Se especuló mucho, en su día, con que no fuera la propia Gloria Swanson —la actriz que recrea a Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses (1950)— el verdadero modelo escogido por Billy Wilder y su equipo de guionistas —Charles Brackett y D. M. Marshman Jr. en aquella ocasión— para la creación del personaje de la vieja estrella de la pantalla silente que languidece en su mansión de Sunset Boulevard esperando al enterrador. A raíz de aquella mirada a su propio pasado del Hollywood de los 50, se reparó por primera vez en todas las glorias del mutismo, que el viento de la historia había barrido con la llegada del sonoro, dejando atrás sin remisión. Y no faltaron quienes concluyeron que Norma Desmond era un trasunto de Pola Negri, que no de su intérprete, Gloria Swanson.
En aquella obra maestra de Wilder, todo son glorias del silente interpretándose a sí mismas: el gran Erich von Stroheim —quien dirigió a miss Swanson en La reina Kelly (1928)— es Max von Mayerling, exmarido y ahora chófer y mayordomo de Norma; Cecil B. DeMille, que aquí se interpreta a sí mismo, dirigió a la estrella del mutismo en títulos como Macho y hembra (1919). Incluso Hedda Hopper —quien antes de convertirse en una de las comentaristas más odiadas de Hollywood, fue una de las actrices más hermosas del cine sin palabras— y, por supuesto, Buster Keaton —uno de los maestros del slapstick—. Ellos fueron los dioses en su crepúsculo a las órdenes de Wilder.
Precisamente, la que guarda menos relación con su carrera posterior es Gloria Swanson, quien, de una u otra manera, siguió haciendo de “vieja gloria” en películas, y de “estrella invitada” en telefilmes, hasta mucho después de que el viento de la historia y el cine parlante expulsasen de Hollywood a todos los intérpretes que, por un motivo u otro, no dieron la talla al ponerse a hablar. Había llovido mucho desde entonces —aunque al parecer nunca lo hace en el sur de California—, cuando, en 1974, Gloria Swanson interpretó a su última estrella de la pantalla pretérita en Aeropuerto 75, de Jack Smight. Hablamos de una más de las muchas muestras del adocenamiento de Hollywood cuando, ante los primeros indicios de su agotamiento, se entregó al cine de catástrofes.
Por aquel entonces, a comienzos de los años 70 si situamos en Aeropuerto (George Seaton, 1970) el arranque de aquel declinar, de Pola Negri no quedaba ni el recuerdo. Pero medio siglo antes, en el esplendor de esa pantalla silente, cuando Hollywood ya se había consolidado lo suficiente como para creerse capaz de importar a las glorias de la interpretación europea —con anterioridad no se tomaba a en serio a sí mismo, para el primer Hollywood el cine era un negocio, no una manifestación artística, y no hacían falta actrices de prestigio—, la Famous Players y la Paramount se permitieron el lujo de contratar a quien consideraron la mejor actriz del Viejo Continente. Fue así como Pola Negri llegó a Hollywood antes que Greta Garbo y Marlene Dietrich, a las que, además, abrió el camino en ese fatalismo que se atribuía inexorablemente a las intérpretes europeas. Pero también les marcó el rumbo a la eternidad.
En un país tan lleno de prejuicios como los Estados Unidos de entonces, la norteamericana media tenía el convencimiento de que todas las damas del Viejo Continente, por encima de toda su sofisticación, no eran más que seductoras a la espera de buscar la ruina con sus encantos a los diplomáticos y financieros estadounidenses que visitaban París o la Costa Azul.
Ese era el personaje prototípico de las europeas en el Hollywood silente. Los cineastas, en los que seguía primando el negocio aunque ya empezaban a atender a cierta calidad, se complacían en satisfacer aquella inclinación. Ante semejante panorama, los responsables de la Famous Players y la Paramount decidieron contratar a una auténtica nativa del Viejo Continente para recrear a Bella Dona. Era aquella una seductora tan pérfida como el arbusto del que toma su nombre. Se dice que la belladona —como la mandrágora que se asegura brota al pie de los patíbulos y de los árboles de cuyas ramas penden los ahorcados— es una de esas hierbas de las brujas. Con tales antecedentes se dispuso que Bella Donna, la cinta en cuestión, fuese dirigida por el francés George Fitzmaurice en 1923, y Pola Negri subió al transatlántico. Aún se viajaba entre los continentes en barco, los vuelos intercontinentales no se popularizaron hasta poco antes de los primeros títulos de esa saga infumable que generó Aeropuerto.
John Russel Taylor incluye a Pola entre los primeros extraños en el paraíso, que llamó a la primera diáspora alemana en Los Ángeles en Extraños en el paraíso (T & B, Madrid, 2004), el libro que les dedicó. Y, ciertamente, puede que Wilder, que también integró aquel exilio, pensase en ella cuando escribió junto a sus colaboradores el libreto de El crepúsculo…
Nacida en Lipno, Polonia, en 1894 con el nombre de Bárbara Apolonia Chalupiec, aún era una niña cuando vio como la miseria caía sobre su familia, al ser su padre detenido y enviado a Siberia por sus actividades antizaristas. Los de su infancia fueron los días en que Lipno, la ciudad donde vio la luz por primera vez, era una parte del imperio ruso.
