(apuntes de filosofía para jóvenes, cuarta entrega)
Habíamos decidido inicialmente no dedicar a Platón una entrega monográfica, dando por bueno lo que en el capítulo de Sócrates pudiera entrar al respecto. No en vano el pensamiento de uno y otro se entremezclan y, además, conviene poner un límite: tampoco es cosa de que por estos apuntes desfile todo el olimpo de la Filosofía. Pero lo hemos reconsiderado. Y es que queremos mucho a Platón, lo llevamos dentro del alma —nuestra alma es platónica, claro, con sus tres componentes: concupiscente, pasional, racional— porque le debemos no sólo el descubrimiento de un complejo y sugestivo universo filosófico; también buenas piezas literarias, gratísimas de leer, como son los Diálogos.
De Platón es sabido que pertenecía a una familia de la aristocracia conservadora ateniense y, por ello, estaba predestinado al ejercicio de la política. Pero la muerte de Sócrates, favorecida por los que entonces gobernaban, le determinó a alejarse de unos conciudadanos que tan insensibles se habían mostrado con la persona y, sobre todo, con el ejemplo de su admirado maestro. Viajó por distintos lugares —de Sicilia a Egipto— donde la influencia griega era patente, visitando círculos socráticos y pitagóricos hasta que, finalmente, retornó a Atenas y fundó la Academia.
La Academia
Cuando se visita Atenas, no nos privamos de acercarnos al Partenón, pasear por el ágora, entrar en los dos grandes museos y, con suerte, acudir al Cerámico. Sin embargo, de la Academia —cuyo nombre simboliza en sí mismo lo mejor de la tradición cultural; el acopio y difusión del conocimiento en su más pura expresión— de la Academia, decimos, nadie se acuerda.
Y no se nos puede culpar. Ninguna excursión organizada te llevará, ninguna guía al uso la menciona, porque lo que queda de ella es apenas un agujero medio oculto entre bloques de casas, con cuatro sillares mal esparcidos, maleza y basura. No acusemos de desidia a las autoridades locales. Si las infinitas instituciones y negocios que en todo el mundo se sirven, algunas con bastante impudicia, de ese venerable título —desde escuelas de idiomas o informática a los que le ponen la palabra Royal o Real delante, y detrás Ciencias, Letras, Historia…— pagaran, digamos, un euro al año por el derecho de uso del nombre Academia se podría erigir y mantener en ese triste recinto un monumento que dignificara su recuerdo. Pero no llevemos más allá estas melancólicas ensoñaciones. Sólo añadiremos, para mitómanos como nosotros mismos, que las instrucciones para encontrar este lugar sagrado están en Libros para leer en Atenas (y III).
El pensamiento platónico
Todo lo que Platón propuso, o esbozó, ha dado de comer a filósofos durante más de dos milenios. Es ya un lugar común que entre él y Aristóteles se las apañaron para plantear todas las cuestiones que hacen al pensamiento, y a los que vinieron detrás solo les ha cabido desarrollarlas. Tal despliegue, claro está, no siempre ha sido coherente, ni mucho menos completo, porque la obra platónica es compleja y extensa, distribuida entre los Diálogos —treinta y cuatro, quizá no todos auténticos— y cubre diversos periodos creativos.
La teoría de las Ideas, juntamente con la alegoría de la caverna, es a lo primero que debemos asomarnos para entrar en Platón. Ahí hay filosofía de calidad, sutil, elevada, elegante, que enganchará para siempre a cualquier joven novicio en esta hermosa disciplina. Qué decir de la noción de Eros, impulso hacia lo bueno y lo bello, fuerza motriz del afán de saber. O del conocimiento, explicado en el Menón como recuerdo que se despierta en la mente… En fin, estaríamos dispuestos a matricularnos en todas las asignaturas de la Academia platónica; incluso a cursar un máster sin convalidaciones y presentando el TFM escrito con cálamo en un papiro.
Y ya que, por las limitaciones de la sección no podemos permitirnos revisitar, siquiera sea por encima, una panoplia tan amplia de conceptos, para cerrar esta nota hemos elegido comentar el asunto al que Platón dedicó quizá más esfuerzo y tiempo… y, sin embargo, le proporcionó los mayores disgustos.
