Las intenciones de Josep Pla, que viaja a la Unión Soviética en los primeros años de éxtasis de la revolución, quedan de manifiesto en esta proclama, que destila la ingenuidad propia de un veinteañero: “Mi misión, al venir a este país, no es opinar. Sería ridículo que lo hiciera y desproporcionado para mis fuerzas. Mi misión es contar”.
Esta declaración pone de manifiesto la abismal diferencia entre el testimonio de Pla y el de muchos de sus colegas contemporáneos, que también viajaron a Rusia para ver con sus propios ojos el paraíso de la tierra. Ernesto Giménez Caballero definió con sorna aquellas expediciones como “romerías a Rusia”. Entre los viajeros figuran nombres tan notables como Ramón J. Sender, Manuel Chaves Nogales, César Vallejo y Miguel Hernández. La diferencia se hace patente en la misma motivación del viaje. A diferencia de la mayoría de sus colegas, Pla no acude a la Unión Soviética como invitado. Pla va a escribir para el diario La Publicitat, órgano del catalanismo intelectual, con la ayuda de la peña del Ateneo barcelonés. Algún día, por cierto, habría que estudiar a fondo el papel decisivo de las peñas en nuestra cultura. El encargo es muy concreto, tal y como lo describiría el autor en su introducción de 1967, titulada Historia de este libro: [Se trata de] “artículos periodísticos, declaradamente informativos, sin engagement apriorístico, y que estén redactados con el criterio que los ingleses quieren dar a entender cuando pronuncian la frase wait and see.”
La independencia económica
La garantía de imparcialidad se basaba, además, en la independencia económica, ya que el diario buscaba, de paso, hacer negocio con el proyecto, dado el interés acuciante de los lectores. No en vano Rusia —explica Pla— «es objeto de una de las polémicas más agrias y persistentes de la historia”. Así que los miembros de la peña abrieron una suscripción pública para sufragar el viaje. Ya se ve que el periodismo hace muchos años que busca fórmulas originales de financiación.
Pla, pese a su juventud (28 años), ya era todo un reputado corresponsal en París. No obstante, recordaría más tarde que cuando, en 1925, por fin había conseguido sobrepasar toda la burocracia para el viaje, sentía la ilusión de un niño. “Me pareció que todo aquello era un sueño: el sueño de un hombre pasivo y vagamente despierto”.
Sobre su forma de entender la profesión, Josep Pla deja caer algunas anécdotas en Viaje a Rusia, que clarificadoramente subtitula Noticias de las URSS: Una investigación periodística. Llama especialmente la atención el relato de un suceso en el teatro, cuando Andreu Nin, su amigo catalán y guía en Moscú, le hace ver que cerca de ellos se encuentra uno los hombres que mataron al zar y a toda su familia. Pla no le da mucha importancia y Nin, extrañado, insiste en que le entreviste apelando a su condición de periodista.
“¿Periodista? Aficionado a duras penas”, se define Pla a sí mismo.
En otra ocasión, el viajero hace ver cómo un funcionario soviético al que se acaba de entrevistar le suelta una frase que todo el mundo repite allí:
“¡Sobre todo, diga la verdad! “
“Yo le he respondido —explica con esa modestia socarrona tan suya— que a mí me es más fácil decir la verdad que la mentira, porque soy un hombre de poca imaginación y que, si a veces no digo la verdad, es porque mi entendimiento no da para más”.
Ningún rico, todos pobres
Lo que primero sorprende a Pla, tras su llegada a Rusia, es la diferencia entre el paisanaje urbano de Moscú y el de otras grandes ciudades europeas.
“No he visto todavía a nadie vestido de rico —escribe—. Es la constatación que podéis tener en Rusia a cada paso. No he visto todavía a una persona de la que se pudiera deducir, por los signos externos, si era rica o pobre. He visto, ciertamente, muchos ex ricos, vestidos con los restos de la pompa anterior”.
Y es que Pla parece obsesionando con esa visión. Le llama la atención, también, “la gran cantidad de pobres y lisiados que piden limosna. En este punto, entre Moscú y las ciudades de España no hay diferencia alguna”.