Trasladada con su madre a Varsovia tras aquella primera desdicha, se sabe que allí los tiempos fueron difíciles para la joven Pola. Sobre su adolescencia, las sombras pesan más que las luces. Admitida en el ballet imperial ruso, las cosas parecieron enmendarse hasta que una tuberculosis le obligó a dejar la formación. Fue entonces cuando adoptó el apellido de Negri, en homenaje a la escritora italiana Ada Negri, cuya lectura fue un bálsamo en la convalecencia.
Cuando sintió la llamada del teatro, supo superar las nuevas dificultades, que le planteó el ingreso en la escuela de arte dramático de Varsovia. Ya reputada intérprete en los escenarios del zarato de Polonia, descubrió el dinamismo del cine. Y así llegó 1914. Recién sonaban los primeros cañonazos de la Gran Guerra, la propia Pola escribió el argumento de su primera película, Amor y pasión (1914). Ryszard Ordynski y Jan Pawlowski fueron quienes la dirigieron en su debut. Todo iba viento en popa. En los meses que siguieron cobró tanta notoriedad que con el armisticio, la actriz, en la que el talento interpretativo era parejo a su belleza, llegó a la UFA. Estos estudios de Potsdam —en Berlín solo tenían su principal sala de proyecciones— ya despuntaban como uno de los orgullos de la República de Weimar y de la historia del cine mundial. Fue donde Fritz Lang, W. F. Murnau y Robert Wiene —entre otros maestros— desarrollaron allí por primera vez su genialidad; fue allí donde se rodó una buena parte del expresionismo alemán y también fue allí donde Pola Negri se convirtió en la musa de Ernst Lubitsch. Los ojos de la momia (1918) fue la primera de sus colaboraciones. Ese mismo año llevaron a la pantalla Carmen, una de las mejores adaptaciones de la novela de Merimée que dio el mutismo. Madame du Barry, sobre la legendaria amante de Luis XIV de Francia, llegó en el 19. En sus secuencias, Emil Jannings, el legendario interprete del expresionismo, fue el partenaire de Pola por primera vez.
Tengo la impresión de que cuando se habla de ese rey de la comedia que fue Lubitsch, sólo se hace de su etapa final, en el Hollywood de los 40: El bazar de las sorpresas (1940), Ser o no ser (1942), El diablo dijo no (1943). Pero fueron esas colaboraciones de Pola y Lubitsch en la UFA las que llamaron la atención de los estudios estadounidenses sobre el tándem. Ya en Los Ángeles, los dos habrían de hacer historia. Lástima que la de ella no acabase bien.
Desde el primer momento, su magnética belleza —ahora siniestra, ahora cálida; pero siempre exótica y pasional— encandiló a las audiencias estadounidenses. Dio nombre a un perfume y protagonizó campañas publicitarias. Pero en el cine, a lo que había ido, nunca acabó de despuntar. Topó con la censura desde el primer plano que rodó. Su sugerente forma de bailar —nadie como ella para los tangos más apasionados—, su manera de contonearse, su afectación al mover los brazos… En fin, el conjunto de su interpretación se consideró escandaloso. Tras el primer fracaso de Bella Donna se esperaba un éxito que nunca llegó. Los títulos se sucedían en su filmografía americana. Pero lo más parecido al aplauso conseguido en Alemania fue su última colaboración con Lubitsch: Frivolidad de una dama (1924).
Sí se hablaba, demasiado y muy mal, de sus amoríos con Chaplin. En 1926, cuando Rodolfo Valentino murió, Pola Negri aseguró que iban a casarse. Nadie la creyó, aunque siguió el féretro del “mejor amante del mundo” de Nueva York hasta Hollywood. Mussolini mandó una escuadra de camisas negras a velar el cadáver —por aquello de los orígenes italianos del actor— y allí estaba Pola, llorando ante el féretro del galán con los fascistas saludando a la romana. Mary Pickford, la novia de América, no escatimó insultos hacia su compañera durante aquel escándalo.
Algunos sostienen que en 1928, cuando, tras la nueva ruina que trajo a sus productores La mujer de Moscú, de Ludwig Berger, Pola Negri decidió abandonar los Estados Unidos, no fue porque estuviese harta de defraudar las esperanzas puestas en ella; fue por el convencimiento de que su voz —tenía mucho acento de polaca y su inglés era muy deficiente— nunca iba a superar la prueba del inminente sonido.
De vuelta a Europa su experiencia fue errática. Trabajó en Londres y en París, e incluso regresó fugazmente a Hollywood. De nuevo en la UFA, ya bajo control de Joseph Goebbels, los estudios no eran lo que fueron. Protagonizó uno de sus bailes más tórridos en Tango nocturno (Fritz Kirchhoff, 1937). Pero sus supuestos orígenes hebreos no tardaron en buscarle problemas con los nazis.
Había sido la primera de las actrices europeas que supo que, en Hollywood, la gloria es más efímera que en el resto del mundo y que, cuando se pierde, duele más porque el brillo ha sido mayor. No obstante lo cual, regresó a Estados Unidos, adoptó la nacionalidad del país y de Pola Negri nunca más se volvió a hablar. Wilder le ofreció el papel de Norma Desmond, pero ella, muy ofendida, lo rechazó.
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