Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Pink Cadillac Man, de Domingo Alberto Martínez

Pink Cadillac Man, de Domingo Alberto Martínez

Pink Cadillac Man, de Domingo Alberto Martínez

Perder la libertad es como perder el aire, pero la vida sigue y durante las horas pesadas y lentas que se suceden en prisión puedes verte sumido en una espiral de recuerdos y mentiras cada vez más perturbadora. El protagonista de Pink Cadillac Man (West Indies) es Sonny (Róbinson Sánchez), un cubano que cumple condena por homicidio en una prisión del suroeste de los Estados Unidos. Él dice que es inocente, pero ¿quién no lo diría?

 A continuación ofrecemos un fragmento, perteneciente al capítulo 7: «Gnomos de jardín», de la novela de Domingo Alberto Martínez.

*****

El autocar modera la velocidad al entrar por Holy Bones, la avenida que divide el pueblo en dos partes. El firme, asfaltado hace no mucho, es lo que mejor se conserva; el resto son escombros, y lo que no, está en proceso de serlo. A un lado y al otro de la carretera desfilan bocas de riego y buzones cubiertos de óxido, casas con las vigas tronchadas y los techos acribillados a grietas, agujeros por los que asoman las nubes; un bosque de farolas rotas y postes torcidos completa el catálogo, y locales sin puertas ni escaparates, con los mostradores volcados y los estantes desnudos al azote abrasivo del viento, que será ventisca al caer la noche.

—Sweetwater, muchachos. Abrevad la vista mientras podáis. La mayoría de vosotros va a pasar mucha, pero que muuucha sed, de aquí en adelante.

De pie junto al conductor, con un chaleco antibalas y un fusil en las manos, Benson suelta un bufido.

—Perdona que te lo diga, Chester, pero tienes la gracia en el culo.

Chester sonríe. Encajado entre el asiento y el volante, parece un camaleón encaramado a una rama, con los ojos saltones y una boca de oreja a oreja y sin labios, un camaleón que observa cuanto le rodea agazapado tras la joroba que le apunta en un hombro.

—¿Y por qué crees que lo tengo tan gordo? —responde, mirando al guardia de medio lado—, ¿eh, Hippo…, amigo mío?

Benson es la torre Sears encarnada: un negro de seis pies y medio de altura y casi trescientas libras de músculo y grasa, irregularmente repartidas por el esqueleto. Cuando entró a trabajar en El Secadero, hará cosa de un par de años, sus compañeros le apodaron High Cup, Taza Alta, por el tamaño de la taza que empleaba para el desayuno, con capacidad para una pinta entera de café; mote que, con el paso del tiempo y el uso diario, fue derivando hacia Hiccup, Hipo, más breve (y también más certero, por cuanto suele apurar el desayuno sin tomar aire). Últimamente, sin embargo, y sobre todo desde que su mujer le plantó por un monitor de spinning y Benson empezó a aumentar la talla del pantalón a base de dónuts glaseados y comida basura, el hipo de hipar se ha convertido en el hipo del hipopótamo, y de Hiccup ha pasado a Hippo a todos los efectos.

—Eres un capullo, Chester, un tonto del culo. Jodido capullo polaco —masculla. Recorre el pasillo rozándose con los asientos en las cartucheras. Subiendo el tono, añade sin volverse—: ¿Lo sabías? Un capullo integral.

—No te digo que no, pero si hablamos, je, je, de culo —se burla. Lo sigue por el retrovisor—. En eso, hermano, tú eres Barry White, ¡ja, ja, ja! El más grande de todos los tiempos.

—Puto Quasimodo.

