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Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca

Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca

Durante su estancia en la Universidad de Columbia (Nueva York), así como durante su posterior viaje a Cuba, Federico García Lorca escribió un poemario que enseguida se convirtió en parte del canon literario español: Poeta en Nueva York. Cuatro años después de su publicación en 1940, el poeta fue asesinado.

En Zenda reproducimos el Prólogo que Víctor Fernández ha escrito para esta nueva edición de Poeta en Nueva York (Alma), de Federico García Lorca, que cuenta con ilustraciones de Daniel Montero Galán.

***

PRÓLOGO

A los lectores de La Gaceta Literaria puede que no les llamara la atención una breve noticia que apareció en sus páginas el 15 de junio de 1929. En ella se informaba de que, junto con el político Fernando de los Ríos, Federico García Lorca se preparaba para emprender viaje rumbo a Nueva York. «¿A qué va Lorca a New-York? ¿A aprender el inglés?», preguntaba con sorna el redactor de la publicación, probablemente Ernesto Giménez Caballero, responsable de la misma. A Pepín Bello, uno de los miembros más activos del grupo de la Residencia de Estudiantes en los primeros años veinte, siempre le gustaba decir que cuando su amigo Federico regresó de Nueva York, donde había permanecido varios meses, «no había aprendido ni a decir yes». Lorca había dicho a su círculo, medio en broma y medio en serio, que cruzaba el océano para aprender otro idioma, pero no era así, desde luego. De esa experiencia surgió uno de los poemarios más renovadores e impactantes de la lírica española del siglo XX.

Si tuviéramos que basarnos en las muchas cartas que el poeta escribió a su familia durante esos días en tierra extraña, pensaríamos que aquello eran unas vacaciones felices, además del reencuentro con algunos amigos que habían cruzado el charco. Pero Lorca se fue a Nueva York a buscarse a sí mismo, pensando que aquella ciudad podía ser su salvación, si tenemos en cuenta los muchos problemas que arrastraba. Si queremos saber cómo era el estado de ánimo del autor antes de emprender la marcha podemos acudir a una misiva, probablemente redactada en el mes de marzo de ese 1929, dirigida a su amigo y confidente Carlos Morla Lynch. En ella, Lorca se sinceró para exponer por lo que estaba pasando:

Yo estoy desolado. No tengo un minuto tranquilo y me siento vacío, lleno de arañas y sin solución posible. Después que dejo mis horas de poeta (horas para los demás y para la emoción de los demás) encuentro muy duras horas de hombre. No quiero entristecerte. Pero he tenido que renunciar a lo que más quería en el mundo y como es la primera vez se me hace duro y amargo.

Quisiera irme lejos. La amabilidad y el cariño de la gente de mi casa me apena mucho. En Granada estoy como Jonás dentro de la ballena, rodeado de un ambiente puramente fisiológico, rumor y latido, que me achica hasta lo último. Salgo a la calle, entro en mi casa, subo las escaleras, bajo las escaleras, como si buscara a quien no está, y que no estará ya nunca para mí. El dolor que produce la muerte de una persona me parece un hermoso y noble dolor; pero este dolor de perder a una persona viva me parece insoportable porque no es lógico ni está amparado por Dios.

Lorca hacía referencia a su reciente ruptura con el escultor Emilio Aladrén con quien había vivido una tormentosa relación sentimental. El artista sustituía en su corazón a Salvador Dalí, quien había optado por entregarse de lleno al surrealismo de la mano de Luis Buñuel. Aquel triángulo mítico de la Residencia, el que formaron Buñuel, Lorca y Dalí, estaba roto y al poeta le había dolido especialmente que sus dos antiguos camaradas hubieran rodado una película en la que creía sentirse identificado desde el mismo título: Un perro andaluz. Había otras cosas que lo atormentaban, como el éxito indiscutible que había tenido su libro Romancero gitano, un tipo de poesía y estética con la que quería romper para adentrarse en un terreno más cercano a las vanguardias artísticas del momento. El poeta necesitaba escapar de todo aquello y Nueva York se presentó como la mejor salvación ante sus problemas. Como le diría muchos años después Luis Rosales a Ian Gibson, biógrafo de Lorca, nuestro protagonista se encontraba al borde del suicidio en aquel momento.

