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¡Por fin! ¡Por fin América ha descubierto a un poeta!

¡Por fin! ¡Por fin América ha descubierto a un poeta!

¿Qué podría escribirse sobre usted en una lápida? No me refiero a lo que quisiera, sino a lo que otro, alguien, que vagamente le conociera, podría resumir en un poema. A Edgar Lee Master, un escritor del Medio Oeste estadounidense, le dio por enviar a la imprenta, en el lejano 1915, 244 semblanzas sobre el género humano, que tituló Antología de Spoon River. Así: “¡Por fin! Por fin América ha descubierto a un poeta”, con este entusiasmo, acogió Ezra Pound la publicación del libro, uno de esos de cabecera de la poesía del siglo XX, esos a los que siempre se vuelve.

Esas lápidas no tienen edad, porque el hombre se viene repitiendo, con mayores o menores ropajes, desde el principio de los tiempos. Bien lo sabe Luis Mateo Díez, quien, como Edgar Lee Master, creció en una ciudad pequeña, interior y orillada; así que no es de extrañar que firme unos folios en la presente edición de Galaxia Gutenberg.

"Si Luis Mateo Díez se sacó de la manga Celama, Edgar Lee Master se inventó un cementerio cerca del río Spoon, en Kansas"

Recordemos que el último premio Cervantes fue uno de los impulsores de la revista Claraboya y autor de un libro de poemas, Señales de humo (1972), en la colección “Provincia” que dirigía desde León Antonio Gamoneda y que dio cobijo a este poema, “Un loco”, no tan alejado de los personajes que pueblan sus novelas, tan desnortados, tan estrambóticos, tan locuelos y tan sin edad:

Hubo una vez un hombre loco

según cuentan las crónicas

que se comió los zapatos

incluidos cordones y suelas.

No reventó de milagro,

dicen las crónicas.

Le preguntaron el motivo

y el hombre,

que se había tumbado al sol

para la digestión,

respondió

que tenía hambre

y estaba cansado de andar.

Este hombre, tan harto y tan desconsolado, bien podría haber formado parte del libro de Lee Masters. “Camposanto” se titula otro poema de Luis Mateo:

Nuestros muertos no son como sus muertos

porque los nuestros se hicieron ruina

y tierra con la tierra

nada más morir.

Nuestros muertos han comido las raíces de la tierra

sin una losa

sin una palabra de más

solos y olvidados

como niños que se pierden en la vida…

En los libros de Luis Mateo hay camposantos pero sobre todo nombres oscuros como Arcino, Oturio, Bildo, Doricia Pelagro, María Cleta… Hasta unos 350 aparecen en “Los nombres del obituario” con que se cierra su novela La ruina del cielo. Zilpha Marsh, Arlo Wil, Amanda Barker, Aaron Hatfield, Isaiah Beethoven… van apareciendo en la Antología de Spoon River. Si Luis Mateo Díez se sacó de la manga Celama (su reino por los desmontes de León, por situarlo más o menos), Edgar Lee Master se inventó un cementerio cerca del río Spoon, en Kansas, no muy distinto del de Garnett, un pueblo que ronda los 3.500 habitantes, donde nació.

"El resultado es un caleidoscopio de personajes: jueces, borrachos, médicos, banqueros, violinistas, dentistas, poetas, ciegos, viudas, periodistas, esclavos"

A Edgar Lee Master se le ocurrió el libro después de una visita de su madre en mayo de 1914, en la que repasaron la vida de conocidos. A ello se unió, seguramente, sus recuerdos como cobrador de recibos de la luz para la compañía Edison, que le hacía recorrer “tascas de mala muerte, oficinas siniestras, salones de juego y burdeles”, como recordó años después y recoge Eduargo Moga en la introducción (también responsable de la traducción y de las notas) a este volumen. A aquellos peregrinajes se unieron los personajes que fue conociendo como abogado durante muchos años (Luis Mateo Díez también es licenciado en leyes).

Este libro fue creciendo en un frenesí. Según el propio Edgar Lee Master, “escribía los sábados por la tarde cuando el despacho cerraba, los domingos en casa, y también en vacaciones, en los trenes, en los restaurantes (…) a la misma velocidad con que se me ocurrían”.

El resultado es un caleidoscopio de personajes: jueces, borrachos, médicos, banqueros, violinistas, dentistas, poetas, ciegos, viudas, periodistas, esclavos, serenos, bizcos, lesbianas, reverendos, sombrereras, toneleros, boticarios. Se da cuenta de engaños, desengaños, ilusiones (“En la mañana de la vida yo supe de aspiraciones y de gloria”, “¡Estaba tan sedienta de amor! / ¡Tan hambrienta de vida!”), envidias (“¿Cómo es posible, decidme, / que yo, que era el más sabio de los abogados (…) que yazga aquí sin una señal, olvidado, / mientras Chase Henry, el borracho del pueblo, / tiene su bloque de mármol con una urna encima”), acusaciones (“Desde el polvo proclamo / que me mató para satisfacer su odio”), reproches, fracasos, violaciones… Reflexiones amargas, la mayoría.

Es este un libro de horas que mantiene una coherencia dentro de los sobresaltos que la vida reparte a cada hombre o mujer. No pretende agotar —cómo hacerlo— los tipos humanos, pero también podría considerarse un pantone de todos nosotros.

"Hay una frescura, un tono desenfado en los poemas de Edgar Lee Master que nos atrae"

Déjeme, lector, recordar el final de Los muertos, de James Joyce, que minuciosamente se recita en la película de John Huston y que deberíamos revisitar cada Navidad: “Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos”. Y ahora leamos el comienzo del primer poema de esta “antología”, “La colina”:

¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,

el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el camorrista?

