A primeros de abril se estrena en nuestro país el documental Hitchcock/Truffaut, dirigido por Kent Jones. En él participan Martin Scorsese, David Fincher o Wes Anderson, entre otros directores. Comentan la mítica entrevista que, a mediados de los sesenta, Truffaut le hizo a Hitchcock. Escribir “mítica” para calificar esta conversación, con traductora de por medio, no es una hipérbole: los dos cineastas dialogaron durante cinco días en torno a las quinientas preguntas preparadas por Truffaut, que aspiraba a reivindicar el relieve artístico de la cinematografía hitchcockiana. En Estados Unidos la valoración del director se reducía a su capacidad para entretener al público: “The audience”, dice el británico en los fragmentos de las grabaciones que se recogen en el documental junto a las magníficas fotos orquestadas por un Hitchcock que posa más histriónico que nunca. Y más pícaro: justo en el momento en que parece que va a desvelar una erección de James Stewart, durante el rodaje de Vértigo, le pide a Truffaut que pare el magnetófono. La entrevista dio lugar a un libro, El cine según Hitchcock, del que aún se puede conseguir la edición que Alianza Editorial llevó a cabo en 2003.
El documental me gustó porque muestra la persistencia en el tiempo del proyecto del autor de Los 39 escalones, Con la muerte en los talones o Frenesí, el influjo ejercido sobre otros cineastas, lo que unos aprendemos de otros. Subraya esa estrecha relación entre cine y literatura que abordaremos en El zoótropo, una sección que toma prestado el nombre del aparato circular donde las imágenes se animan a través de movimiento. El zoótropo rinde además homenaje al nombre de la productora de Scorsese y es un espacio pensado para caer en la tentación de tirar del hilo y dejar que unas cosas nos lleven a otras. Por ejemplo, ahora, a propósito de Hitchcock y de la relación entre literatura y cine, se me ocurre que es pertinente mencionar a la familia du Maurier: George du Maurier y su Trilby, uno de los primeros best sellers de la literatura, que dio lugar a la hipnótica —nunca mejor dicho— Svengali (Archie Mayo, 1931); por su parte, Daphne, la nieta del caricaturista George, escribe Rebeca, Los pájaros, los textos que servirán de estructura de alambre a algunas de las películas más sobresalientes de Hitchcock; Daphne que también es autora de otros cuentos espeluznantes —No mires atrás— que dan lugar a películas no menos espeluznantes como Amenaza en la sombra, dirigida en 1973 por Nicholas Roeg y protagonizada por Julie Christie y Donald Sutherland.
Hitchcock/Truffaut me parece interesante porque, en un momento cultural en el que todo el mundo teme “perder el sitio” a causa de la interferencia y la horizontalidad y el demagógico emborronamiento de las jerarquías de los discursos, los cineastas —también los escritores y los músicos— se rehabilitan sin complejos como comentaristas culturales. Exegetas y analistas. Con conocimiento de causa y movidos por los mismos intereses y prejuicios que esos críticos, siempre necesarios, que experimentan tal vez cierto miedo a ser despojados de su legitimidad. Pienso en Rohmer, Godard, Rivette, Truffaut, Chabrol. Sus películas y sus interpretaciones de las películas de otros nos enseñaron a leer y a filmar el cine. Y también la literatura. Tiempos de Cahiers du cinéma que contemplo sin nostalgia, pero con voracidad. Cineastas, escritores, que aprenden del cine y de la literatura de otros. Espejos rotos, espejos deformantes, espejos perfectos. Mise en abyme. Polifonías. Redes. Aprendizajes. Tener amigos es bueno. Es bueno tener amigos que te dicen la verdad.
Además, en Hitchcock/Truffaut se exponen algunas ideas fundamentales para cualquier persona dedicada al oficio de narrar: el cine es una manipulación del tiempo que se acelera o se estira como un chicle y, en ese estiramiento o en ese parpadeo vertiginoso, se construye un significado. A través del análisis de algunas de las películas de Hitch, aprendemos o recordamos —los dos verbos se revisten de gran dignidad— que quebrar las expectativas de los receptores subvirtiendo las reglas de los géneros produce efectos secundarios en los códigos y la retórica, pero también en el ámbito de sus referentes, en la realidad-: pasamos 35 minutos creyendo que Psicosis es una película sobre un robo, protagonizada por Janet Leigh, hasta que llega la escena de la ducha y nos desconcertamos, nos impresionamos, nos irritamos, salimos de nuestro espacio de confort. Nos replanteamos qué es el cine y si sirve para algo. De pronto, nos sentimos vulnerables. Muy tontos y muy listos. Simultáneamente.
Hitchcock/TruffautEn Hitchcock/Truffaut, Scorsese demuestra que no solo es uno de los cineastas más sabios del panorama actual por la inteligencia y belleza con que resuelve sus películas, sino también por su capacidad de análisis. Esa lucidez se plasma en dos momentos cumbre que subrayan en qué medida el documental añade elementos de reflexión al diálogo entre los dos directores, alumbrándolo desde un contexto contemporáneo en el que las palabras tienen otro valor —¿se acuerdan del Menard de Borges?, ¿pueden desgrasarlo de su coña marinera, de su burla filológica, y destilar la verdad que se esconde dentro de él?—. El documental nos revela todo su sentido cuando Scorsese matiza el concepto de “público” de Hitchcock y explica que los prejuicios audiovisuales de los actuales consumidores de cultura, su avidez e incluso su gusto por la velocidad o su estar de vuelta de casi todo, no nos permiten creer que el público al que se refiere Hitch sea sinónimo del público actual. Como si Scorsese recomendase cautela con las trampas y con la búsqueda de la complacencia que no es exactamente lo mismo que la búsqueda de la aceptación. O de la comunicación entre emisor y receptor. Ahí me acordé de Chandler hablando de las trampas del género negro y de El asesinato de Roger Ackroyd de Mrs. Christie y de cómo los lectores, pese a nuestro gusto por el confort, nos maleamos y nos hacemos refractarios a los cepos novelescos mal concebidos o rutinarios. También me acordé del “En ocasiones veo muertos”, la confesión del niño de El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999).
El segundo destello intelectual por parte del creador de Taxi Driver, Toro Salvaje o Infiltrado se produce mientras revisita las imágenes de Vértigo: Kim Novak de espaldas contempla el cuadro de una mujer que luce exactamente el mismo moño que ella, un moño italiano, circular, vertiginoso y voraginoso —¿vaginal?—, que concentra toda la atención de James Stewart de quien sí vemos la mirada. No, no es en esta escena en la que Hitchcock, interrogado por Truffaut, dice: “Pare el magnetófono”. La erección de Jimmy Stewart llegará un poco más adelante. Scorsese desmenuza la belleza y la lógica interna de la secuencia, su concepción, y concluye que en Vértigo la trama es una percha para colgar la poesía. Esa afirmación me dio mucho que pensar. Posiblemente porque soy bastante idiota.
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