Desde mis años universitarios, siento por los eruditos una mezcla de admiración y envidia. Y también —hay que decirlo— una suerte de pena. La admiración y la envida parten de la presunción de que se trata de gente devota de su trabajo, incluso satisfecha en su anonimato intelectual, para la que las modas y la celebridad acaso no representan nada. Por otro lado, está la pena, como digo, justificada por el hecho de que por muy apreciable que sea su labor es dudoso que reclame la atención del público. Del gran público, me refiero. ¿A quién podría interesarle la etimología de una palabra del Lazarillo, las referencias caballerescas del Quijote, o el trasfondo social de La Celestina? A pocos lectores, me temo, excluidos, como es imaginable, los del gremio, es decir, profesores universitarios o filólogos especializados. No obstante, en este desacuerdo al que aludo, en mí han pesado siempre más la admiración y la envidia que la pena. Hasta tal punto que, en una edad de candidez juvenil, abracé la idea de convertirme en un buhonero de ediciones príncipes, en un visitante madrugador de bibliotecas. No creo ser un caso único. Supongo que no son pocos los chiflados librescos que habrán fantaseado alguna vez con el sueño de convertirse en una autoridad mundial sobre las cantigas de ciego o la poesía goliarda, por ejemplo.
Por lo que sabemos de Ricardo Álamo, filósofo de formación y autor de libros que van de la poesía al relato corto, pasando por el dietario, nunca hasta ahora se había dedicado a la tarea de reunir datos y casos como ha hecho en Plagiarios & Cia: Un diccionario, con la dedicación, la paciencia, y el acierto, me apresuro a añadir, de los grandes maestros de la erudición. Sin duda es lo primero que llama la atención de este voluminoso trabajo —más de quinientas páginas, a las que hay que sumar las correspondientes a la bibliografía secundaria y al siempre impagable índice onomástico—: el esfuerzo y la constancia de un autor que no sólo ha sabido dónde y cómo buscar, sino que lo ha hecho con una generosidad impropia de estos tiempos regidos por la brevedad y la prisa. Lejos de ese signo de modernidad, que reduce más tentativas culturales de lo deseable al cabildeo oportunista o al prescindible prontuario, Álamo ha conseguido elevar la tradición relativa al plagio y sus contornos a un lugar al que, sin ser definitivo —imposible que pudiera serlo, aparte de que, como bien nos aclara Álamo, no ha sido esta su intención—, será inevitable acudir para futuros abordajes del asunto. Aclara la portada del libro que este volumen se presenta como un diccionario. Y es verdad, aunque no toda la verdad. Ya que, si bien es cierto que Álamo, para facilitar quizá su lectura, ha ido ordenando los artículos de su investigación siguiendo el orden alfabético, también lo es que el resultado final está más cerca de la diversidad enciclopédica de Voltaire o Diderot que de otra cosa. En él podemos encontrar nociones jurídicas, episodios sorprendentes, nombres propios que se vieron salpicados por la polémica, malentendidos entre originales y epígonos, fronteras no siempre delictivas entre la copia y el homenaje, etc. En definitiva, un universo variopinto, que se puede leer tanto como un tratado doctoral que como un ameno ensayo cuyo objetivo no es ni sentar cátedra ni condenar a los protagonistas, sino, fundamentalmente, entretener según las leyes de la comedia, como apunta Trapiello en su espléndido prólogo.
Importa tener este último aspecto en cuenta, porque, tratándose de un tomo que inevitablemente se presta a la denuncia y al linchamiento público, lo fácil habría sido erigirse en voz de una conciencia afectada e inquisidora. Nada por el estilo circula por Plagiarios. A este respecto, hay que agradecerle al autor que no haya pretendido en ningún momento hacer sangre ni afearle a nadie pecados del que pocos, por no decir nadie, se libran en el mundo literario. No se espere, por tanto, a lo largo de las jugosas y bien documentadas páginas de este libro ajustes de cuenta, ironías malsanas ni señalamientos revanchistas. De la misma manera que, por otro lado, es de justicia celebrar otro de los aciertos fundamentales del libro: la ascendencia de las historias y los personajes sobre las siempre pesadas y aburridas disquisiciones epistemológicas, y no digamos deontológicas. El propio autor, en un gesto de modestia que le honra, admite que, dada la imposibilidad de que un tema tan extenso y complejo como el que aborda, cuyas aristas temporales y estéticas son inacabables, el propósito de su investigación se ha centrado más en la “anécdota y el matiz” que en el “análisis o el excurso teórico”.
La decisión, a mi modo de ver, es determinante y es felicísima. En primer lugar, porque no creo que el plagio y sus fechorías inherentes soporten quinientas páginas de elucubraciones teóricas o conceptuales, y aunque las soportara, no sabría decir uno a quién podría seducir. Desde luego no al lector curioso que busca sobre todo información. Y en segundo, porque convierte el libro en una divertida fuente de entretenimiento y aprendizaje. El resultado, pese a lo que pueda parecer, está en las antípodas de un batiburrillo sin criterio. Muy al contrario, Álamo ha hecho una labor ímproba y ajustadísima de selección, racionalización y estructuración para darle a esta monumental exposición de plagios un sentido literario impagable, que es a la postre lo que debería animarnos a su lectura. Dicho lo cual, no se atrevería uno a vaticinar el recorrido que tendrá esta obra benemérita en el confuso y urgente mundillo editorial, donde las novedades y la precipitación vienen marcando desdichadamente la suerte de decenas de buenos libros como el que nos ha regalado Álamo. Sin embargo, sea cual sea su destino, lo que nadie podrá discutir es que el autor debería ser recordado por un trabajo llamado a ser, por méritos propios, referencial en su género.
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Autor: Ricardo Álamo. Título: Plagiarios & Cía. Editorial: Renacimiento. Prólogo: Andrés Trapiello. Venta: Todostuslibros
Muy interesante, el libro y el artículo.