La teoría política de Platón
Hay dos diálogos en los que Platón expone sus ideas sobre la organización social y política: La República, principalmente, y —de una manera más moderada— Las Leyes. En ellos describe un tipo de sociedad ideal, una construcción mental ensamblada sin contacto con la realidad práctica. Como es un tema harto conocido y hay mucho escrito al respecto, el joven lector nos excusará de entrar en más detalles de los necesarios para situar el tema.
El punto de partida es la propia experiencia de nuestro filósofo como sujeto —pasivo— de la convulsa situación ateniense durante y tras la Guerra del Peloponeso y el régimen de los Treinta Tiranos. Ello le produjo una amplia desafección, no sólo hacia la política y sus actores; también respecto a sus convecinos que, indiferentes, consentían un régimen inmoral capaz de sentenciar a muerte al mejor de los hombres, Sócrates. La respuesta de Platón se eleva, cómo no, a un plano ideal: una sociedad justa y feliz debe estar dirigida por los más expertos en la búsqueda de la justicia y la felicidad; es decir, los filósofos. Y a partir de ahí estructura y clasifica a los ciudadanos, en un reparto teórico de los roles fácilmente calificable de totalitario, que ha contado con feroces antagonistas, entre los que el más notable ha sido, seguramente, Karl Popper.
Platón es el primer tratadista de teoría política, y por eso, porque inaugura una disciplina, hay que disculparlo: poner el gobierno en manos de filósofos no es mucho más disparatado que dejárselo a los economistas, o a los registradores de la propiedad, o a fanáticos religiosos, o a un empresario depredador y racista amante de los muros.
En circunstancias normales, todo habría quedado en eso, en un planteamiento teórico. Pero hete aquí que el destino dio a Platón la posibilidad de comprobar en vida la viabilidad de sus planteamientos sociales. Es una historia de cuñados, tiranos y filósofos. Resultó que en Siracusa, una ciudad filohelénica de Sicilia, reinaba Dionisio I (el tirano), cuyo cuñado Dión había sido alumno de la Academia. Y éste llamó al maestro a la corte siracusana. Platón pensó que era su oportunidad: si hacía del rey un filósofo, con ese solo movimiento alcanzaría el ideal que estaba buscando: una sociedad gobernada desde la equidad, orientada al bien común, atenta a la felicidad de sus ciudadanos. Pero como con seguridad el lector ya habrá intuido, por muy optimista que sea, la cosa acabó malamente: Dionisio le hizo el poco caso que es de rigor al cuñado, desconfió enseguida del filósofo y, así sin más, Platón fue despachado de vuelta, algunos dicen incluso que como esclavo.
Lo peor que tenemos los —permítasenos incluirnos— filósofos idealistas cuando nos aplicamos a la vida práctica es lo que cuesta escarmentar; las muchas veces que se tropieza en la misma piedra, aunque sea de mármol del Pentélico: en efecto, Platón volvió a Siracusa. La cosa se justificaba porque ya no estaba Dionisio I, sino su hijo Dionisio II, un diletante que parecía mejor predispuesto a las disquisiciones filosóficas. Pero con las cuestiones del poder pocas bromas se aceptan, y finalmente el resultado fue el mismo: salir por piernas hacia Atenas y promesas de nunca más abandonar el confortable refugio de la Academia.
Sin embargo, esta representación vivió un último acto. Una tercera expedición de académicos —aunque sin el maestro— viajó a Siracusa acompañando a Dión, tío del rey, por entonces en el exilio, con el objetivo de dar un golpe de estado. Lo consiguieron solo a medias y, pocos meses después, en un ambiente de violencia e inestabilidad, el propio Dión fue asesinado por uno de aquellos aprendices de filósofo que él mismo había ido a buscar.
Platón hubo de ver cómo uno de sus discípulos mataba a otro… no era posible poner peor apostilla a su tratado de teoría política. Desde entonces sabemos que el reino de la filosofía no es de este mundo.
Próximo capítulo: Aristóteles, el que sabía de todo
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