Con una definición que bien valdría para la disputa política actual, el escritor hace ver cómo “el Estado se preocupa esencialmente de que nadie se haga rico”. Y él detecta de inmediato los efectos de esa politica, porque “en Rusia todo el mundo es igualmente pobre”.
Nadie piense que la visión de Pla de la Unión Soviética es destructiva, ni siquiera negativa. Hay muchos logros que alaba y muchos líderes por los que muestra admiración, como en el caso de Lenin.
“Es digno de respeto —asegura— por su vida ejemplar y la grandeza de sus altas ambiciones (…). El trabajo que Lenin realizaba solo, todos los días, desde la Revolución de Octubre hasta que tuvo que ser llevado al sanatorio, hoy está en manos de doce o trece hombres, y todavía el número es insuficiente. Sirva esto para demostrar el vacío que ha dejado este hombre”.
Andreu Nin, “un espíritu monográfico”
Al terminar el Viaje a Rusia, el lector se encuentra con la grata sorpresa de un nuevo libro, el homenot (así llama Pla a su serie de perfiles) dedicado a Andreu Nin (1892-1938). En el prólogo de 1967, Pla decidió que sería un buen complemento a su relato de la experiencia vivida en sus tres meses en la URSS. Esta semblanza, escrita cuarenta y dos años después de El viaje, permite comprobar cómo ha evolucionado la idea de Pla —y probablemente de gran parte del mundo— sobre el comunismo, pasando de una visión idílica y esperanzadora a otra deprimente y aterradora.
La importancia de Nin en la historia queda de manifiesto en una cita de Albert Camus recogida por Marta Rebón en su indispensable prólogo a esta nueva edición de Destino: “El asesinato de Andreu Nin marca un viraje en la tragedia del siglo XX. Un siglo que fue, cabe recordarlo, el de la revolución traicionada”. Si la trascendencia histórica de Nin es destacable, también lo es la cultural, como gran traductor al catalán de los clásicos rusos: de Dostoievski a Tolstói pasando por Chéjov.
Pla admira a Nin y agradece que fuera un gran anfitrión cuando le hizo de guía en su viaje a Moscú, pero eso no le impide utilizar la familiaridad entre ambos para ponerle a caldo con esa mordacidad payesa tan suya. Por ejemplo, afirma que “cuando hablaba de la sociedad futura era un poco pesado”. Y luego remata con una sentencia definitiva: “Como buen fanático, era un espíritu monográfico”. Es más, le tacha de “resentido por llamarse Nin Pérez, por ser hijo de un zapatero del Vendrell, por ser pobre, por no disponer de buena mesa y de buenas señoras”. Pla no oculta su admiración por el primer Nin, el hombre de la cultura, el traductor que tanto hizo por su amada lengua, pero ya no le reconoce cuando se lanza a la lucha política:
“Se convirtió en un agitador frío, glacial, egoísta, ambicioso, vindicativo, en una impresionante fuerza de la naturaleza (…). Fue un hombre de acción derivado de los libros —derivado de los libros mal leídos y mal interpretados, como suele ser tan corriente en este país—”.
El escritor recuerda la convivencia de ambos en la Unión Soviética en 1925, convertido ya Nin en un líder de la revolución, con dacha y coche con chófer.
“Daba miedo (…). Era el masoquista, el humillado, el ofendido, que había triunfado, pero que llevaba dentro toda la gangrena de la humillación”.
Pla, como buen periodista, no opina de oídas, y así declara que “sólo cuando se ha estado en contacto con la pasión de los comunistas se puede tener una idea del comunismo”.
La quema del libro
Nada más esclarecedor de su punto de vista que el relato de uno de sus desencuentros con Nin, en el que queda de manifiesto el espíritu del personaje y del comunista puro. Durante un fin de semana en la dacha, donde han comido arroz a la catalana y bebido vino, ambos mantienen una larguísima polémica sobre las ideas del socialista utópico Alexander Herzen (1812-1870). Pla defiende a Herzen —incluso lleva un libro suyo— y su idea de que “la felicidad de cada generación es su generación misma”, y recrimina a Nin y a los soviéticos que “para asegurar la libertad de mañana, abolís la libertad de hoy”.