A una distancia semejante de Albuquerque que de Amarillo, Sweetwater fue un lugar muy concurrido en las primeras décadas del siglo XX, un pueblo minero en el que recalaron cientos y aun miles de aventureros atraídos por la fiebre de la riqueza. En 1901 había tres mineros, una perra y un burro, que subsistían a duras penas en una cabaña de caza, a la que llamaremos así en lugar de zahúrda o muladar para no extendernos demasiado. Durante el invierno, uno de los mineros dijo que iba a estirar las piernas y se arrojó por un desfiladero; otro cargó el burro con sus escasos pertrechos y partió hacia Fort Canyon en cuanto apuntó la primavera. En la cabaña, con un par de latas de frijoles y una ansiedad que le roía las uñas y le hacía saltar de la hamaca en plena noche, quedaba Teddy el Tuerto, el último minero, sin otra compañía que la de Bones, una perra de raza pachona de once años y medio y mirada vidriosa, cuyo único quehacer a lo largo del día consistía en tumbarse al sol y, de tanto en tanto, echar a trotar tras el rastro de algún coyote. La historia es de sobras conocida, parece un cuento folclórico a lo Paul Bunyan el gigante y el buey azul o la leyenda del jinete sin cabeza, pero es así como sucedió, o al menos así es como lo contaba el bueno de Teddy con su voz rasposa y ligeras variantes cada vez que alguien le pagaba un trago: cómo, habiendo decidido partir tras los pasos de su co-compañero, ¡hic!, hacia la cilifi…, ciliciz…, ¡cuernos!, hacia el primer lugar habitado, salió en busca de la perra, se internó por los vericuetos de Crescent Hills, las colinas de la Media Luna, y fue una veta de plata con lo que se topó. Holy bones!, exclamó Teddy, santiguándose como buen católico del condado de Cork. Aovillada sobre una roca, Bones levantó una oreja y sacudió perezosamente el rabo; pero al ver que no la llamaban de nuevo, acomodó la cabeza y, relamiéndose, volvió a adormilarse.

A partir de ese momento, y sobre todo desde que el descubrimiento saltó a la prensa, la población de Sweetwater se disparó como un tonto limpiando un revólver. En 1903 eran ya quinientas almas y dos años después casi cinco mil, cinco mil tipos barbudos con las manos callosas y los sombreros sucios de sudor, que dormían en tiendas de campaña y se desperdigaban al rayar el alba por los cerros del contorno, cantando el heigh-ho!, heigh-ho! de los siete enanitos. Y mientras ellos picaban y cavaban, cavaban y se ajustaban los tirantes, o se detenían un momento para escupir por el colmillo y encenderse una pipa, el acre de tierra que rodeaba la cabaña bullía de actividad. Al ritmo con el que se extraía la plata, las tiendas de campaña eran sustituidas por bancos y caballerizas, herrerías y salones de bailarinas francesas (de Kentucky) y pianos de manivela, almacenes de vituallas o herramientas y prostíbulos de toda laya (o ladillas: el Drunken Crabs, sin ir más lejos), billares y barberías, y, finalmente, una iglesia y el cementerio. El crecimiento era anárquico, un día hacia el este y otro hacia el sur, dependiendo de por dónde soplara el viento, aunque siempre con dos directrices claras: tenía que seguir la orilla del río, el Santa Clarita, una brizna de agua afluente del Pecos, y la dirección de los caminos que llevaban hacia las minas. El teléfono y el tendido eléctrico no se hicieron esperar, y tras ellos llegaron las columnas del Clarion, el primer periódico en cincuenta millas a la redonda. La avenida Holy Bones tenía aceras de hormigón y grandes escaparates con las novedades de Dallas, y pronto abrieron sus puertas, tras la oficina de correos, el banco de los hermanos McGreedy, a los que las lenguas más afiladas se apresuraron a tildar de cuatreros, y el hotel y casa de baños Turkish Delights, gobernado con mano de hierro y fusta de cuero por Madam Réginie. Los tiroteos, los asaltos a las diligencias y las peleas en los bares y los reñideros de gallos se convirtieron en el pan nuestro de cada día. Cuando en 1908 hizo su aparición el caballo de hierro de las praderas, la población rebasaba ampliamente los diez mil habitantes; y eso sin contar la colonia china instalada al otro lado del río, que había abierto sus propios negocios, lavanderías y fumaderos de opio. Llegó a haber incluso una pagoda budista, de la que queda constancia por las postales de la época, y que se consumió hasta los cimientos durante el gran incendio del 34.

Fue una época de prosperidad que no volvería a repetirse, una larga noche de fiesta durante la cual nadie pensó en el mañana. La plata fluía como el agua de los cangilones, la riqueza de las vetas parecía inagotable. Soportó el pánico financiero de 1907 sin despeinarse, lo mismo que la Gran Guerra europea. Impulsó el esplendor de la ciudad como el vapor insufla vida en las válvulas de una locomotora. Lo hizo durante años, hasta que la crisis del 29 cerró el grifo del capital y evidenció la fatiga de buena parte de las excavaciones. El trabajo dejó de ser rentable, las empresas se declararon en quiebra para no incurrir en pérdidas y sus propietarios, junto con los políticos de la ciudad, hicieron mutis por el foro, llevándose las últimas mesadas en las alforjas. Con razón dice el proverbio oriental que las ratas son las primeras en abandonar el barco. Al resto de la gente, apegada a la tierra y a sus recuerdos, le costó más reaccionar; pero al ver que la situación languidecía empezaron a marcharse; primero los jóvenes y los mineros en paro, más tarde todos los demás.

