Andrés Sánchez Robayna asomó al panorama poético español con un libro-poema titulado Tiempo de efigies. Fue en 1970, tenía 18 años y su presencia se hizo visible casi a caballo de la publicación de la antología Nueve novísimos. Sin embargo, de aquel impulso estético y cultural, Robayna sólo asumía el aprecio por la palabra, la restitución del valor del lenguaje poético tras un largo período de predominio, desde finales de los años 40, de una estética realista con algunas derivaciones de índole cívico social. Un poema de aquella entrega, “Días de aire”, reescrito y corregido en la década de los 80, abre En el cuerpo del mundo, la nueva edición de su poesía completa, del mismo modo que abrió la que apareció en el ya lejano 1999, un compendio de toda su obra lírica hasta el fin de siglo bajo un austero título: Poemas. Ya en aquellos versos, asoman las claves (cabría incluso decir las obsesiones) de su trayectoria: la luz, el mar, el aire, la sal, la roca, las dunas, muy presentes en la cotidianidad de un territorio tan singular como las Islas Canarias, en un proceso de búsqueda de la conjunción dialéctica entre lo material y lo evanescente, de la inmersión del sujeto lírico en la respiración de la naturaleza y sus ciclos. Se advertía, ya entonces, la apuesta por una suerte de despersonalización del poema. Dicho de otro modo: indagar en la fusión del ser y el tiempo, insertar al sujeto lírico en la realidad objetual que le rodea, trabajar por el entrañamiento que es mezcla de plenitud e incertidumbre, y hacerlo mediante el despojamiento lingüístico. Esa línea estratégica, será determinante de la singularidad de su poesía hasta 1999, desde el citado Tiempo de efigies, pasando por Palmas de la losa fría (1989) o Fuego blanco (1992), hasta Inscripciones (1999), libro con el que su autor cerraba el siglo XX. Hasta entonces, el predominio casi absoluto de las obsesiones antes apuntadas nos hablaba de una poesía casi objetual, próxima al Juan Ramón menos narrativo y no alejada de un aire guilleniano o del sesgo reflexivo, basado en la precisión y en la desnudez, de Valente, y en una percepción de la belleza como trasunto de un medio natural omnipresente, marcado, en su imaginería, en sus devociones más concretas, por el paisaje isleño.
Es en los libros publicados a partir de 2000 donde advertimos un suave aterrizaje en una poesía en la que, sin renunciar a cuantos rasgos hemos descrito, incorpora un doble factor: la memoria (personal, sin duda, pero con algunas derivas muy sutiles hacia la memoria colectiva) y escenarios menos “esenciales”, más diversificados, especialmente en aquellos poemas que evocan el tiempo adolescente, la vida universitaria en la Barcelona de los años 70, las sombras y cenizas procedentes de la Guerra Civil y el exilio, la experiencia viajera y los viajes literarios a través de la lectura. Es en El libro, tras la duna (2002), donde la pulsión evocadora, el trasfondo autobiográfico cobra un peso relevante pese el equilibrio, que el poeta cuida con rigor, entre la captación del clima de la anécdota evocada o el recuerdo, y la experiencia vivida, sustentada, más que en el detalle “periodístico”, en una geografía sentimental y emocional aunque a veces sea inevitable resaltar el poder significativo de algunas presencias o realidades: al evocar un cierre de la universidad, el poeta sitúa en la sombra que se cernía sobre ella, materiales de la memoria como “el hosco tiempo / que empezó con ricino, y las maletas / de cartón piedra, y los antidisturbios / y las supervivencias / y el hedor de la muerte bajo palio”. Es como si la concepción de la poesía que definiera Eliot (“la intersección de lo intemporal con el tiempo”) cobrara forma en cada poema. Los hilos de inspiración en textos ajenos (Machado, Leopardi, Juan Ramón y un largo elenco), no visibles a primera vista, se hacen explícitos en las notas finales del poemario. La sutileza autobiográfica se tornará, en La sombra y la apariencia (2010), su siguiente libro, en esencia o rescoldo de los viajes vividos, de las lecturas preferentes y de algunas evocaciones de carácter cultural o literario vinculadas a autores de referencia expresamente señalados mediante la cita previa o el título: de María Zambrano a Mallarmé o Borges, de Chillida a Hölderlin o Lezama, entre otros. De ese viaje destaco, como muestra de que no elude cierto soporte cívico, un poema intenso, breve y estremecedor, “Madrid para una elegía”, sobre los atentados del 11 M. Tras ese libro, Sánchez Robayna regresa, en parte, a a la inmersión despersonalizada en la naturaleza de sus orígenes con Por el gran mar (2019). Digo en parte porque en ese libro-poema, el amor y la esposa muerta refuerzan el pulso elegíaco de su escritura. En todo caso, en él advertimos una suerte de cierre del inmenso círculo de creación poética y pasión por la palabra y sus hondonadas trazado a lo largo de casi medio siglo y en sus poemas destella todo su universo de símbolos vinculados al mar, al viaje, a las islas, al tiempo y sus labores:
“La gaviota solar cruza la tarde,
Hiende el aire errabundo, el cielo yerto.
Y la memoria va con ella, ciega,
Bajo el cielo combado, por el gran mar del tiempo.”
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Autor: Andrés Sánchez Robayna. Título: En el cuerpo del mundo. Poesía completa. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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