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Poderosa novela tradicional

Poderosa novela tradicional

Recuerdo el descubrimiento de una novela poderosa cuando antaño andaba leyendo todo lo que con esfuerzo conseguía reunir de la narrativa exilada. Fue una lectura impactante la de La catedral y el niño, de un gallego nacido en 1889, emigrado a Argentina en 1919, periodista, corresponsal en España del prestigioso rotativo La Nación, cercano durante su estancia peninsular de notables creadores galleguistas (Castelao, Risco…), próximo a los escritores del 27 residentes en Madrid y amigo de García Lorca, cuyos Seis poemas galegos prologó en 1935. De nuevo en Argentina el año de la militarada capitaneada por Franco, prestó servicios en Buenos Aires a la República y permaneció trasterrado hasta 1966, aunque hizo algún viaje corto a su tierra natal. Ensayista, articulista y poeta, su trato con la narrativa fue algo tardío y no muy abundante. Hasta 1933 no dio a conocer parte de una novela inconclusa en gallego. Su primera novela, la mencionada La catedral y el niño, se retrasó hasta 1948 y, claro, aquel libro de denuncia y anticlerical no se publicó en España sino en Buenos Aires, donde también, y en aquellas ejemplares ediciones vinculadas con nuestros exilados, vio la segunda edición en 1956. Un año después de la muerte del dictador salió por fin en nuestro país.

"Ni La parranda (relato un tanto tremendista con intriga criminal y mucha violencia) ni Los miedos (narración iniciática bastante costumbrista) me habían parecido cosa extraordinaria"

No era del todo desconocido en nuestra tierra Blanco Amor, aunque tampoco tuvo fácil hacerse un hueco, como les ocurrió a la generalidad de los autores de la España peregrina. Antes de que terminara la rampante dictadura había publicado en la atenta editorial gijonesa Júcar La parranda, versión castellana del propio autor de A esmorga, que apareció en Argentina en 1959 y prohibió la censura aquí (más tarde, por cierto, la llevó al cine con ese mismo título un director exigente, Gonzalo Suárez, con unos protagonistas de lujo: José Luis Gómez, José Sacristán, Fernán Gómez y Antonio Ferrandis). También quedó finalista del Nadal con Los miedos, que publicó Destino en 1963.

Ni La parranda (relato un tanto tremendista con intriga criminal y mucha violencia) ni Los miedos (narración iniciática bastante costumbrista) me habían parecido cosa extraordinaria. De modo que inicié La catedral y el niño con cierta desgana y solo por razones profesionales. La sorpresa fue enorme, a medida que avanzaba en el conocimiento de un mundo pretérito, tan real como alegórico, construido con la ambición y la fortuna de las grandes narraciones de todos los tiempos que aspiran a recrear una realidad coral y palpitante donde se debaten unos destinos individuales aprisionados entre sus propias pulsiones y una colectividad dañina. Aquel recuerdo tengo de esa primera lectura, y si está deformado por el paso del tiempo, siento que la impresión se repite al releer la novela con ocasión de un nuevo y oportuno rescate.

"Si La Regenta es la novela de la vida provinciana durante la Restauración, La catedral y el niño es la novela de la vida provinciana de la herencia restauracionista"

La catedral y el niño es una novela clásica, de las de toda la vida, con argumento fuerte y con personajes marcados que, además, como ocurre en la mayor parte de las inolvidables ficciones decimonónicas, en cuyo canon se inscribe la de Blanco Amor, pintan un vivísimo retrato social. Debe quedar claro que no hay que relacionar la novela con un prurito de originalidad. Lo único novedoso pudiera ser una percepción del mundo un tanto mironiana y algunos ecos de brutalidad valleinclanescos, del Valle de las Comedias bárbaras. Fiel a la filiación deliberada en el neonaturalismo simbolista, se emparenta con grandes obras que iluminan una época. Parece que al escribir su libro Blanco Amor no conocía La Regenta, pero guarda similitudes asombrosas con la obra maestra de Clarín: una ciudad real y a la vez simbólica (la Vetusta clariniana se trasmuta en Auria; Oviedo cede el lugar a Orense), unas clases acomodadas inútiles semejantes, una clerigalla insoportable duplicada, un pueblo pobre ya emergente en segundo plano, un determinismo social y familiar hereditario parecidos, etcétera, etcétera. Además del peso aplastante de una catedral. Por no faltar, no falta en ambas ni la caricatura del ateo cascarrabias. Impulsos testimoniales y morales muy próximos en el autor orensano y en el asturiano explicarían la extraña concordancia.