Sweetwater entró en un marasmo del que no iba a recuperarse.

El autobús pasa frente a un edificio con fachada de azulejos art decó, el Pompeii Theater, que, a falta de alguna que otra letra, todavía conserva el título de la última película que se proyectó: Dejad paso al mañana, un drama del 37 de Leo McCarey. Hoy la marquesina está apuntalada y las ventanas claveteadas con tablas, pero el interior, con cabida para cerca de dos mil localidades, fue en su momento uno de los paradigmas del lujo del Sudoeste, con la escalinata y la balaustrada de mármol de Alaska y mosaicos de porcelana en el proscenio y el hall. Cuenta la prensa de la época que, el día de su inauguración, un dirigible sobrevoló Sweetwater con unos invitados de campanillas: el campeón de los pesados Jack Dempsey, la vampiresa del cine mudo Theda Bara, Harry Houdini, que escapó de una caja fuerte para la ocasión, y Harold Lloyd, que irrumpió en la sala disfrazado, cómo no, de minero. Un relámpago parpadea en el horizonte. Ahora todo lo que queda son los ratones que anidan en los agujeros de las butacas y los murciélagos colgados del techo. En el cielo, nubes altas como elevadores de grano, compactas y grises, avanzan lentamente acumulando electricidad. El brillo del sol se atenúa. Las ventanas sin marcos ni cristales se llenan de sombras; las puertas, con voz cavernosa, claman por su infelicidad.

Sonny mira por la ventanilla y ve un zorro sentado en la acera, mordisqueándose una pata. Todo a su alrededor tiene la extraña inconsistencia del sueño. La ciudad de los caníbales, la detención y el juicio, son una pesadilla en la que corre sin avanzar, un laberinto de espejos que le devuelve una y otra vez a la casilla de inicio. La pantomima del picapleitos que le tocó en suerte, que confundió su defensa con la de un libanés que violaba y asesinaba a mujeres mayores en el South Bronx. Siente un cosquilleo en el hombro, un pinchazo. Lo han esposado a una barra a la altura de las rodillas que le obliga a ir encorvado, con la espalda en una posición forzada. Intenta acomodarse, pero cuanto más tira, más le roza el metal en las muñecas.

—¿Todo bien, chico? —Sonny se sobresalta. Plantado junto al asiento, Benson le mira con el ceño fruncido. A pesar de su tamaño, no lo ha oído llegar—. ¿Algún problema con las esposas?

Las manos del guardia se confunden con el fusil, que parece la continuación natural de sus brazos.

—N-no… Ninguno —responde, intimidado.

—Eso me parecía a mí —dice Benson, y se va por donde ha venido.

«You are now leaving Sweetwater —pone en un cartel, a la salida del pueblo—. Population 0. Nothing endures but changes». El autobús frena antes de cruzar el Santa Clarita, reducido a un rosario de charcos, y traquetea al pisar el puente de arcos metálicos, cuyo piso de madera no parece muy consistente. La carretera es una línea continua de asfalto resquebrajado. En los arcenes, hierbas marchitas. Benson se ha sentado al fondo con las piernas estiradas y mira hacia el techo. En el otro extremo, Chester se acomoda en el asiento, cambia de velocidad y bosteza sonoramente. Desde que han tomado el desvío hacia Crescent Hills no se han cruzado con nadie.

La prisión tiene el aspecto de un fuerte antiguo en mitad de la nada. Alambradas de espino, muros erizados de púas. La verja de entrada se abre con un zumbido eléctrico. Pasan a la sombra de las torres de vigilancia. A Sonny le da por pensar en las esfinges de La historia sin fin, que convierten en polvo a todo aquel que se atreve a cruzar por debajo. Los pelos se le ponen de punta.

Esperando en el patio trasero hay dos policías jóvenes, ambos con el pelo rapado; uno lleva un portafolios con las fichas de los nuevos reclusos y el otro sujeta las correas de los perros. Son Stu y Dru que, aunque suelen pasar por gemelos, en realidad son cuñados.

—No voy a repetirlo. Bajamos despacio del autobús y caminamos en fila de a uno hasta la línea del suelo. La tenéis ahí, delante mismo de vuestras narices. Os paráis dejando un paso de distancia con vuestro compañero. ¿Sabéis cuánto es un paso, celebritos? Y me decís el apellido. Alto y sin acentos raros, ¿estamos?