Buscar el rastro de Lorca en los libros de registros de Ellis Island, donde paraban todos los viajeros que querían pisar Nueva York, es un poco difícil. El funcionario que apuntó su nombre se equivocó y registró al recién llegado como Frederico (sic) García. Sabemos que estuvo en la fila número seis y que era el visitante número 9.011.990.383.111 de una ciudad que lo cambió. Porque en Nueva York encontró un mundo nuevo, una ciudad que crecía verticalmente, muy diferente de Madrid, donde el primer rascacielos, el del edificio de la Telefónica, era del muy reciente año de 1926. Por eso no dudó en afirmar que allí se sentía «asesinado por el cielo».

Si seguimos mirando el libro de Ellis Island, Lorca aparece descrito como «estudiante», pero de su aproximación a las aulas prácticamente no hay ningún dato. Sí se sabe que fue a la Columbia University y que se instaló en el cuarto 617 de la Furnald Hall tras pagar 47,20 dólares.

El poeta había llegado a la ciudad que representaba, a finales de aquellos locos veinte, la misma modernidad y vanguardia que un tiempo atrás igualmente se identificaba con París. Esa Nueva York, con su Estatua de la Libertad recibiendo y dando esperanza a tantos recién llegados procedentes del mundo entero, con sus luces de neón iluminando Times Square, con Wall Street convertido en el mayor templo inimaginable del capitalismo, con sus colosos de acero y metal, con sus negros en Harlem tocando el mejor jazz en clubes, con salas de cine en las que se proyectaban no solo productos de Hollywood sino piezas insólitas y renovadoras, esa ciudad fue un universo inaudito para aquel muchacho granadino.

En esos días Lorca escribe muchas cartas a su familia. Si hiciéramos caso a esa correspondencia, a esas líneas en las que expone sus impresiones neoyorquinas, pensaríamos que estamos ante un diligente observador de la ciudad, casi un reportero. Un ejemplo es este fragmento de la primera misiva que envía a sus padres:

El espectáculo del Broadway de noche me cortó la respiración. Los inmensos rascacielos se visten de arriba a abajo de anuncios luminosos de colores que cambian y se transforman con un ritmo insospechado y estupendo, chorros de luces azules, verdes, amarillas, rojas, cambian y saltan hasta el cielo. Más altos que la luna, se apagan y se encienden los nombres de bancos, hoteles, automóviles y casas de películas, la multitud abigarrada de jerseys de colores y pañuelos atrevidos sube y baja en cinco o seis ríos distintos, las bocinas de los autos se confunden con los gritos y músicas de las radios, y los aeroplanos encendidos pasan anunciando sombreros, trajes, dentífricos, cambiando sus letras y tocando grandes trompetas y campanas. Es un espectáculo soberbio, emocionante, de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo.

Esa prosa contrasta con los poemas que tienes, lector, en las páginas que siguen. Es un Lorca duro, crítico, sin tregua ante lo que le rodea, ante, por ejemplo, unos negros que pueden parecerse a los gitanos del romancero lorquiano. Ambos son símbolo del perseguido, del marginado. Como él mismo dijo en una entrevista, «yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de lo perseguido. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco que todos llevamos dentro». Lorca se perdió por Harlem, donde quedó fascinado por sus locales dedicados al jazz, especialmente Small’s Paradise, situado en el sótano de 2294 Seventh Avenue, pero también quedó impresionado ante el espectáculo de las iglesias en las que sonaba el góspel. No es extraño que Lorca dedicara una oda nada menos que al rey de Harlem:

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran Rey prisionero con un traje de conserje.

El confidente de Lorca, Rafael Martínez Nadal, siempre presumió, aunque nunca la publicó, de ser propietario de una carta en la que su amigo le explicaba sus aventuras homosexuales en ese barrio neoyorquino. Precisamente la ciudad le permitió explorar su sexualidad, sentirse más cómodo consigo mismo, como han apuntado los lorquistas Christopher Maurer y Andrew A. Anderson. En uno de los grandes nombres de las letras estadounidenses, Walt Whitman, encontró el referente que necesitaba sobre este tema:

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla,
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja.
Enemigo del sátiro.
Enemigo de la vid,
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.

El poeta fue también testigo de la gran crisis que hizo tambalearse la economía mundial con la caída de la bolsa en Wall Street. Gracias a Campbell Hackforth-Jones, un joven inglés al que había conocido anteriormente en Madrid, pudo visitar el símbolo indiscutible del capitalismo. Aquello era, como escribió en una carta a sus padres, «el espectáculo del dinero del mundo en todo su esplendor, su desenfreno y su crueldad. Sería inútil que yo pretendiera expresar el inmenso tumulto de voces, gritos, carreras, ascensores, en la punzante y dionisíaca exaltación de la moneda». Exageradamente llegaría a afirmar haber sido testigo del suicidio de quien había perdido todos sus ahorros en el momento del histórico crac bursátil, en aquella calle donde «debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato. / Debajo de las divisiones / hay una gota de sangre de marinero».