Duermen, están durmiendo todos en la colina”.

Hay una frescura, un tono desenfadado en los poemas de Edgar Lee Master que nos atrae. Leemos un poema como cogemos una cereza, para luego saltar de los azares de otro y luego de otro más, da igual quién, escogidos al azar, sin freno, por el simple placer de aventurarnos en el prójimo, quizá también en nosotros. Veamos: Jack, el ciego, quien falleció atravesado por las ruedas de un carruaje, entona desde el más allá este delicado homenaje a Homero:

Hay aquí otro ciego, con la frente

despejada y blanca como una nube.

Y todos los que tocamos el violín, del más encumbrado al más humilde,

los que componen música y los que cuentos,

nos sentamos a sus pies

y le escuchamos cantar la caída de Troya.

Hay también personajes rebeldes, como Cassius Hueffer, a quien no le falta sentido del humor:

Han grabado estas palabras en mi lápida:

Amable fue su vida… (…)

Mi epitafio debería haber sido:

La vida no fue amable con él,

y de tal manera se combinaron en él los elementos

que le declaró la guerra a la vida

y en ella pereció.

En vida, nunca pude con las malas lenguas,

¡y ahora que estoy muerto tengo que aguantar el epitafio

escrito por un idiota!”.

Y otros que atrapan como si fueran protagonistas de una novela trepidante, como el de Jack McGuire:

Me habrían linchado

si no me hubieran trasladado, a escondidas y en volandas,

a la cárcel de Peoria (…).

Y cerraron el trato. Cumplí la condena

y aprendí a leer y escribir.

No me resisto a esta otra cereza, la de Ollie McGee:

¿Habéis visto a ese hombre que se pasea

por el pueblo, abatido y demacrado?

Es mi marido, que, en secreto y con inconfesable

crueldad, me robó la juventud y la belleza.

(Y sigue. Saltemos al último verso:)

Muerta, pues, quedo vengada.

"Puede percibirse un temblor que puede llegar desde la Biblia, como ese rumor que no acaba de llegar a la superficie"

Son relatos realistas, son leyendas, son lamentos. Se da cuenta de robos insignificantes, de pequeñas hecatombes íntimas, de litigios por envidia, de disputas por una linde, de caballos (“negro como un gato y esbelto como un ciervo”). Hay fatalismo y reflexiones de la vida, en la línea o herencia de la Antología palatina que había leído una década antes: “Eso es lo triste de la vida: / que uno solo es feliz cuando los dos lo son”, se lamenta quien pudo llamarse Herbert Marshall y echó su vista atrás, hacia la aldea puritana donde vivió, reflexionando sobre el odio y el amor.

Late el eco del Walt Whitman que escribió “quien toca este libro, toca a un hombre”. Quizá a todos los hombres. Y puede percibirse un temblor que puede llegar desde la Biblia, como ese rumor que no acaba de llegar a la superficie. En el prólogo se recogen estas frases de Cesare Pavese: “Empeñarse en considerar a Edgar Lee Master un antipuritano es reducirlo a mísero y prescindible panfletista (…). El hecho importante no es la polémica contra ciertas formas puritanas (…), sino el ardor verdaderamente puritano con que son afrontados. En la oposición al puritanismo han estado siempre los mayores puritanos”.

Otra voz: “Las personas cuyos rostros se asoman a las páginas del libro son personas de la vida misma, cuyos rasgos resultan tan sencillos o tan misteriosos como el viejo valle del que procede el escritor”, según palabras de Carl Sandburg; es decir, de cualquiera. Quizá nos imante del libro (de este y de todos) lo que pudiera ocurrirnos, lo que leemos de los otros.

"Lejos quedaban sus años viviendo en el Hotel Chelsea de Nueva York donde se alojaron de Arthur Miller a Dylan Thomas o Thomas Wolfe"

Murió Edgar Lee Master en 1950 en una residencia para enfermos en Filadelfia, relata Jesús López Pacheco en el preámbulo de la edición de Cátedra de 1993 que él mismo tradujo junto a Fabio L. Lázaro. La revista Time, en el obituario del escritor y abogado, publicó que seis años antes un amigo lo encontró “sin dinero, enfermo y medio hambriento” y “acusando a Estados Unidos de ingratitud con los poetas”. Lejos quedaban sus años viviendo en el Hotel Chelsea de Nueva York donde se alojaron de Arthur Miller a Dylan Thomas o Thomas Wolfe. Ya poco quedaba de quien escribió unos cincuenta libros, bien como novelas, poemarios, obras teatrales, ensayos o biografías.

Que yo sepa, Edgar Lee Master no dejó epitafio alguno para él mismo; así que he elegido dos que él escribió. Uno para Percival Sharp:

Todo eso está muy bien, pero, por mi parte, sé

que he suscitado algunas vibraciones en Spoon River

que son mi verdadero epitafio, más duradero que la piedra.

(Otro para Dillard Sissman🙂

Me deslumbra una llamarada

como un lirio de pantano:

¡flameo como una bandera!

(Tal vez sea esta tercera opción la más acertada, la de James Garber:)

Cuando hayas comprendido todo esto, piensa en mí

y en mi camino, que me trajo aquí, y en el que aprendí

que ni un hombre, ni una mujer, ni el trabajo,

ni el deber, ni el dinero, ni el poder

pueden aliviar el anhelo del alma,

la soledad del alma.

Si antes, en realidad casi siempre, hemos jugado a imaginar las vidas de los demás, de cualquiera que nos cruzamos en cualquier parte, ahora, además, escribimos mentalmente su epitafio. Eso sí, nunca sabremos qué hubiera esculpido Edgar Lee Master, si nos hubiera conocido, sobre nosotros.

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