Si La Regenta es la novela de la vida provinciana durante la Restauración, La catedral y el niño es la novela de la vida provinciana de la herencia restauracionista, de la España de muy finales del XIX y de comienzos del XX hasta la primera guerra mundial. El retrato colectivo amplio y abarcador del conjunto social discurre desde la perspectiva de un niño, Luis Torralba, «Bichín» familiarmente, que evoca su infancia y primera juventud a partir de un punto de vista posterior. La mirada retrospectiva de la madurez le permite valorar aquel tiempo de iniciación a la vida. Se trata de un relato que se atiene a un esquema bien conocido, la novela de formación.

"La novela acumula bastantes y pronunciados sucesos. En ello Blanco Amor no le hace ascos a la literatura folletinesca"

La historia se suspende cuando el narrador, pertrechado con vivencias, experiencias y conocimientos suficientes para enfrentarse al mundo, toma la definitiva decisión de abandonar la ciudad y emigrar a América. Desde el tren que le lleva al puerto donde embarcará, dejando fluir el llanto y sin el menor pudor de que le vean llorar, distingue todavía en el horizonte la torre grande de la catedral, «enhiesta, poderosa, feudal casi», aunque con impresión de algo a renunciar porque también ella «iba hundiéndose, borrándose». En su interior le acompaña, sin embargo, la voz de otro personaje que aporta sentido al nacimiento de una nueva vida: «—Los hombres no miran hacia atrás, sino hacia adelante». La fuerza emotiva de la situación seguramente procede de una vivencia del propio autor, su marcha de joven también a hacer las américas para asegurarse un porvenir digno. Un paralelismo, de todos modos, moral, que no biográfico, pues Luis pertenece a una clase acomodada, alejada del medio humilde del que procedía Blanco Amor, a quien cierta precariedad material acompañó toda su vida (a su vuelta a España necesitó la jugosa ayuda vitalicia que le concedió la coruñesa Fundación Barrié de la Maza).

El corto hilo biográfico de Luis, apenas un decenio de su existencia, posee un fuerte sesgo intimista, adecuado al carácter caviloso del chico, pero contiene una buena dosis de materia anecdótica. La novela acumula bastantes y pronunciados sucesos. En ello Blanco Amor no le hace ascos a la literatura folletinesca, lo cual supone un aliciente notable para que resulte una historia entretenida. La acción, incluso con un punto de suspense, garantiza la amenidad. Los elementos novelescos, algunos cercanos a lo melodramático popular, constituyen, sin embargo, el señuelo para elaborar la imagen de una sociedad estancada en el tiempo. Lo viejo, un señorío retrógrado, una Iglesia tridentina, una clase media rancia, una política degradada, una religiosidad farisaica… aplasta a un pueblo varado en la historia. Lo nuevo, los librepensadores, liberales, progresistas y ácratas aparecen como un bulle bulle inoperante. Y en medio queda la imposible modernidad.

"Nadie se salva en el retablo novelesco de pasiones, malos vicios y prácticas corruptas que Blanco Amor recrea. El mensaje global de la novela resulta cerradamente pesimista"

Pero no sería tan notable La catedral y el niño si Blanco Amor se hubiera contentado con hacer un reportaje documental de un tiempo de mudanzas (la emblemática generalización de la luz eléctrica) y crisis. La escritura hace valiosa la novela. No tanto su composición, donde se aprecian algunos desequilibrios (la excesiva duración de la fiesta del Corpus, de la conexa primera comunión del niño o de la vida en el internado), como las cualidades de un magnífico narrador. Las descripciones urbanas y paisajísticas, parsimoniosas, con la morosidad de un tiempo sin prisas, poseen una fuerza expresiva enorme. La descripciones alcanzan con frecuencia una entonación poemática, apoyada en originales imágenes. Tiene grandes aciertos en la penetración psicológica de una muy amplia y variada galería de personajes, aun habiendo concebido algunos con un esquema reductor algo maniqueo. La severidad expositiva se anima con ramalazos de ironía. Y se utiliza una lengua de extraordinaria riqueza. La abundancia léxica incluye la afición a los arcaísmos que produce hoy un efecto algo raro, pero es un gusto comedido, propio de la tendencia a la retórica de la tradición narrativa de hace un siglo y pico y además proporciona a la peripecia un sabor de época.

Nadie se salva en el retablo novelesco de pasiones, malos vicios y prácticas corruptas que Blanco Amor recrea. El mensaje global de la novela resulta cerradamente pesimista. El retrato colectivo invita a la reflexión. La parábola crítica de un tiempo pasado apunta también tensiones actuales, aunque las circunstancias concretas de ayer y de hoy sean muy diferentes. El nuevo rescate de La catedral y el niño facilita el disfrute de una magnífica novela tradicional en la que coinciden la verdad humana, la crítica social y el buen artificio literario.

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Autor: Eduardo Blanco Amor. Título: La catedral y el niño. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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