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Poner cara y corazón a unos espías

Poner cara y corazón a unos espías

La historia me acompañaba desde 2003, me atormentaba no descifrarla, me enfurecía que muchas piezas del rompecabezas no encajaran y otras se hubieran perdido intencionadamente. Mi larga experiencia como periodista de investigación sobre servicios de inteligencia siempre me había allanado el terreno para comprender los asuntos oscuros, pero esta vez no.

En el último trimestre de ese año, ocho agentes del CNI, el servicio de inteligencia español, habían sido asesinados tras la invasión de Irak por parte de las fuerzas militares estadounidenses. Frente a las numerosas incógnitas formaba disciplinadamente la ausencia de respuestas convincentes. Demasiados aspectos no encajaban en la mente deductiva de un periodista habituado a moverse por las alcantarillas del poder.

"No era habitual querer recuperar la memoria de unos espías mostrando a la opinión pública su personalidad, sus sueños, sus sufrimientos"

La historia de estos agentes la guardé en la imaginaria mochila que siempre llevo encima, mientras desbrozaba investigaciones y novelas sobre otros temas apasionantes. Con el paso de los años, me fueron absorbiendo muchos relatos cortos o largos que escribía con pasión, pero al final siempre aparecía acompañándome la sombra de esos hombres, preguntándome qué pasaba con su epopeya.

Al margen de mi trabajo habitual, cuando se aproximaba la fecha del aniversario de la emboscada que les tendieron un grupo de insurgentes iraquíes, escribía crónicas para recordarles e intentar aportar algo más de claridad al drama sin resolver. Cuando se acercó un aniversario redondo, el décimo, me planteé seriamente hacer una aportación periodística más importante y sólida. Repasé mi amplio archivo del tema y por primera vez me enfrenté a un ángulo novedoso e interesante: descubrir quiénes eran esos agentes, ¿cómo afrontaban la vida?, ¿por qué pidieron ir a Irak?, ¿qué pensaban sus parejas?, ¿por qué se habían hecho espías?… Me habían acompañado durante diez años y había llegado el momento de conocerles.

No era habitual querer recuperar la memoria de unos espías mostrando a la opinión pública su personalidad, sus sueños, sus sufrimientos. Decidí ponerme en contacto con las personas que mejor les habían conocido, sus familiares y amigos. No fue fácil. Algunos pasaron, no querían exponer su memoria o todavía les dolía mucho como para hablar de ellos. Pero otros me recibieron.

Me desplacé por España y tuve horas y horas de conversación de brasero, esas íntimas y personales en las que abundan las confidencias y los recuerdos escondidos. Muchas veces se emocionaban, y yo con ellos. Olvidé mi papel de periodista y me limité a escuchar, a sentir. Fue la experiencia más gratificante que he tenido en mi profesión. Al mismo tiempo que me abrían sus corazones, me enseñaron fotos que me ayudaron a entender cómo eran.

Si de aquellos meses de viaje solo salió un amplio reportaje en el semanario Tiempo fue culpa mía. Tenía una densa investigación sobre lo que había pasado en Irak antes, durante y después de la invasión comandada por el presidente Bush, apoyada por el primer ministro Blair y el presidente Aznar. También disponía ya de la información humana sobre los agentes, pero no encontré la forma de crear un relato convincente. Me dio rabia, pero el décimo aniversario pasó sin que publicara esa gran historia necesaria para la opinión pública y que me demandaban las ocho sombras que me seguían allí donde fuera.

"Llevaba escrito la mitad del libro cuando empezó a atormentarme el final: era una mierda"

Durante los siguientes años me atraparon otras aventuras que me llenaron de satisfacción. Hasta que el 29 de noviembre de 2018, como cada año, publiqué una crónica para recordar la heroicidad de los ocho militares. Blanca Rosa Roca, mi editora, me mandó un WhatsApp: “Esta historia tiene un libro”. Marqué su número de teléfono. Llevaba 15 años queriendo publicarla, pero seguía teniendo algunos agujeros que me echaban para atrás. “Haz un true crime”, me dijo. Era la respuesta que tenía delante de mí y no había visto, quizás porque nunca me había adentrado en el género. De esa conversación salió que me pondría a escribir una narración basada en hechos reales.

Me sentí feliz. Los siguientes meses desempolvé investigaciones pasadas sin publicar y los retratos que había compuesto de ellos. Pero todavía me surgiría un problema más. Llevaba escrito la mitad del libro cuando empezó a atormentarme el final, era una mierda. Esta palabra me martilleaba una y otra vez. Y de nuevo empecé a sufrir: no se merecían que la historia acabara con un comportamiento tan malo de las instituciones. Por suerte se me ocurrió una solución: escribiría un epílogo largo, muy largo, en el que reflejaría lo que podría haber sucedido pero de lo que carecía de pruebas.

Finalmente, el pasado 6 de febrero llegó a las librerías Destrucción masiva: Nuestro hombre en Bagdad. Las sombras que me habían perseguido durante casi 17 años dejaron de hacerlo. Tenían el relato de su hazaña que tanto se merecían.

Autor: Fernando Rueda. Título: Destrucción masiva: Nuestro hombre en Bagdad. Editorial: Roca. Venta: Amazon

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