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Poirot investiga, de Agatha Christie

Poirot investiga, de Agatha Christie

Con motivo del 135º aniversario del nacimiento de la llamada Dama del Crimen, la editorial Espasa añade dos títulos a su Biblioteca Agatha Christie: Un triste ciprés y Poirot investiga. Una excelente ocasión para regresar a la mujer que más asesinatos cometió en el siglo XX.

En Zenda ofrecemos un extracto de Poirot investiga (Espasa), de Agatha Christie.

***

9

LA DESAPARICIÓN DEL SEÑOR DAVENHEIM

Poirot y yo estábamos esperando a nuestro viejo amigo el inspector Japp, de Scotland Yard, sentados alrededor de la mesa de té. Poirot había terminado de colocar debida­mente las tazas y platitos que nuestra patrona tenía la cos­tumbre de arrojar más que colocar sobre la mesa. También había frotado la tetera de metal con un pañuelo de seda. El agua estaba hirviendo y un pequeño recipiente esmaltado contenía chocolate espeso y dulce, más del gusto del paladar de Poirot que lo que él denominaba nuestro veneno inglés. Oímos que abajo alguien llamaba con energía; Japp entró a los pocos minutos.

—Espero no llegar tarde —dijo al saludarnos—. Estaba cambiando impresiones con Miller, el encargado del caso Davenheim.

Agucé el oído. Durante los tres últimos días, los perió­dicos habían hablado de la extraña desaparición del señor Davenheim, el socio más antiguo de Davenheim y Salmon, los conocidos banqueros. El sábado anterior había salido de su casa y desde entonces nadie había vuelto a verle. Me incliné hacia delante por si conseguía averiguar algún de­talle interesante.

—Yo hubiera dicho que hoy en día es casi imposible que nadie «desaparezca» —observé.

Poirot desplazó un plato de tostadas con mantequilla unos milímetros y dijo:

—Sea exacto, amigo mío. ¿Qué entiende usted por desa­parecer? ¿A qué clase de desaparición se refiere?

—¿Es que las desapariciones están clasificadas y etique­tadas? — bromeé.

Japp también sonrió un instante, pero Poirot frunció el ceño.

—¡Pues claro que sí! Se dividen en tres categorías. La primera y más corriente, la desaparición voluntaria. Se­gunda, el caso de la «pérdida de memoria», de la que tan­to se ha abusado…, raro, pero algunas veces auténtico. Y tercera, el crimen y la consecuente desaparición del cadáver con más o menos éxito. ¿Cree que las tres son im­posibles?

—Eso me parece. Es posible perder la memoria, pero siempre habría alguien que le reconocería…, sobre todo en el caso de un hombre tan popular como Davenheim. Por otro lado, los cadáveres no se desvanecen en el aire, y más pronto o más tarde aparecen, escondidos en lugares apar­tados o metidos en un baúl. El crimen se descubre del mis­mo modo: el empleado que se fuga con el dinero de la caja o el pequeño delincuente actualmente puede ser encontra­do gracias a la radio o al teléfono…, aunque haya huido a un país extranjero, ya que los puertos y las estaciones están vigilados. Si pretendiera esconderse en este país, su apa­riencia física y su identidad serían conocidas por todo lec­tor de periódicos. Sería como tratar de esconderse del mundo entero.

Mon ami — dijo Poirot—, comete usted un error. No tiene en cuenta que el hombre que haya decidido desha­cerse de otro…, o de sí mismo, en sentido figurado…, puede ser esa rara excepción: una persona de método y gran inte­ligencia, de talento y que sabe calcular todos los detalles necesarios. No veo por qué alguien así no podría burlar con éxito a la policía.

—Pero no a usted, supongo… — señaló Japp de buen ta­lante, guiñándome un ojo—. A usted no podrían engañar­le, ¿eh, monsieur Poirot?

Poirot procuró parecer modesto, sin conseguirlo.

—¡A mí también! ¿Por qué no? Es cierto que yo resuel­vo esos problemas con una ciencia exacta…, con precisión matemática, lo cual es muy raro en las nuevas generacio­nes de detectives.

Japp sonrió.

—No lo sé — dijo—. Miller, el encargado de este caso, es un individuo muy listo. Puede usted estar seguro de que no pasará por alto ni una huella ni una colilla, ni siquiera una miga de pan. Lo ve todo.

—Lo mismo que los gorriones de Londres, mon ami — repuso Poirot—. Pero, de todas formas, no les pediría a los pobres pajarillos que resolviesen el caso del señor Davenheim…

—Vamos, monsieur, no irá usted ahora a despreciar el valor de los detalles a la hora de resolver un misterio.

—De ninguna manera. Esas cosas son útiles hasta cierto punto. El peligro reside en que puede dárseles una impor­tancia indebida. La mayoría de los detalles son insignifi­cantes; solo uno o dos son vitales. Es en el cerebro, en las pequeñas células grises — se golpeó la frente—, en lo que uno debe confiar. Los sentidos se equivocan. Hay que bus­car la verdad dentro…, no fuera.

—No me irá a decir, monsieur Poirot, que usted se com­prometería a resolver un caso sin moverse de su butaca, ¿no?

—Eso es exactamente lo que quiero decir…, con tal de que me fueran expuestos los hechos. Me considero un es­pecialista en consultas.

Japp se golpeó la rodilla.

—Estupendo, le tomo la palabra. Le apuesto cinco li­bras a que no puede echar mano, o, mejor dicho, decirme dónde puedo echársela yo, al señor Davenheim, vivo o muerto, antes de que finalice la semana.

Poirot reflexionó unos instantes.

Eh bien, mon ami. Acepto. Le sport es la pasión de us­tedes los ingleses. Ahora…, los hechos.

