Ahora soy Moby Dick, con su cuerpo de marfil acharolado, con su piel de jabón. Tengo dos ojos que miran en todas direcciones y una cola majestuosa con la que me zambullo en las profundidades cuando quiero. Poseo unas pestañas femeninas que suavizan mi leyenda caníbal. Vivo en una piscina sin límites de agua salada con corrientes internas entre las que me balanceo en un vaivén de coral.
Soy un grumete en apuros. No: soy el capitán de quince años que imaginó Gimferrer, soy el poema ‘Arde el mar’ al completo, del primer verso al último, y vuelta a empezar, hasta desgastar las palabras, hasta que de tanto recitarlo pierdan su significado, hasta que lo vuelvan a recuperar, como esas calles junto a los puertos, ora empapadas, ora secas, siempre húmedas, siempre tristes.
Soy el mar ardiendo. Mi cuerpo llamea sin quemarse.
Soy Jonás dentro del vientre de la ballena.
Durante este largo y a la vuelta voy a ser un lento y viejo nadador que en su juventud ganó alguna medalla provincial y que ahora se enfunda el bañador lunes, miércoles y viernes. Siempre a la misma hora. Nado en la misma calle, la más apartada, junto a la escalerilla. A las nueve de la noche no tengo ya ningún problema para nadar solo, completamente solo, como si la piscina fuera mía, sólo mía. Mantengo esa esperanza todos los días, pero apenas ocurre.
Nado ahora con la parsimonia de una foca oronda y enferma.
Soy el faro que contempla con parsimonia el combate de las espadas de Dios en tierra y mar.
Soy la tenista coja, la primera mujer de Frank Bascombe. Aquí dentro no se me nota. Los del club ya lo saben, apenas se fijan, cuentan con ello. Soy rubia y alta y musculosa, ‘aunque’ coja. Lo tengo asumido pero no del todo, siempre hay alguien que se queda mirando; es un imán, lo sé. ¿Lo tengo superado? Sí y no. ¿Cómo lo sobrelleva un manco? ¿Y un bizco? Pese a todo soy una sirena.
Soy un cartero, en este largo, que trae telegramas de luto, certificados de Hacienda y cartas de amor y desamor. Ninguno de mis clientes sospecha los envíos. Han dormido la noche anterior en un limbo sin saber que mañana les cambiaré la vida. Soy, como César Vallejo, un heraldo negro. Y anónimo. En los veranos, con mi polo amarillo de uniforme, con mis pantalones azul oscuro, con mi carrito como de la compara. Entro y salgo como un policía, tengo patente de corso. ¡Temedme!
Ahora soy una farola que se enciende con gas. Soy muy distinguida, de otra época. Nada de esas modernas que de pronto se iluminan todas a la vez. Me alumbra un viejecillo con visera, guardapolvos y botas negras. Y un enorme llavero que tintinea. Y bigote. Vivo al revés, pero no me importa. A nadie molesto, a todos agrado. Y ahora soy ese hombrecillo que sólo anuncia las horas, y si llueve o escampa. Soy a la vez farola y sereno, soy, nada menos, el ángel de la guarda de este barrio barojiano. Gracias a mí, todos duermen. No saben lo que me deben.
Soy un paraguas, del que nadie se acuerda hasta que llueve. Soy un paraguas grande, sólido, de mango de madera. Soy una araña que se despliega a merced de mi amo. Soy serio, nada de esos de paseo, blancos, cortos y con cenefa, tan delicados, tan transparentes. Yo estoy hecho para el invierno, a prueba de tormentas, de vientos con ira. También de esos que cuando escampa se olvidan en un parque o a la entrada de un restaurante. Así que paso de mano en mano, así voy conociendo mundo. Pero soy mudo, siempre mudo.
Me han crecido membranas en los dedos, como las de los murciélagos, como las de las gaviotas. Con ellas me impulso cuando buceo, con su impulso aguanto mucho más, desciendo y asciendo sin dificultad, como si volara, pero dentro del agua. Tengo miedo a que cuando salga de la piscina compruebe que las membranas sigan ahí y ande como un pato. Puede que también pueda volar. Entonces todos me admirarían en vez de darles pena.
Soy Ícaro a merced de las olas, mientras un campesino sigue arando sus tierras cerca y ajeno al chapoteo de mi cuerpo y las alas de cera ahora dormitan a merced de la marea, como el cuerpo del ahogado de Padilla en El hombre junto al mar, antes de llegar a la arena; luego, ¿cuándo?, quedaré varado, junto a plumas resecas, conchas, algas que se me enredarán entre los dedos de los pies, entre los dedos de las manos, entre los brazos brillantes por el salitre. Y vendrá alguien y se me quedará mirando, mudo, mudo y paralizado, atravesado por el miedo de verse a sí mismo. En algún momento reaccionará y cerrará mis ojos.
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