Estas vacaciones me he traído a Barbados Huracán en Jamaica. La lectura sabe aquí a humedad y a mango, sea junto al mar o junto a los reflejos del sol en la piscina. Cada mañana me parapeto en una sombra, protegido por un jipijapa y fortificado tras unas gafas oscuras, y leo mientras fumo una exclusiva labor local que salpimiento con sorbos cortos, pero frecuentes. Días blandos de hamaca y piña colada. La felicidad, como la sabiduría, no depende sólo de los libros.
Con la novela de Richard Hughes repaso otras lecturas. Stevenson y su inolvidable Isla del Tesoro. “Ron, ron, ron”, canturreo con entusiasmo, y la camarera, que cree que quiero más, acude solícita a cambiarme la copa vacía. “Gracias, Jocelyn”. Se llama así, y en su prodigiosa genética adivino esclavos africanos revueltos con colonos británicos. “¿Sabe que es usted lo más bonito que me ha pasado hoy, Jocelyn?” Su sonrisa blanca y franca me rehúye. “¿Sabe que es usted un pícaro, Míster Bowman?” En mi interior rebulle Míster Jekyll: “Dejáte de gilipolleces”, me dice, “y rinde esa prodigiosa atalaya tropical”. Y se ríe como un jenízaro. “Por las buenas o por las malas”. Naturalmente, me revuelvo. “¡Torna a tu cubil, Príncipe de las Tinieblas!”.
A propósito del doctor Jekyll y las infames inclinaciones del señor Hyde se ha escrito mucho. Menos, en cambio, sobre la presencia de esa dualidad en los célebres relatos de Stevenson: los dos hermanos de El señor de Ballantrae, el inocente David Balfour arrastrado por el rebelde Alan Breck en Kidnapped (Secuestrado) o el pobre Jim Hawkins seducido en La isla del tesoro por esa cumbre literaria que es el amoral Long John, marrullero y asesino. Una dualidad victoriana que es moral y social: bien/mal y, a la vez, clase alta/clase baja. También he creído detectarla en algún otro relato menos célebre, como El club de los suicidas. Vamos, que George Lucas no inventó nada. La atracción por eso que en sus películas se explicita altisonante como el “Lado Oscuro” es un viejo topos literario desde el Caín del Génesis.
Nada nuevo bajo el sol.
Bostezo cual lagarto de los manglares. Pocos entretenimientos comparables a éste de leer a la sombra de una piscina; la luminosa nadería fosforito de las piscinas me fascina desde mi lejana juventud, que comparece convocada por Scaramouche. Según Rafael Sabatini, nació “con el don de la risa” y también “con la certeza de que era ése, y no otro, su único patrimonio”. Contagiado por la alegría de Scaramouche me entrego a Julio Verne y a sus Viajes y aventuras de Hector Servadac por el mundo solar, novela bastante demente que, si no es redonda según el canon, me divierte muchísimo. Verne aún alimenta mi imaginación fallera y disparatada. Bajo las palmeras de Barbados evoco otro viaje a otra isla, Formentera (Lady), siguiendo la estela de Verne, que no la de Quim Crimson. Lo mejor de aquel viaje fue Kati, mi Dulcinea cuando los barcos aún eran de madera y cruzar els freus a bordo de La joven Dolores, una aventura. Si arrastré a la buena de Kati hasta aquellos andurriales, entonces el fin del mundo, no fue por un prurito hippie ni pardaladas de esas, sino porque quería ver la “astronave” en la que se diera Servadac un garbeo por el Sistema Solar del siglo XIX. Ella sólo pretendía darle un disgusto a su padre. Fue hace mucho, en una época confusa y llena de incertidumbre, pero también de esperanza. Acababa de morir Franco, que Dios guarde en Santa Gloria, y en Sa Mola aún no se había colocado el monolito que recuerda al visitante que pisa tierra bendecida por la desatada fantasía del Mago de Nantes. A Kati, que era bella y de Haro, le traía bastante al pairo el tema y la amé con tierna pasión al pie del faro. Nos iluminó la luna y nos arrullaron los grillos. No todas las alegrías aguardan en los libros, insisto. Algunas, contadas, dos o tres como mucho, deben buscarse por ahí fuera.
El recuerdo trémulo y aún caliente de Kati se encarna en el mocerío que coquetea y alborota con algazara alrededor de la piscina. “¡Maricón!”, clama Hyde desde el fondo de mi alma. Azorado, huyo de esa bestia sin conciencia por los meandros de las entrevistas que François Truffaut hiciera a Hitchcock en la sala de montaje de Los pájaros. Nunca las preparó de manera específica, porque se había pasado la vida preparándolas. El libro, subrayado y anotado mil veces por mi mano juvenil, primero, y más madura, después, no es una novela, pero resulta igual de apasionante. Posiblemente sea el mejor libro de cine que se haya escrito nunca. Mi ejemplar se cae a cachos, pero lo mantengo vivo porque su lectura se enriquece con el recuerdo de las que hice, capas superpuestas en el polvoriento yacimiento arqueológico que va siendo mi memoria.
Es tarde y el sol cae camino del continente, al otro lado del mar. Ahí enfrente, a sólo unos centenares de millas, arde Venezuela, pero desde aquí no se oye. “¡Qué lejos quedan el Brexit, los peluqueros de Puigdemont y el ogro de Maduro!”, suspiro. Amo Barbados, los viejos libros, el recuerdo inmarchitable de Kati y la inaccesible piel braseada de Jocelyn, que acabado su turno se marcha abrazada a un muchacho. “Buenas noches, Míster Bowman”, me saluda con la mano. Como el tío de Esperanza Aguirre, nunca volveré a ser joven. Y me dirijo al comedor. “Mi patria, el hotel; mi hogar, el restaurant; mi credo, la Guía Michelin”, me consuelo. Qué pobres, y qué caros, son los placeres de los viejos. “Buenas noches, Jocelyn”. Y para siempre. Hyde duerme como un niño. Imposible no evocar a Amancio (Prada) cantando con un coro de voces blancas la terrible premonición del vate de Zamora. “Que no se despierte la niña que duerme. Que no se despierte. Que siga dormida la Muerte”.
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