa voy a los sitios y vuelvo de nuevo a ella. La casa de Lanzarote está abierta al público, la casa y la biblioteca. Y me pareció emocionante que el poder político haya sido capaz de reconocer a un creador, como sucedió el pasado 6 de octubre, cuando los presidentes de los gobiernos de España y de Portugal estuvieron allí, en la biblioteca de José Saramago, para defender una forma de estar en la vida.
—José decía con frecuencia que tenía clara conciencia de que él no había “nacido para esto” (para ser escritor), dado su origen humilde, los poquísimos libros que había en su casa, los estudios que cursó, tan alejados de la literatura… ¿Te causa a ti también asombro la trayectoria de José?
—A mí no me sorprende, porque veo el nivel de eficacia y de voluntad que siempre tuvo. Era una persona obstinada, un gran lector. Él se formó en bibliotecas y me parece que es una consecuencia natural. Él decía: “Yo no nací para esto”, y es que era así. Si el padre de José no llega a salir del pueblo, José hubiera estado condenado a vivir toda la vida en la aldea y hubiera sido un zapatero más o menos ilustrado, con un cierto nivel de idealismo y podía haber escrito algunos versos para la fiesta del pueblo. Pero se fueron a Lisboa, y allí había bibliotecas públicas y en ellas se fue formando José. Y me parece que, convertirse en escritor, fue la consecuencia natural de su inteligencia y de su obstinación por el trabajo y por aprender y relacionar lo aprendido.
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