De Pilar Quintana se comenzó a hablar fuera de Colombia cuando en 2007, a la edad de 35 años, la eligieron entre los 39 escritores menores de 40 años más destacados de América Latina, en la primera lista de Bogotá 39. Para ese momento había publicado las novelas Cosquillas en la lengua (Planeta, 2003) y Coleccionistas de polvos raros (Norma, 2007). Un lustro después apareció su colección de cuentos titulada Caperucita se come al lobo —entonces la sacó la editorial chilena Cuneta y, el año pasado, la reeditó Random House para Iberoamérica—. Pero el libro con que inició el verdadero florecimiento de su carrera literaria es su cuarta novela, La perra, que en 2017 le hizo merecedora del Premio Biblioteca Narrativa Colombiana y en 2019 del PEN Translates Award. Allí cuenta la historia de Damaris, una cuarentona afrodescendiente y gorda que como no puede tener hijos adopta a una perra callejera a la cual bautiza con el nombre que habría puesto a su hija: Chirli. Cuando el animal la abandona por segunda vez para reaparecer a punto de dar a luz una camada, a la protagonista la sobrepasa el resentimiento y se anuncia la tragedia.
El interés por revelar las máscaras, las poses y las ambigüedades es un rasgo común entre La perra y Los abismos. Otras analogías pasan por la importancia casi protagónica que en ambos libros cobra el ambiente, porque bien sea la descripción de la región del Pacífico Colombiano, en la primera, o de la accidentada topografía de Cali, en la segunda, el contraste entre la exuberancia del mundo externo y la aridez espiritual de los personajes es fundamental para el desarrollo de la trama. Adicionalmente, la economía de recursos literarios contribuye a homogeneizar ambos libros, pues la escritura concisa de Quintana y sus tramas poco complicadas permiten que la atención del lector se centre en el desarrollo sin interrupciones de la historia contada.
El ambiente polémico
Quintana ha venido de visita a Madrid para participar en el ciclo de actividades Leer Iberoamérica Lee 2021 desarrollado entre los días 21 y 22 de septiembre, en donde escritores, editores y promotores de la lectura han discutido los desafíos actuales en el proceso de formación de lectores. El programa ha coincidido con la Feria del Libro de Madrid, que se desarrolló en el Parque de El Retiro hasta el 26 de septiembre y que tuvo a Colombia como país invitado. La delegación de ese país llegó envuelta en una polémica generada por las declaraciones del embajador de Colombia en España, Luis Guillermo Plata, y porque muchos autores colombianos de proyección internacional no fueron tomados en cuenta. Entre los invitados se encontraban los narradores Melba Escobar y Jorge Franco y el poeta Darío Jaramillo Agudelo. Y entre los ignorados están Piedad Bonnett, Laura Restrepo y Santiago Gamboa. A principios de septiembre, durante la presentación del programa para la feria, Plata señaló que él no quisiera que esta se “convirtiera en una feria política” y completó la idea con una declaración que ha ofendido a muchos de los autores, invitados o no. “Se ha tratado de tener cosas neutras donde prime el lado literario de la obra”, dijo.
A Quintana no le cabe duda de que ciertos autores no estuvieron acá por razones políticas y que esto tiene que ver con las reacciones de la comunidad intelectual de su país ante la brutal represión policial de las protestas contra el gobierno de Iván Duque acaecidas en abril de este año, las cuales dejaron el saldo de 70 muertos, unos trescientos desaparecidos y miles de personas heridas o detenidas arbitrariamente. “No tengo palabras para calificar esas declaraciones”, dice la autora. “El embajador no entiende de qué se trata la literatura, porque si hay algo político es precisamente este oficio: una persona que se asume como escritor se está enunciando como ser político”. Añade que ella no venía con ánimos de “hacer denuncia”, pero que ahora se siente obligada, porque las “terribles declaraciones” demostraron de qué están hechos los miembros del gobierno, que “entienden al país como si fuera una finca de la que ellos son los capataces y en donde a los trabajadores se les debe decir cómo vestirse y qué pensar”.
Como se ve, Quintana no tiene empacho en expresar sus opiniones políticas, como no lo tiene en hablar sobre su vida. Desde joven supo que su papel como escritora era nombrar lo que no le dejaban. Lo descubrió cuando su madre leyó un manuscrito que envió a una editorial y le reclamó que estuviera contando en una novela “las cosas de las que no se puede hablar”. El texto la presentaba como una mujer que deseaba con vehemencia y que cuando tiraba con los hombres, a veces no lo hacía por amor. Y es que el deseo, que es el tema de sus primeras novelas, tanto como la maternidad, de lo cual hablan, de las más reciente, también son temas políticos cuando enuncian la libertad y más la libertad de una mujer.