Si ya en Granada era consciente de las desigualdades sociales, en Nueva York contempló esa fisura de forma multiplicada. A la manera de una oración, de una suerte de Padrenuestro, Lorca se dirigió al papa Pío XI. No era un momento cualquiera en la historia de la Santa Sede: el 11 de febrero de ese año, el pontífice había firmado un acuerdo con Mussolini por el que se reconocía la independencia del Vaticano como Estado independiente. Pero el papa, como pasa muchas veces con nuestros dirigentes, vivía de espaldas a la realidad y no ponía en práctica lo fundamental del cristianismo: ayudar a los demás. El poeta compone un «Grito hacia Roma» donde reconoce con dolor que «el hombre vestido de blanco / ignora el misterio de la espiga, / ignora el gemido de la parturienta, / ignora que Cristo puede dar agua todavía».

Lorca, durante su experiencia estadounidense, tuvo tiempo de viajar cerca de la frontera canadiense, a un lugar bucólico llamado Eden Mills, en Vermont, donde lo esperaba Philip Cummings, un amigo conocido en el Madrid de la Resi. A su lado escribiría «Poema doble del lago Eden» y «Cielo vivo», además de traducir al inglés las composiciones de «Canciones». A Cummings, su amante y confidente en esa escapada, le dejaría una prosa autobiográfica, una suerte de memorial de agravios sobre aquellos que lo habían traicionado. Muchos años después, cuando Lorca ya estaba muerto, Cummings no vaciló en coger todas esas cuartillas y echarlas al fuego.

En septiembre, un mes después de viajar a Vermont, compartió la cabaña del Farmer con Ángel y Amelia del Río, en Shandaken (Nueva Inglaterra), una experiencia de la que surgieron los poemas «El niño Stanton», «Vaca» y «Niña ahogada en el pozo».

En Nueva York, Federico García Lorca dio rienda suelta a su creatividad también como dibujante, guionista cinematográfico y dramaturgo. Siguiendo la estela de Un perro andaluz, y con la ayuda de un realizador y pintor mexicano llamado Emilio Armero, redactó una serie de escenas, un gran poema visual, que nunca vería llevado a la gran pantalla. Por otro lado, lo que pudo ver en las salas de teatro más alternativo le ayudó a poner las bases de lo que después serían El público y Así que pasen cinco años.

Aquella aventura de nueve meses en Estados Unidos concluyó el 6 de marzo de 1930, cuando tomó, desde Miami, el ferry que lo condujo hasta Cuba, país que representó un retorno a sus raíces, a «palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española. ¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial? Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez», como dirá en la conferencia que dedicará a esos días. Y es que Lorca no publicó en vida los poemas del ciclo neoyorquino con alguna pequeña excepción. Aquel poemario fue convertido en una conferencia-recital que ofrecería durante los años treinta.

No fue hasta el verano de 1936 cuando entregó a José Bergamín los manuscritos para que pasaran por la imprenta en las Ediciones del Árbol de la revista Cruz y Raya. El día que fue a las oficinas de Bergamín, en el número 5 de la madrileña calle de Bartolomé Mitre, no se pudieron ver, pero le dejó un sobre con todos los materiales y una nota:

Querido Pepe: He estado a verte. Creo que volveré mañana. Abrazos de Federico.

No hubo ese mañana. A Lorca ya lo esperaba el tren que lo llevaría a Granada. Era julio de 1936 y un mes más tarde fue asesinado por los fascistas de su ciudad, víctima de la guerra. Poeta en Nueva York apareció finalmente, y casi de manera simultánea, en 1940, en Estados Unidos y en México.

Lo que viene a continuación son esos poemas en los que Lorca se abrió como nunca. No es una labor fácil para un ilustrador traducir esas palabras en imágenes, pero Daniel Montero Galán ha obrado otra vez su magia con el lápiz. Poeta e ilustrador son quienes ahora toman estas páginas.

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Autor: Federico García Lorca y Daniel Montero Galán. Título: Poeta en Nueva York. Editorial: Alma. Venta: Todos tus libros.

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