En la segunda página tuve el impulso de hacer una foto de algunas líneas para enviárselas a mi querido Paco (Niño de Elche): Y dígale a ese idiota que no se entera que la venganza de los críticos nunca servirá de placer a los dioses. Que escriba con sangre, y entonces se dará cuenta de que la sangre es espíritu. (…) Se torea como se es. Se torea como se ama. Días antes habíamos hablado sobre las críticas a su Memorial en la Bienal de Sevilla. Paco estará muy presente durante toda mi lectura.
Angélica Liddell nos ofrece su oscuridad y su origen sobre una bandeja de abismos. Aceptar y leer no tiene precio, salir entero es otra cosa; es como encontrarse con uno mismo en plena oscuridad, y es reconocer al torero que llevamos dentro. Nos guste o no.
Son once cuadros-capítulos-formas colgados en la pared de la intimidad más cruda que te puedas imaginar. El torear es la excusa perfecta para hablar del amor, de la vida y de la muerte. No le quito valor; excusa es ir hacia fuera de la causa, quizá para encontrar un terreno más íntimo donde poder matar. Torear-amar es la metáfora que permite elevar el pulso, el deseo y la acción a la categoría de arte y así trascender todo lenguaje.
Leer esta obra es entregarse, dejar que te salpique la arena, el sudor y la sangre. Entramos; Juan Belmonte nos mira directo a los ojos, el blanco y el negro de la fotografía le da la fuerza de vivir – morir en la línea del tiempo, mientras Angélica se coloca el traje de luces y ambos se preparan para la fiesta; la fiesta no es para divertirse. La fiesta es para ponerle nombre a los dolores, nos matamos de puro amor. Antes de llegar a IV. Mi alma no es de cobardes, Emil Cioran aparece entre los asistentes o quizá estuvo allí siempre, vestido de espada. Es un sentir máximo. Una agonía. Luego, mirar al toro y querer sus violaciones. Querer irse en sangre. Bailar lo frenético de las palabras, con pocas pausas para tomar aliento y seguir existiendo, sin querer existir.
VI. La luz brillante entre las hojas. Es el cuadro que más contenido ocupa, el más profundo. Entonces descubro, en esa entrega visceral, lo miserables que somos. Y es que somos muy miserables, horizontalmente miserables. Decir lo que uno piensa de verdad y deshonrarse a sí mismo es un sacrificio, requiere una fuerza brutal que pocas personas tienen, pocas están dispuestas a pensar, torear y matar(se).
Los últimos cuadros son como delirios, donde las palabras empiezan a sobrar.
La segunda parte de esta obra es un comentario nostálgico que engrandece y embellece la figura de Juan Belmonte; Los credos solo existen gracias a lo inefable. Belmonte como cualquier elegido de Dios, pertenece a la historia del lauro infinito, y sin Belmonte Dios no existiría.
Angélica escribe con pasión y vehemencia sobre un Belmonte que en su día fue criticado por unos y amado por otros. Lo cierto es que me resultó cansina esa forma de consagración literaria sobre el mito de Belmonte. Lo que llamó mi atención fue el bofetón a la moral antitaurina. A veces los mayores enemigos de lo taurino, pululan en los intestinos del toreo mismo, dañando al toro y al Arte, discursos identitarios, tendenciosos y abanderados, flagrante manipulación en las antípodas de la gran transgresión del arte taurino, subversivo como la locura de Dios, ajeno por completo al cemento de lo conservador. En la definición de cualquier arte el orden social y establecido se dinamita. Hoy por hoy, en el seno de una sociedad esterilizada, higienizada, puritana, donde la igualdad se confunde con lo uniforme hasta consolidar la mediocridad y el infantilismo donde chapoteamos, inmovilizados por las arenas movedizas del prohibicionismo, la tauromaquia agonizante rescata nuestras emociones.
Crueldad y Belleza parecen ir de la mano alrededor de esta fiesta, los anfitriones; Belmonte y Liddell, pasean desnudos, quizá ambos tartamudean, quizá ambos sangran.
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Autor: Angélica Liddell. Título: Solo te hace falta morir en la plaza. Editorial: La Uña Rota. Venta: Todosuslibros
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