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Planeta Lasvi, de Ana Merino

Planeta Lasvi, de Ana Merino

Nela y sus abuelos son los únicos humanos del pequeño planeta Lasvi. El único amigo de protagonista de esta novela juvenil es LITO/52, un robot construido con chatarra. Pero toda esta soledad terminará cuando los últimos descendientes de los terrícolas lleguen en una nave y relaten la historia de la destrucción de la Tierra. Un relato con mensaje ecologista y, también, entretenimiento asegurado.

En Zenda reproducimos el arranque de Planeta Lasvi, de Ana Merino (Siruela).

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1

El Lago de Sed

Sus abuelos Jero y Lola le contaron que cuando ella nació cayó un meteorito de hielo sobre el desierto de Sed. Por eso, ahora, allí había un lago gigantes­co rodeado de musgo denso y verdoso donde convivían animales e insectos.

—Ese musgo energético no existe en ninguna otra par­te del planeta —aseveraba su abuelo Jero con solemni­dad—; ese extraño musgo lleva tu fecha de nacimiento. Tenemos otros tipos de musgo en las zonas de las lagu­nas montañosas, pero surge por el agua fría del deshielo, y no tiene nada que ver con el que apareció en el desierto tras la caída del meteorito.

Nela escuchaba atentamente a su abuelo, y contempla­ba aquel lago con mucha curiosidad. Su verdor fluores­cente contrastaba con la silueta en movimiento de cien­tos de pájaros que lo sobrevolaban durante todo el día, emitiendo ruidosos graznidos. En el centro del lago so­bresalía una parte del meteorito. Se había convertido en una especie de islote donde se posaban algunas naves de vapor energético a repostar agua.

A Nela no la dejaban aproximarse al lago.

—Ese musgo es peligroso, en él viven bichos veneno­sos y no debes acercarte —le decía su abuela Lola.

Nela soñaba con poder explorar aquel lugar algún día. Todavía era demasiado pequeña, y sus impulsos aven­tureros tenían que conformarse con viajes imaginarios. Inventar situaciones trepidantes y contemplarlo desde la distancia de su ventana. Se entretenía mirando a los pája­ros volar en picado y lanzarse contra el suelo para luego remontar hacia arriba dando varias piruetas. Observaba las naves ovaladas bajar desde el cielo zigzagueando, po­sarse en la superficie del islote, y sacar tubos inmensos como trompas de elefantes. Aquellos tubos aspiraban el agua lentamente y emitían un sonido intermitente y agudo. Nela sentía algo de decepción porque ninguna de esas naves paraba en los hangares de carga de las llanu­ras. Simplemente estaban de paso rellenando sus depósi­tos de agua sobre el lago.

—Es agua energética —solía decir su abuelo Jero.

El hielo del meteorito había sido parte de una peque­ña estrella fugaz de intensidad máxima, que no pudo so­portar la energía de su interior y explotó en mil pedazos. Tal vez existían muchos lagos energéticos como este en otros planetas, pero Nela nunca los había visto. En su planeta tenían el lago energético de Sed, que antes había sido un desierto de arena suave y brillante. El mundo de Nela era la casa de sus abuelos sobre la colina y, a lo lejos, ese valle que fue un desierto y ahora era un lago rodeado de musgo. Kilómetros de musgo verdoso bri­llante y muchos pájaros que lo sobrevolaban evitando la zona con agua del lago, porque desprendía un pegajoso vapor amarillento que a veces olía fatal.

—Esa agua tiene demasiada energía, desprende mu­cho calor y el vapor apestoso molesta a las aves. Por eso tratan de rodearlo —le contaba su abuela—. Nada vive en el agua; con los insectos del musgo, los pájaros tienen más que suficiente.

—¿Allí no hay peces? —preguntaba Nela.

—Ni peces ni algas. La radiación que todavía queda del meteorito hace que el agua sea inhabitable y siempre esté demasiado caliente, a punto de ebullición —respon­día su abuela Lola.

—El musgo también es muy raro y brilla mucho, pero nunca huele mal —añadía Nela.

—Tu abuelo dice que las semillas de este tipo de plan­ta estaban dentro del hielo, y que al derretirse en la arena del desierto germinaron aquí.