—El sábado pasado, según su costumbre, el señor Davenheim cogió el tren de las doce y cuarenta desde la esta­ción Victoria para ir a Chingside, donde se encuentra su residencia palaciega, Los Cedros. Después de comer, pa­seó por los alrededores de la propiedad, donde se dedicó a dar instrucciones a los jardineros. Todo el mundo se muestra de acuerdo en que su estado de ánimo era com­pletamente normal, como de costumbre. Después del té, asomó la cabeza por la puerta de la habitación de su espo­sa y le dijo que iba a ir al pueblo para echar una carta al correo. Añadió que esperaba a un tal señor Lowen para tratar de negocios y que, si llegaba antes de que él hubie­ra regresado, debían hacerle pasar a su despacho y rogar­le que aguardara. Entonces el señor Davenheim salió de la casa por la puerta principal, caminó a paso lento por la avenida, atravesó la verja y… no volvieron a verle. A par­tir de aquel momento, se esfumó.

—Un hermoso problema…, encantador…, precioso — murmuró Poirot—. Continúe, amigo mío.

—Cosa de un cuarto de hora más tarde apretaba el timbre de Los Cedros un hombre alto, moreno y de po­blado bigote negro, que explicó que tenía una cita con el señor Davenheim. Dio el nombre de Lowen y, siguiendo las instrucciones del banquero, lo guiaron hasta el despa­cho. Transcurrió una hora y el señor Davenheim no re­gresaba. Al fin, el señor Lowen llamó al timbre y dijo que no le era posible esperar más, pues debía tomar el tren de regreso a la ciudad. La señora Davenheim se disculpó por el retraso de su marido, incomprensible, puesto que sabía que esperaba aquella visita. El señor Lowen volvió a de­cir que lo lamentaba, y se marchó.

» Bien, como todo el mundo sabe, el señor Davenheim no regresó. A primera hora de la mañana del domingo, se avi­só a la policía, que no ha conseguido poner nada en claro. El señor Davenheim parece haberse desvanecido en el aire. No llegó a la oficina de correos ni se le vio pasar por el pue­blo. En la estación aseguran que no tomó ningún tren, y su automóvil no ha salido del garaje. Si hubiera alquilado al­gún coche para encontrarse con alguien en algún lugar soli­tario, parece casi seguro que a estas horas, en vista de la enorme recompensa ofrecida por cualquier información, el chófer se hubiera presentado a contar lo que supiera. Cierto que se celebraban unas carreras en Entfield, a ocho kilóme­tros de distancia, y que si hubiera ido andando a aquella estación habría pasado inadvertido entre la multitud. Pero desde entonces su fotografía y su descripción han estado apareciendo en todos los periódicos, y nadie ha podido dar noticias suyas. Es cierto que hemos recibido muchas cartas de todas partes de Inglaterra, pero hasta ahora todas las pis­tas han resultado falsas.

» El lunes por la mañana se produjo un descubrimiento sensacional. Detrás de un cuadro del despacho del señor Davenheim hay una caja fuerte que alguien ha abierto y desvalijado. Las ventanas estaban cerradas por dentro, lo cual parece descartar la posibilidad de que se tratase de un ladrón ordinario, a menos, desde luego, que un cómplice que viviese en la casa volviera a cerrarlas después. Por otro lado, como todos los de la casa estaban sumidos en un caos, es probable que el robo se cometiera el sábado y no se descubriera hasta el lunes.

Précisément! —replicó Poirot secamente—. Bien, ¿han arrestado a cet pauvre monsieur Lowen?

—Todavía no, pero está sometido a una estrecha vigi­lancia.

—¿Qué se llevaron de la caja fuerte? —quiso saber Poi­rot—. ¿Tiene usted alguna idea?

—Lo hemos averiguado por medio de la señora Daven­heim y del otro socio de la firma. Al parecer, había en ella una cantidad considerable de acciones y una enorme suma en billetes, debido a una importante transacción que aca­baba de efectuarse, así como también una pequeña fortuna en joyas. Todas las de la señora Davenheim se guardaban en la caja. Durante los últimos años, la compra de joyas ha sido la pasión de su marido, y no pasaba mes que no le re­galase alguna piedra rara y de valor.

*

—En conjunto, un buen bocado — dijo Poirot pensati­vo—. ¿Y qué me dice de Lowen? —añadió—. ¿Se sabe qué negocios tenía que tratar con Davenheim aquella tarde?

—Pues, al parecer, los dos hombres no tenían muy bue­na relación. Lowen es un especulador a pequeña escala. Sin embargo, ha sido capaz de vencer un par de veces al señor Davenheim en la bolsa, aunque parece ser que casi nunca se habían visto. El banquero lo citó por un asunto relacionado con unas acciones sudamericanas.

—Entonces ¿Davenheim tenía intereses en Sudamérica?

—Creo que sí. Por casualidad, la señora Davenheim men­cionó que había pasado el último otoño en Buenos Aires.

—¿Algún contratiempo en su vida doméstica? ¿Se lle­vaba bien con su esposa?

—Yo diría que su vida familiar era completamente nor­mal. La señora Davenheim es una mujer agradable y poco inteligente. Creo que un cero a la izquierda.

—Entonces tendremos que buscar ahí la solución de este misterio. ¿Tenía enemigos?

—Tenía muchos rivales en los negocios, y no dudo de que hay muchas personas a quienes ha favorecido y que, sin embargo, no le desean el menor bien. Pero no hay nin­guna capaz de deshacerse de él. Y si lo hubieran hecho, ¿dónde está el cadáver?

—Exacto. Como dice Hastings, los cadáveres tienen la costumbre de salir a la luz con una fatal persistencia.

—————————————

Autora: Agatha Christie. Título: Poirot investiga. Traducción: C. Peraire del Molino. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros.

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