Primero fue la idea. Brutal. Controvertida. Fantástica. La tuve hace mucho tiempo. Intenté convertirla en guion cinematográfico con un amigo guionista. El proyecto nunca salió. Y la idea se abandonó. Incluso me olvidé de ella. Pero las ideas te persiguen. Y esta me acompañó hasta Londres. Allí intenté convertirla en otro guion, pero en inglés. La exploré con una trama diferente, distintos personajes, otras voces. Tampoco funcionó.
El guion era la única manera que conocía de contar una historia, aunque mi herramienta siempre ha sido la cámara. A pesar de ser un ávido lector, nunca se me había pasado por la cabeza escribir una novela.
Pero los tiempos cambian, el panorama cinematográfico se polariza, la televisión vive su época dorada, la manera de consumir se transforma. La manera de financiar también. Y se me ofrece algo insólito. La adaptación del inmenso libro de Mary Shelley para el Teatro Nacional de Catalunya. La sala grande. Frankenstein. Evidentemente, digo que no. Me encanta el teatro, pero de ahí a escribirlo… Es otro lenguaje. Luego recapacito. ¿Por qué no intentarlo? Lo hago. Y no solo eso. Lo disfruto, inmensamente. Y por lo visto, el público también.
Un pensamiento me atraviesa la cabeza. Escribir una novela. Me doy cuenta de que siempre he estado rodeado de libros. Constantemente. Las adaptaciones que he dirigido aquí en Inglaterra, donde vivo, son libros. La mayoría de proyectos cinematográficos o televisivos en los que he participado estaban basados en libros. Incluso me doy cuenta de que mucha gente que me rodea y a la que admiro ha escrito algún que otro libro.
Nada hay más alejado del cine que la literatura. Bueno, también lo está el teatro. Y ya tuve una experiencia que me hizo muy, muy feliz. Es un buen desafío. Y si algo me gusta cada vez más es desafiarme a mí mismo.
Y de repente, escribir un libro se convierte en una necesidad.
La gente no sabe el tiempo que se tarda en financiar una película. La larga andadura desde la idea hasta su proyección en salas. La cantidad de productores, financieros, distribuidores, comerciales que intervienen. Y que también opinan. Es un proceso lento y agotador. A menudo incluso una lucha. Y un guion no es un proyecto terminado para un cineasta. Lo es la película. Por primera vez necesitaba poder contar una historia controlando sus tiempos. Y, sobre todo, terminarla. Es importante terminar los proyectos que se empiezan.
Por eso decido escribir una novela.
Y me lanzo a contar el accidente de Lauren Marsh.
Resuelvo que la historia no va a suceder ni en España ni en Inglaterra. Tengo claro que quiero hacer un thriller europeo y mostrar una urbe cosmopolita y multicultural. La sitúo en una gran ciudad centroeuropea.
El accidente de Lauren será el detonante. Y luego habrá una investigación sobre el mismo.
Nosotros investigaríamos ese accidente tratando de encontrar el responsable.
Cuando ahora en perspectiva pienso en esa decisión todavía me sorprendo de lo inconsciente que fui empezando a escribir un thriller sin un cadáver en sus primeras páginas.
No lo necesité.
La idea de un accidente para mí ya era suficientemente terrorífica. Porque es algo que escapa a nuestro control. Un accidente sucede sin previo aviso. Nadie pueda preverlo. Uno descubre que lo ha evitado cuando está a punto de sufrirlo. De lo contrario, el accidente no existe, no hay ni la más mínima constancia de que hubiera podido producirse. Sus consecuencias pueden ser devastadoras tanto a nivel físico como psicológico. Sentí la fascinación de explorar las causas y las consecuencias de un accidente, sus víctimas y sus responsables.
Inicié esta aventura con Cédric Dereumaux, un perito que trabaja para una aseguradora. Por supuesto, el estado emocional de Cédric no es precisamente estable. Y todo lo que vemos es a través de su mirada. Es una narración subjetiva, aunque en tercera persona, pero ese es el tipo de ambigüedad que me interesa como narrador.
Me pregunté qué lejos podría llevar la historia a partir del accidente de Lauren Marsh y sin miedo a explorar los rincones más oscuros del dolor.
A partir de entonces, imaginé Century Europa, esa monstruosidad arquitectónica en las afueras de una gran ciudad centroeuropea que se consolidó como el perfecto paisaje psicológico para el estado emocional de los personajes. Y con ella vino la soledad pandémica que los habitantes de las grandes ciudades sufren. Y con la soledad afloraron las aflicciones, la culpa y las tragedias personales. Y las reflexiones sobre lo que significa construir y destruir. Y todo sin dejar de hablar de accidentes, pero teniendo la sensación de ir cada vez a un nivel más profundo, más oscuro y quizá más cercano a nuestra verdad.
Había escrito guiones, pero nadie me había preparado para lo que era escribir una novela. Ni siquiera sabía si era capaz de hacerlo.
Escribí mucho, en poco tiempo, durante largas horas. Inclinado sobre el portátil. Escribía en la mesa, en el sofá, en cafés. Y siempre adoptando una postura incorrecta. Resultado una vez alcanzada más de la mitad del libro: síndrome cruzado superior con una gran contractura del trapecio y del angular del omóplato. Un dolor insoportable. Noches en blanco. Fisioterapeutas. Acupuntura. Tardé medio año en recuperarme. Pero nunca dejé de escribir. Ahora siempre tengo mi portátil a la altura aconsejable. También hago mis ejercicios rutinarios, cada mañana. Pero entonces, sí, pagué la novatada.
Y disfruto haciendo lo que a muchos directores nos gustaría hacer. Actuar como lo hacen los actores que dirigimos. Pues escribir una novela es algo parecido, porque es ser alguien diferente, describir otra mirada, entender otros valores, imaginar emociones, habitar otra alma.
Eso es más o menos lo que descubrí escribiendo mi primer libro. Eso y la auténtica razón por la que escribo. Que no es solo para contar las historias que me perturban, inquietan o fascinan, sino también para liberarme de ellas.
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Autor: Guillem Morales. Título: El accidente de Lauren Marsh. Editorial: Plaza & Janés. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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