Sucedió con el cambio de Gobierno. Alguien puso una foto con el comienzo de una novela de Màxim Huerta y señalaba todos los errores que tenía el párrafo. Lo leí varias veces y no entendí lo que me querían decir. A mis ojos era sugerente, tenía chispa. Evocaba un recuerdo infantil en una tienda y no veía ninguno de los muchísmos fallos que parecía tener.
Aquello me trajo a la memoria la primera vez que me enfrenté a un integrista de la gramática. Fue en un taller al que asistí al principio de mis años como escritor. Era gratuito y para acceder a él había que mandar un cuento. El primer día leímos todos los relatos en voz alta y aparecieron los talibanes. No es que no perdonaran ni una, es que veían más allá de lo razonable. Juzgaban los textos por una tilde diacrítica olvidada, pero no se fijaban en el contenido. Un chico leyó un cuento en el que el protagonista quería ser astronauta, se presentaba a las pruebas y suspendía. Aquel relato, bajo el punto de vista de la inquisición, sí estaba bien escrito. Sin embargo, a mí me horrorizó. El narrador repetía una y otra vez lo buena gente y simpático que era el protagonista y los malos malísimos que eran todos los demás. Ese es un fallo muy grave: es el lector el que debe juzgar al personaje. Por mucho que me repetían con quién debía empatizar, a mí ese astronauta me parecía un patán. El síndrome Jar Jar Binks.
En la cerveza de después, una chica explicó cómo había logrado que un escritor saltara de sus casillas en un foro. Le había echado en cara supuestos errores históricos en una novela. Se trataba de un libro de género fantástico en el que, sí, aparecían personajes reales, pero a favor de la historia. No era un ensayo, ni pretendía serlo.
Este tipo de lector existe. Los imagino con el boli rojo corrigiendo Los santos inocentes de Delibes, muy concentrados en su labor de salvar el mundo de las letras, al grito de “este hombre no sabe puntuar”. Porque para ellos no importa el fondo, ni la voz del autor, ni las estructuras o los personajes: ellos son felices leyendo los prospectos de los medicamentos, tan bien escritos.
El tema se recrudece cuando estos talibanes de las letras llegan a puestos de responsabilidad. El ejemplo más claro está en lo que ha ocurrido en las oposiciones a magisterio de la Región de Murcia. Los opositores este año se han encontrado con un baremo que antes no estaba: cada falta que tengan en su examen les quitará puntos. A partir de la falta número 7, el examen computa con un 0.
Muchos estarán de acuerdo con esto. Nadie quiere que el profesor de inglés de su hijo escriba Barcelona con V. El problema llega cuando se usa esa excepción para juzgar el todo. Porque la letra pequeña dice que no solo se aplicará a faltas evidentes, sino a “cualquier error gramatical, ortográfico, fonético o léxico”, además de “inadecuaciones discursivas”, todo a criterio del tribunal evaluador, claro. ¿El resultado? Os lo podéis imaginar: más del 80% de los profesores suspendidos y los medios de comunicación cebándose con el titular de “los opositores a profesor son analfabetos”. Dicho de otra forma: ya no importa si se es un buen profesional, si tus conocimientos rayan la excelencia, si tu programación didáctica supera todas las expectativas. No. Ahora solo importa que no haya fallos de concordancia.
No estoy defendiendo a esas personas que escriben todo como si fuera un mensaje de texto. Esto no es un concurso de ortografía: hablo de novelas y de oposiciones. No se puede juzgar todo desde el punto de vista del diccionario. Es muy importante escribir bien, no hay que bajar la guardia en ese aspecto, pero tampoco podemos pasarnos de frenada y olvidar el resto de aspectos que conjuntan una obra. Si no, como decía antes, pueden leerse la garantía de la batidora.
Uno de los infiernos orientales es el cielo. Allí todo es calma y tranquilidad, un lugar de ensueño. Pero si se tiene un mal pensamiento, aunque solo sea por un leve instante, el alma irá directa al inframundo de fuego y dolor que todos conocemos. No hay segundas oportunidades, de ahí que se le considere un infierno más. Es, por decirlo de alguna forma, como si tras escribir un libro de 300 páginas alguien lo llamara basura porque en la página 173 hay una cacofonía.
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