—Los bichos que viven en el musgo ¿de dónde vinie­ron? —preguntaba Nela.

—Esos bichos estaban adormilados debajo de la tie­rra. Con el impacto del meteorito y el hielo denso mu­chas cosas cambiaron. Esa energía hizo grandes transfor­maciones en poquísimo tiempo. Fue cuestión de meses —decía su abuela Lola.

—Un espectáculo increíble, algo sorprendente. Tú eras casi una recién nacida, y tus padres todavía vivían con nosotros —le gustaba repetir al abuelo Jero con una son­risa nostálgica.

Entonces Nela suspiraba melancólica, y contemplaba desde la ventana de su cuarto aquel verdor fluorescente rodeado de una nube de pájaros. La vida de Nela giraba en torno a las historias del musgo brillante y el lago ma­loliente con el meteorito cerca de su casa. Le gustaba re­petir las mismas preguntas, y ver como, con los años, los abuelos añadían datos o incluso le daban más misterio a lo que sucedió cuando ella era muy pequeña.

—Todo se transforma, el tiempo todo lo cambia —re­petía su abuelo siempre que tenía ocasión y hablaba del musgo, del lago vaporoso, y de muchas cosas que habían sucedido en aquel planeta. Nela solía asentir silenciosa con la cabeza, hasta que un día ella también confirmó en voz alta las aseveraciones de su abuelo:

—Claro, abuelo, la culpa de todos los cambios la tiene el meteorito.

—Sí, Nela, el meteorito ha tenido parte de responsabi­lidad. Pero, en realidad, el tiempo es el gran culpable que desgasta las cosas. No hace falta que caiga un meteori­to de forma azarosa para que todo se modifique. La vida por sí sola es una continua transformación. Mírate en el espejo, Nela; tú misma, en unos pocos años, has crecido y has cambiado muchísimo.

—Bueno, abuelo, pero eso es lo normal, crecer, ¿no?

—Efectivamente, nadie ha logrado parar el tiempo. Nadie puede parar estas transformaciones. Tus padres lo intentaron, y ahora están extraviados en algún rincón del universo. Ese desventurado viaje les hará perderse tu infancia con todos tus cambios.

Los padres de Nela eran exploradores científicos. Se les había perdido la pista siete años atrás, en una expe­dición que trataba de descifrar el sentido del tiempo y frenar el envejecimiento. El abuelo Jero solía lamentar aquella empresa que había costado la desaparición de la nave con todo el equipo, los padres de Nela inclui­dos:

—¿Dónde se habrán metido? ¿Qué estarán hacien­do? ¿Por qué no han logrado comunicarse con nosotros?

Como no se den prisa en volver, ni tu abuela ni yo esta­remos para recibirlos.

Nela tenía la firme confianza de que sus padres, pese a los años de total incomunicación, sabrían encontrar el ca­mino de regreso. Pronto volverían para descubrir todas las transformaciones que habían sucedido en el pequeño planeta. La casa de los abuelos era ahora una granja so­litaria, en medio de un paisaje de granjas abandonadas. Hubo un tiempo, cuando ella todavía no sabía ni hablar, en que el pequeño planeta producía grandes cantidades de verduras azules y tubérculos picudos. Había enton­ces unas veinte familias que se repartían todas las fincas de las llanuras, porque ese tipo de plantaciones requería una atención meticulosa. La tecnología agrícola que se desarrolló en otros lugares, como el satélite Z, desplazó la producción del pequeño planeta; y eso que la tierra del planeta de Nela era perfecta para ese tipo de cultivos. Las familias granjeras ya no pudieron competir con las plantaciones robotizadas y de tierra sintética que logra­ban los mismos productos, aunque fuesen de muy infe­rior calidad. El abuelo no se cansaba de repetirlo:

—Se van a intoxicar. Ya veréis cómo muy pronto vuel­ven a comprarnos a nosotros. Nadie en su sano juicio comería verduras plasticosas y llenas de productos quí­micos, cuando sabe que puede comer algo mucho mejor y muy sano. Nuestras verduras azules son las mejores del universo.

Autora: Ana Merino. Título: Planeta Lasvi. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros.

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