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—¿Por qué La perra representa un quiebre con sus novelas anteriores?
—Ese quiebre se llama Salvador y es mi hijo. El tema de la animalidad siempre me ha interesado mucho, pero antes lo buscaba poniendo en escena el sexo. En las relaciones sexuales estamos desnudos de poses tanto como de ropa, porque nos desprendemos de la racionalidad y el deseo es instintivo. Cuando me dieron ganas de tener un hijo entendí que había otro tipo de deseo. El embarazo y la sensación de que estaba creciendo un ser humano dentro de mí, así como parirlo, darle teta y quererlo con un amor sin límites y absolutamente animal me hizo dar un giro en la narrativa. El tema de fondo sigue siendo lo animal, pero en la maternidad encontré otra veta de ese tema que me ha gustado explorar.
—¿Por qué cree que se ha vuelto tan necesario para las mujeres en este momento hablar de maternidad?
—Porque antes no nos dejaban. Cuando empecé a publicar hace 20 años, había ciertos temas considerados femeninos y menores. En realidad, la maternidad siempre ha sido un tema literario: allí está Yerma, de Federico García Lorca, por ejemplo. La primera vez que leí esa obra de teatro me pregunté cómo sería contada por una mujer. Años después, un amigo que leyó La perra estableció su vínculo de Yerma. Allí me di cuenta de lo que había hecho inconscientemente. En la primera mitad del siglo XX la escritora barranquillera Amira de la Rosa escribió Los hijos de ella, sobre una mujer que no puede tener hijos, el mismo tema de La perra. Lo que quiero decir es que ese tema siempre ha estado presente, pero se nos decía que la maternidad y lo que ocurre en el hogar eran femeninos y que por eso no eran interesantes ni literarios. Ahora hay más mujeres en lugares de poder, y ello permite reevaluar la idea de lo femenino como lo descartable o lo menor, esa idea de que los temas femeninos no son intelectualmente interesantes o que no son materia literaria. Nos damos ahora el permiso de hablar de estos temas, que han sido siempre interesantes, y ahora podemos hacerlo con el apoyo de una comunidad feminista.
—Pero el feminismo no es asunto de ahora. Hacia finales de los años setenta ya se podía hablar de un movimiento feminista en la mayoría de los países de América Latina, siguiendo la estela de Norteamérica. Ahora el nuevo feminismo se vende como una completa renovación de todo lo anterior. ¿Qué reivindicaciones faltaron entonces?
—Mi exsuegra fue una mujer feminista irlandesa que es un poco mayor que mi mamá pero que tuvo hijos en esa generación a la que te refieres. Ella me contaba que las mujeres de su época tuvieron que fingir que no eran mujeres para abrirse paso en el mundo de los hombres, porque tener dolores menstruales —por ejemplo— era demostrar que éramos débiles. Esas mujeres asumieron doble carga laboral porque los maridos y los padres de su época no las ayudaban, así que lo hacían todo solas. Las mujeres salieron a trabajar y se desarrollaron como individuos fuera de las labores domésticas, pero asumieron un costo muy alto para su bienestar. No soy una feminista que ha leído sobre feminismo, pero mi percepción es que nos faltaba decir que la maternidad y las labores del hogar son trabajos durísimos.
—Los abismos describe las relaciones familiares de aquella época en los silencios que separan al padre ausente y a la madre descrita como un estereotipo de la mujer florero que leía revistas del corazón. ¿Cómo aquellos silencios ayudaron a naturalizar la situación complementaria de la mujer a la del hombre?
—Aún siguen los silencios: está mal visto hablar mal de la maternidad, por ejemplo. Cuando una madre que tiene su bebé recién nacido y está trasnochada dice en el trabajo que le está costando la maternidad es fichada de mala madre. Hablar de lo que sentimos tiene una sanción social. Nuestros padres no se miraban al espejo, por lo cual eran incapaces de ver sus equivocaciones, y era difícil para ellos reconocer sus errores. No hacían terapia, porque eso era cosa de locos. Los niños de mi generación crecimos con un desamparo emocional muy grande. Cuando uno lloraba le decían: “Si sigue llorando le voy a dar para que tenga un motivo para llorar de verdad”. Antes los padres no estaban conectados con sus hijos. Ese es el gran abismo de nuestra niñez y ese fue el abismo que descubrí escribiendo esta novela.
—¿El padre en Los abismos es un símbolo del patriarcado? ¿De que manera el feminismo ayuda también a los hombres?
—No hemos mirado lo suficiente lo que el patriarcado les hace a los hombres. Nos estamos mirando a nosotras porque nos corresponde, y a ellos les corresponde también mirarse. Pero esa conversación está apenas comenzando. Me parece aterrador que apenas en los años ochenta los hombres no se involucraban en la crianza de sus hijos, sino desde un lugar que era muy externo.
