Un guiño es un discreto mensaje que se nos presenta de improviso, una fugaz señal que puede confundirse entre el ruido que nos rodea. Sobre todo si nuestros sentidos no están alerta o han sido adormecidos, pues solo nosotros podemos evitar que el resto del mundo desaparezca ante nuestros ojos.
Por eso tengo la costumbre de reaccionar ante cualquier estímulo que se me presenta. Aprovecho que ahora es más fácil que nunca y un rápido gesto permite sacar el móvil, hacer una simple fotografía o anotar una idea que viene a la cabeza tras ver algo que, sin saber por qué, activa un resorte en nuestro interior. Aun así, resulta imposible valorar cada guiño de la vida como se merece, acabamos perdiendo oportunidades y seleccionando aquellas que más nos interesan. De ahí la importancia de entrenar una mirada crítica y evitar que otros elijan por nosotros. Basta con reducir el ritmo con que caminamos para distinguir los detalles que las prisas y las preocupaciones se encargan de ocultar. Entonces nos damos cuenta de que no hace falta abrir un libro para leer poesía: si tenemos una mirada entrenada, la vemos en el lugar menos esperado. Unas veces de forma figurada y otras de forma literal. Un grafiti, una frase aislada, un anuncio, una pancarta colgada en un balcón durante el confinamiento… Todo aquello que reivindica la calle como un digno espacio de expresión que quiere recuperar la importancia que las redes sociales le han arrebatado.
Uno de esos guiños cotidianos lo encontré en una población cercana a Lyon, en una casa burguesa, de principios del siglo XX, cuyo jardín de invierno está delimitado por tres grandes vidrieras con adornos florales propios del modernismo, aunque ningún otro elemento del edificio recuerde a ese estilo. Y en la parte inferior de cada vidriera, como un discreto guiño solo perceptible para quien quiera prestarle la atención que merece, sendas rosas enmarcan una frase: «Cueillez dès aujourd’hui les roses de la vie» (coged desde hoy las rosas de la vida), de Pierre de Ronsard (1524-1585), «Mon verre n’est pas grand, mais je bois dans mon verre» (mi vaso no es grande, pero bebo de mi vaso), de Alfred de Musset (1810-1857), «Qui vit content de peu, possède toute chose» (quien se contenta con poco, lo posee todo), de Nicolas Boileau (1636-1711). Tres importantes poetas de tres épocas distintas que nos hablan de quienes construyeron aquella casa. A pesar de formar parte de una acaudalada burguesía, eligieron unos versos que parecen una declaración de principios, equilibrando orgullo y modestia. Les imagino levantándose cada mañana y desayunando ante esas frases, ante esa poesía cotidiana que les orienta y hace más libres, o, al menos, más conscientes del mundo en que viven.
Ahora nos han encargado transformar la casa en centro de salud, así que, como arquitectos, nos ocuparemos de adaptar el edificio a su nuevo uso, intentando conservar, en la medida de lo posible, la memoria de lo que un día fue. El jardín de invierno pasará a ser una sala de espera, para que todo visitante pueda disfrutar de las vidrieras y reflexionar sobre sus poéticos mensajes, antes de inclinar la cabeza y sumergirla en sus teléfonos móviles. Además, tendremos que crear un ascensor para facilitar el acceso a sus dos pisos. Será exterior y se conectará con la casa gracias a una discreta pasarela. Todavía no sabemos cómo lo revestiremos: si lo mimetizaremos con los frondosos árboles de la parcela o si lo envolveremos con otras frases que recuerden y acompañen a las del jardín de invierno, como ya hicimos en el colegio que lleva el nombre del poeta Philippe Soupault o en el que recibe el nombre del escritor Anatole France. Y así, cual Pulgarcito que deja migas de pan por donde pasa, seguiremos perpetuando esa poesía cotidiana. Para quien quiera seguirla y llegar a ese lugar común que todos reconocemos: el hogar al que, por unas razones u otras, no sabemos cómo volver.
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