La discusión se va haciendo cada vez más agria, aunque siempre dentro de los márgenes del seny. Nin se extraña de que en la frontera no hayan retirado al escritor semejante alegato antirrevolucionario y pide a Pla que le regale el libro. El escritor, entusiasmado, pues cree que ha abierto una grieta en la roca que es el dirigente comunista y cree que lo va a leer con atención, le entrega el presente. Nin coge el ejemplar y, parsimoniosamente se dirige a una esquina de la habitación, lo introduce en la estufa, coloca la tapa y se queda ensimismado mirando cómo arden las páginas.
La perplejidad del viajero
El escritor es exhaustivo en su análisis de los frutos de la revolución. A veces hasta el agotamiento, con cifras (“el periodismo es una cosa demasiado poco complicada para resistir la elocuencia de los números”) y otras con interminables explicaciones de siglas y organigramas políticos.
La fábrica, el campo, la educación, el partido, los órganos de poder, los sindicatos, el sistema penitenciario, el pedigrí de las familias de terroristas, la disciplina, el Ejército Rojo… No hay aspecto de la vida del nuevo paraíso soviético que escape a su aguzado comentario. Es tan voraz su curiosidad que confiesa: “Me gustaría llegar a viejo para ver el desenlace de todas estas cosas tan curiosas”.
- La Universidad: Explica cómo se utiliza la universidad para formar agitadores chinos, rumanos, alemanes… que enciendan en sus países la llama del comunismo en sus lugares de origen. La califica de “universidad para las élites”, diseñada para formar “comunistas cualificados”. Y llama la atención sobre un fenómeno de actualidad hoy: “Quizá se nota la tendencia a otorgar a la enseñanza universitaria un carácter esencialmente práctico, acercando las universidades a las industrias”.
- La burocracia. “La riqueza y la felicidad del pueblo dependen del humor de los funcionarios del Estado, organizados en casta. Entre el Estado y el pueblo hay un elemento aislador irresponsable y siniestro, que es la burocracia”.
- La prensa. “Todos los diarios son del Estado (…). El Estado exige de sus periodistas un trabajo de imaginación y de explicación de las cosas que ya querríamos para nosotros (…). La táctica periodística que se sigue es: diversidad aparente y uniformidad efectiva”.
- El puritanismo. Al autor le llama la atención el “puritanismo” soviético en asuntos como el alcohol y detalla la agria polémica al respecto entre “puritanos moderados” y “puritanos desenfrenados”. En el capítulo de los espectáculos, hace constar que el fox trot está prohibido por “inmoral”.
- Los castigos. Pla se fija en que hay un club de “forzados” en Moscú, donde comparten experiencias antiguos condenados que han conseguido redimirse de su anticomunismo en campos de trabajo. Habla de la Checa, del terror y de las matanzas. Se queda especialmente horrorizado por el récord del líder comunista húngaro Béla Kun que, en Crimea durante la guerra civil rusa, mató en menos de una hora a 12.000 prisioneros. En cambio, admira el sistema de penitencias, centrado en el objetivo de que “la vida que lleva el preso en el reclusorio tenga más ventajas y comodidades que su vida anterior”.
- La justicia: “Sobre un total de 1.643 jueces, 978 están inscritos en el Partido Comunista”.
- El lenguaje. “Me quedé parado el primer día que oí dar el tratamiento de “compañero” a uno de los embajadores más considerables de Rusia en Occidente. La revolución filológica que en este punto se ha producido os indicará el vuelco, la inversión completa de valores, que ha tenido lugar en Rusia”.
- La monarquía. “A Leningrado el comunismo le viene grande. He visitado la antigua residencia del zar. Es un palacio que, viniendo de la Rusia verdadera, o sea la Rusia miserable, resulta de un lujo repugnante, grandioso y lleno de soberbia (…). He dicho muchas veces que la institución monárquica se apoya en la magia y el deslumbramiento”.
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Autor: Josep Pla. Título: Viaje a Rusia. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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