—¿Cree que buscar los abismos en la realidad es responsabilidad de los escritores en América Latina y, sobre todo, de las escritoras?
—Yo iría más lejos: diría que cada individuo debe buscar esos abismos. Así como vamos al odontólogo dos veces al año, tendríamos que ir a terapia dos veces al año, por lo menos. Nos hace falta mucha terapia en América Latina, porque arrastramos una historia de violencia, somos un pueblo arrasado y construido a través de las guerras, y nuestras guerras no han parado. Colombia es uno de los países más sangrientos de la región, y nuestro conflicto sigue porque no reconocemos el monstruo que nos habita.
—En La perra, Damaris podría identificarse con un personaje tipo que aparece con frecuencia en la literatura contemporánea de América Latina, en especial entre las obras escritas por mujeres: la criada. ¿Es correcto leer a Damaris dentro de este arquetipo?
—Si soy de Colombia, uno de los países más desiguales de la región, eso debe aparecer en mis obras. En mi familia no éramos ricos sino clase media, pero en mi casa siempre hubo una mujer que se encargaba de las labores de la casa. Muchas de mis amigas tuvieron nanas que fueron como sus segundas mamás y eran de la familia. Esto tiene que ser narrado. Luego me desclasé porque me fui a vivir nueve años al Pacífico colombiano, y en esa zona de pobreza absoluta transcurre La perra. Ese es el departamento más pobre de Colombia, aunque es uno de los cinco lugares más importantes del mundo en términos de biodiversidad del mundo. Allí la mayoría de la gente es negra o indígena, los mestizos son pocos. Cuando comencé a trabajar en La perra quería escribir El viejo y el mar de Ernest Hemingway, algo así como La mujer y la selva. Quería que fuera la historia de una mujer contra los elementos. Pero si quería que fuera una mujer de allí que sufría porque no podía quedar en estado, el personaje no podía ser como yo, una blanquita del interior de Colombia que se fue a vivir al Pacífico colombiano porque era triple hippie. En ese momento entendí que mi personaje era una negra nacida pobre en el Pacífico colombiano, y como quise narrar la realidad tenía que mostrar que las mujeres como ella solo tienen lo que buenamente la naturaleza les pueda dar.
—Un aspecto que conecta a La perra con Los abismos es que ambas son historias en donde lo que se cuenta son las circunstancias que configuran cómo somos, son historias sobre la identidad. Como escritora, ¿estás constantemente preguntándote quién eres?
—Creo que sí. Pero cuando sos mujer y escritora todo el tiempo tenés que reflexionar sobre qué significa ser mujer. Sí, es una reflexión necesaria, pero cabría preguntarse por qué solo se las proponen a las mujeres. Hay colegas hombres de mi generación con carreras similares a la mía y no están todo el tiempo respondiendo preguntas sobre cómo es ser hombre, o ser papá, o ser un hombre escritor.
—¿No tendrá que ver también con cómo se enuncia la pregunta? Hablemos de Héctor Abad Faciolince, el autor de El olvido que seremos y su compatriota, por ejemplo. Su novela habla de la relación con su padre y se trata también, evidentemente, de un relato de identidad. Lo que pasa es que nadie hace la pregunta en esos términos.
—Sí, el problema es tratar de encasillar la literatura escrita por mujeres dentro del “ser mujer” y no del “ser humano”. Te separan del todo, que es el ser humano, y te ponen en la parte, que es el ser mujer, que es menor o independiente pero, en todo caso, aparte. La pregunta sobre la identidad es fundamental y me dirige como escritora, así como puede dirigir a Abad Faciolince, a Juan Gabriel Vásquez y al resto de mis colegas hombres. A mí me determina ser mujer de la misma manera que a ellos los determina ser hombres, pero la reflexión no puede limitarse a la relación entre feminismo y literatura o a qué significa ser mamá y ser escritora. Lo que debemos preguntarnos es cómo es ser humano. O por lo menos esa es la pregunta que se hace mi literatura. Yo solo me he preguntado qué significa ser mujer porque el tema ha surgido durante las entrevistas que me hacen desde que comencé a publicar. Escribo sobre el ser humano, en general, pero esto no quiere decir que no sea feminista. Tengo dos campos en donde deliberadamente actúo como feminista. Uno es en mi familia, con mi esposo y mi hijo, porque no queremos criar un machito, sino un hombre sensible y consciente. El otro es en un proyecto de edición en el que estoy trabajado: se llama Biblioteca de Autoras Colombianas, y allí se quiere rescatar a las escritoras más destacadas del país desde la Colonia hasta las nacidas en la primera mitad del siglo XX.
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