Cualquier español que se precie siempre ha llevado un seleccionador de fútbol y un político dentro. También un escritor, según mi amigo Luis Fernández Siles. Y de un tiempo a esta parte, añado yo, un juez. O jueza. O juezo. Me pierdo entre los pliegues del género y del lenguaje.
Por eso todo el mundo tenía claro desde el primer momento qué había que hacer con Lopetegui en el Mundial de Rusia y todo el mundo tiene claro ahora si Pedro Sánchez debía ir o no al FIB en avión oficial. Dicho sea de paso, que un presidente acuda al FIB para ver a The Killers ya es digno de alabanza, más allá del medio de transporte que utilice.
También por eso todo el mundo tiene claro que la sentencia en el caso Juana Rivas es producto de la justicia heteropatriarcal. Porque la justicia es heteropatriarcal, tanto da si quien la aplica es hombre, mujer, homosexual o bisexual. Es lo que tiene el heteropatriarcado, sus tentáculos nos acechan, nos someten y nos subyugan detrás de cada sentencia.
Los jueces y juezas se han convertido en el enemigo público número uno. Cientos, miles de jueces independientes, de corrientes progresistas y conservadoras, han tomado los juzgados de cada provincia con la única intención de dictar sentencias contrarias a la mujer.
«No podrán con nosotros. No pasarán. A las barricadas», vocifera el clamor popular.
El verano pasado Juana Rivas estuvo oculta en nuestra casa, en la de todos, mientras nos bañábamos en la piscina, tomábamos el sol en la playa o abríamos una lata de berberechos para acompañar con el vermú. «Juana está en mi casa», decíamos con firmeza antes de echarnos una cabezada a la hora de la siesta. Pero a ninguno se nos ocurrió aconsejarle que se presentase en un juzgado para entregar a sus hijos e intentar poner en manos de la justicia su caso. Por aquel entonces ya intuíamos qué haría el heteropatriarcado con ella y con sus vástagos.
Un verano más tarde, y a la espera de que el Tribunal Supremo ratifique o rectifique la sentencia, Juana Rivas está en las puertas de la cárcel con las maletas en la mano y alejada de sus hijos, mientras nosotros seguimos a remojo en la piscina, con las latas de cerveza en la nevera para que estén bien fresquitas cuando salgamos.
Me pregunto si, en caso de proceder del mismo modo, todos seríamos, llamémosle, Juan Rivas. Supongo que no. Es obvio que ella tiene sus motivos y los hipotéticos de nuestro hipotético Juan Rivas serían gratuitos. Peor aún, una prueba más de la prepotencia heteropatriarcal.
Siempre he creído que es necesario posicionarse y desconfío de todo aquel que no lo hace. Pero no está de más dudar unos instantes antes de coger el fusil y ponerse a pegar tiros detrás de la trinchera equivocada. A fin de cuentas, alguien que duda antes de disparar no habrá matado nunca a nadie, leí en una ocasión.
Me cuesta creer que, de un tiempo a esta parte, la maldad y la bondad la determinen los testículos y los ovarios. Pero supongo que simplifica bastante las cosas reconocer al enemigo mirando su entrepierna.
Cuando un pueblo deja de creer en la independencia de su justicia, enarbola las antorchas y vocifera, oculto tras la masa, dispuesto a quemar a sus brujas en la pira. Y ya todos sabemos que, una vez que se ha encendido el fuego, no queda más remedio que alimentarlo; y arden por igual brujas y beatas.
Quizá no estaría de más hacer un poco de pedagogía democrática, y recordar al señor Montesquieu y su división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), antes de ponerse a calentar las brasas. Puede que sea conveniente explicar cuál es la función de cada uno de ellos. Si uno va a desmontar la maquinaria democrática, sería útil tener el libro de instrucciones y saber para qué sirve cada pieza. Empezando por esa que tiene forma rectangular y metemos en una urna cada cuatro años. El color de la susodicha va más allá de una mera función decorativa. Si queremos leyes socialmente más justas, votemos a quien las promueve, porque uno suele tener lo que merece, o en su defecto lo que vota.
Por mi parte, sigo sin entender dónde está el problema en el caso Lopetegui, The Killers me parecen un gran grupo y de lo que verdaderamente quería hablarles era, como casi siempre, de literatura. Supongo que por eso me he despistado con las sentencias judiciales. No en vano han contribuido a elevar más los índices de lectura de este país que cualquier best seller que se precie.
Nos cuesta leer cualquier novela, por mucho que se recomiende con ahínco en los suplementos culturales, pero no tenemos ningún problema (o eso aseguramos en las redes) en devorar e interpretar correctamente, en menos de tres horas, un tocho de páginas y páginas de enrevesado lenguaje leguleyo. Por lo que, a partir de ahora, recomiendo a los editores que publiquen en edición de tapa dura, con faja publicitaria incluida, todas las sentencias recurribles. Unos meses más tarde pueden sacar la segunda parte de la saga en forma de sentencia definitiva.
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