—Solo el apellido —recalca Dru, que tira de la correa (quieta, Molly. Tranquila) de uno de los pastores alemanes—. Por si tenéis alguna duda, no queremos conocer vuestras vidas. Nos interesan tanto como un partido de los Redskins.

—Quitando el resultado.

—Que pierdan.

—Eso.

—Una paliza.

—Cruzo los dedos.

—Y de las gordas.

—Como la que tenía tu madre, ¡ja, ja, ja!

Mientras los presos son identificados y los perros olfatean los bajos del autobús, sale por la puerta de las oficinas un guardia con gafas de sol y cara de esparto.

—Bienvenidos a El Secadero —saluda el sargento Strickland—. Vamos adentro.

—Cummings…, Zambrano…, Smallhorn…, LaVey…, Abbott. ¿Y Costello?, ¿dónde te has dejado a Costello, amigo?, ¡ja, ja, ja! Por Dios, I love this game. Honeychurch…, Sixkiller…, Tanega…, Mongul…, y tú debes de ser Sánchez, ¿verdad? Róbinson Sánchez. Completos. Que empiece el baile.

»Dentro del recuadro, vamos. Desnudaos, full monty. Dejad la ropa en la cesta, cada uno en la suya. He dicho toda, ¿es que no hablo claro, chino? Los calzoncillos también son ropa. ¿Tenéis cera en las orejas o qué? Solo quiero ver las chancletas. El resto como Michael Jackson, al agujero. Venga, rapidito…, que no tenemos todo el día. Mi tía con el andador va más rápido que vosotros, panda de tortugas. Las manos en la nuca. Cara a la, ¡a la pared! ¿Pero se puede saber qué? Oye, Stu, ¿has visto? Los más tontos en lo que va de temporada. Separad las piernas…, más. Media vuelta. Abrid la boca y enseñadme los dientes…, encías. —Los guardias les inspeccionan el interior de la boca con una linterna médica—. Arriba la lengua…, abajo. Cerrad. En cuclillas, vamos. Agachaos. Separad las nalgas y tosed. —Llevan guantes desechables, pero no tocan a los presos en ningún momento. Se mantienen a un paso de distancia. Son los propios reclusos quienes van haciendo lo que les mandan. Les miran las ingles, las axilas, entre los dedos de los pies, por si intentan colar pastillas, cuchillas, cualquier tipo de contrabando—. El culo más abierto. Tosed. —Les ordenan que tosan o se agachen para demostrar que no esconden ningún arma afilada en el recto. El que no obedece es conducido a empujones a la sala de rayos—. Tose…, que tosas. ¿Es que no entiendes mi idioma, viejo? Más fuerte. Imagina que tienes cáncer de pulmón. ¡Tose!

