Portada: Cathal O’Malley.
Platón destacó la primacía del conocimiento teórico por encima de los datos de la experiencia. El conocimiento teórico está basado en ideas que son entidades inmateriales, inmutables y universales. Las ideas tienen una jerarquía cuya cúspide aparece ocupada por la idea del bien. A Plotino le gustó esta teoría, también a San Agustín: hay dos mundos, uno verdadero, constituido por ideas y almas etéreas; otro, constituido por cosas materiales, evanescentes, luego pecaminosas, que no merecen nuestra atención, pues tan pronto nos aferramos a ellas dejan de existir.
Preparo una clase, he leído estas cosas muchas veces, hay algo en ellas que no me cansa: una lucha. Hay una planta en mi terraza, está exuberante por el agresivo impacto de la primavera, con su bipolaridad de lluvias y soles. Las flores derrochan su euforia de sol a modo de fragancia por la habitación. Los pájaros y los insectos, atraídos por el olor y el color, vienen a mi balcón porque también se sienten hechizados por el espectáculo. La alegría atrae la celebración y el canto, pero también la necesidad de exprimirla.
Los insectos asaltan el néctar y los pájaros se lanzan sobre ellos como aviones kamikazes, dejando cadáveres de pétalos y hojas, fruto de la devastación de sus alas. En unos meses, o quizá semanas, la planta habrá perdido su voluptuoso erotismo. Al llegar el otoño se mantendrá viva bajo el escuálido régimen de unas cuantas hojas solitarias, como silenciosas náufragas de lo que un día fue la joven promesa de este sol. Nada de esto es original, pero intento girarlo. Cuando decimos “te querré toda la vida”, realmente no decimos que querremos a esa persona siempre, sino que desearíamos que ese instante fuese eterno. Cuando decimos frases de este tipo olvidamos que los humanos también somos atacados por insectos y pájaros, por la euforia del sol y la lluvia.
Los sentidos nos muestran esta planta con su invitación a la vida. Desaparecerá, pero no lo hará nuestro recuerdo de lo que fue. Este permanecerá en la memoria y la nostalgia de aquella belleza será contagiada a nuestros confidentes. Contarla es revivirla. Platón dijo: “Conocer es recordar”. Este recuerdo se hinchará como un globo aerostático, siendo incluso la idea de la planta en floración más bella de lo que un día fue. Se pensó que el alma era un habitáculo donde cabían las cosas de la memoria, como un armario ropero, repleto de flores disecadas.
Miro la planta, fue orgullosa, después asaltada, y pienso en Platón cuando afirmó que la materia es solo una copia de algo más verdadero: las ideas. Verdadero aquí significa que se resiste al cambio. La idea de una flor es sencilla en nuestro recuerdo, puede distorsionarse o exagerarse, pero en cualquier caso, mantenemos la imagen en ese espacio que estira el instante: la memoria. La idea de una flor no muere, a diferencia de esta flor que está en mi terraza, siendo protagonista y víctima de la primavera.
Si en lugar de referirnos a la idea de una “flor”, decimos “amor”, aquí el asunto se complica. Resulta inevitable sentir empatía hacia el deseo de Platón por salvar la fragilidad de las cosas a merced del tiempo, y trasladarlas a otro lugar inmaterial, más seguro y estable, que serviría a modo de escudo contra el dolor de las sucesivas primaveras. Platón encontró el antídoto contra el vértigo que produce el movimiento: la idea del amor se mantiene, perenne, como una flor imposible, acaso de plástico, en el paraíso del mundo de las ideas. La idea del bien se parece al amor.
No solo tenemos memoria, como armario ropero de las ideas, también somos imaginación. La imaginación es sastre, recorta los bajos del otoño, reviste los insectos, estampa los pájaros. Platón describió nuestro único modo de supervivencia psíquica: las ideas nos mantienen con vida, hasta que aparezca algo sensible que sea una buena copia de lo recordado. Creo que la empatía platónica se nos fue de las manos. Demasiados instantes en conservas. A menudo vivimos de flores impertérritas, aunque los sentidos nos muestren una maceta que sostiene vergonzosa un tallo momificado, y la miramos, sin la menor tentación de cambiarla. El alma es la cárcel del cuerpo, dijo Freud. Cuando termine de preparar la clase, sacaré del armario la ropa de invierno.
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