—Antes de que os llevemos a vuestras celdas tenéis que rellenar este impreso, la hoja amarilla que está repartiendo mi compañero. Es el formulario de disposición del cuerpo…, físicamente hablando. Es importante. Poned el nombre, la dirección y el teléfono de la persona que deberá hacerse cargo de vuestros restos en caso de que muráis en prisión. Con mayúscula y sin tachaduras. Los bolígrafos están catalogados como armas punzantes. No intentéis engañarme; sé los que hay, el número exacto. Aquí cada uno es responsable del material que se le facilita durante el tiempo en el que lo está usando. Como falte un bolígrafo, uno solo, lo primero que vais a conocer de El Secadero serán las celdas de castigo. —Strickland se ajusta el pasador de la gorra y vuelve a ponérsela. No es alto, pero sí ancho de pecho, con el pellejo más rojo que blanco y el cuello de un toro de rodeo. Tiene el pelo rubio, algo encanecido por las sienes, cortado a cepillo, con el bigote en forma de herradura. La mirada es gris, opaca, y ningún preso se la mantiene—. Mientras termináis con eso, vamos con mi parte preferida: reglas. Abrid bien las orejas porque no voy a repetirlo. Está prohibido fumar en todo el recinto de la prisión, excepto en el patio exterior. Está prohibida la tenencia de armas, drogas, el consumo o el tráfico. Como os pille con un gramo de marihuana o speed, con hachís, anfetas o ácido, por no hablar de una pastilla de Xanax o Tranxene sin su correspondiente prescripción médica, os va a caer un expediente disciplinario y treinta días de castigo. Os voy a estrujar como una bayeta mojada —continúa, haciendo crujir los nudillos— hasta que se os vayan las ganas de colgaros o pasar mierda. Está prohibido formar una banda, formar parte de una banda o guardar material relacionado con bandas. Libros, dibujos, tatuajes…, sabemos los que lleváis, los hemos registrado, así que no añadáis ninguno al repertorio. Los recuentos son arbitrarios, se harán cuando a mí me salga de… —Le traen un café de máquina—. Gracias, Dru. Las revistas incluyen vuestra celda, vuestras pertenencias y, si es necesario, una inspección corporal completa. Tenéis derecho a una visita conyugal cada dos meses. Una, esto no es un motel de carretera. Para que se os conceda, la solicitaréis con dos semanas de antelación por el conducto reglamentario. Si se os pasa, a sacarle brillo a la cañería. Fuera de los encuentros familiares, en esta prisión está prohibido, y digo ri-gu-ro-sa-men-te-pro-hi-bi-do, joder o que te jodan. No intentéis joderme. Como jodáis a alguien o dejéis que os jodan, peor aún, como yo me entere de que estáis jodiendo a alguien, el que os va a joder seré yo…, pero a base de bien. Y luego no me vengáis con los derechos humanos. No me gustan los bocazas. Aquí los derechos y las obligaciones son los que recoge el reglamento. Punto. Fuera de eso no hay nada, ¿entendido? —Bebe un sorbo de café antes de continuar—. Está prohibido robar, extorsionar a otro interno a cambio de protección o agredir a un interno o a un guardia, sobre todo a un guardia, ya sea verbal o físicamente. Podéis tumbaros en el catre y fantasear con la fuga de Alcatraz. Allá vosotros, pero os va a servir de poco. De aquí no sale nadie hasta que nosotros queramos que salga. Haceos a la idea de dónde estáis y del tiempo que nos vamos a hacer compañía. Adaptaos a las rutinas y tened siempre presentes las normas. Muchos podréis conseguir la condicional en unos años; no la fastidiéis, es mi consejo. Podéis jugar a las damas o a las cartas, pero no apostar. Podéis asistir a clases y obtener el certificado, e incluso trabajar por un sueldo digno en el servicio de lavandería o el taller de costura. Tenéis que apuntaros. Hay también un club de boxeo. Ah, y la biblioteca. —El guardia apura el café y deja el vasito en la esquina de una mesa. Saca una lata Grizzly del bolsillo, una lata redonda. Smokeless tobacco, pone en la tapa: tabaco de mascar. Coge una pizca y se la mete entre el labio inferior y la encía—. Ya nos iremos conociendo, vamos a pasar un buen rato juntos, desde luego unos cuantos años; pero que os queden claras un par de cosas. Desde ya. Yo soy el sargento Strickland, así me llamaréis. Me responderéis diciendo señor cada vez que me dirija a vosotros y lo haréis cagando leches. Ca-gan-do-le-ches, ¿me explico? Vosotros diréis: cagando leches no es una medida estándar, señor. ¡Me importa un huevo! Cagando leches es cagando leches, ¿está claro?

»No le deis mucho al tarro. No estáis en La Rueda de la Fortuna ni os hemos traído para resolver crucigramas. Lo único que se os exige es obediencia. Esto no es una democracia, es la dictadura del proletariado y aquí yo soy el camarada Stalin. Si os digo quietos, os quedaréis quietos. ¿Cómo de quietos…?

—¿… señor? —apostrofa uno de los presos.

—Muy bien, recluso. Para ti la galletita. ¿Cómo de quietos, señor?, os preguntaréis. Sin respirar. Sin pestañear hasta que yo os dé permiso. Quietos como Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Clavaréis los ojos como un perro cagando en la acera. —Strickland coge el vasito de plástico del café y escupe el tabaco dentro. Se limpia la comisura con el dorso de la mano y observa a los presos—. ¿Preguntas?

Nadie despega los labios. La mayoría evita incluso mirarle. El sargento aplasta el vaso y lo tira a la papelera.

—Así me gusta. Una última cosa: no tengo cosquillas, no me las busquéis. Os lo advierto desde ya. No soy uno de esos capullos ultraviolentos de las series de media noche, o no lo soy la mayor parte del tiempo. Hago mi trabajo como manda el reglamento. Me gustan el respeto, la disciplina, la-pul-cri-tud. Podéis hablar conmigo si lo creéis necesario, sobre todo si tiene que ver con el buen funcionamiento de la prisión. Seré justo con vosotros, pero no os confundáis. No abuséis de mi paciencia, porque no soy vuestro amigo. Ni la tía May. Recordadlo.

»En pie. Stu, Dru. Seguid a los agentes.

—————————————

Autor: Domingo Alberto Martínez. Título: Pink Cadillac Man. Editorial: West Indies.  

4/5 (8 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios