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¿Por qué a mí?

¿Por qué a mí?

Es imposible que una persona moderadamente sana y bien construida afectivamente no empatice con Valencia, aunque no es nada fácil entender lo que se siente cuando uno pierde de una manera tan tonta y fortuita las pertenencias de toda una vida, ¡un hijo!

Pero ¿por qué suceden cosas malas? Esta pregunta es quizá la más antigua y discutida en las conversaciones entre creyentes, agnósticos y ateos. ¿Han leído el ensayo titulado Dios no es bueno, del periodista británico Christopher Hitchens?

Muchas personas se cuestionan que de haber un Dios todopoderoso y benigno hubiera creado el mundo “bien”, un mundo perfecto en el que no hubiera catástrofes, ni enfermedades, ni dolor, y en el que de paso, todos seríamos amorosos (y guapos) y viviríamos despreocupados y felices.

Cuando escucho esto, recuerdo el clásico de ciencia ficción dirigido por Don Siegel La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Filmin), donde se suplantan los cerebros de todos los seres humanos y se cambian por otros que aparentemente les permiten vivir mejor; el resultado es nefasto, porque esa nueva sociedad está carenciada de emoción y sentimiento (donde no hay dolor el Hombre se convierte en un autómata). Si no hay peligros, ni riesgo, si no existe el mal, no hay libertad, libre albedrío…

"Este optimismo, popularizado por Leibniz, resultaba para Voltaire un insulto a las víctimas del desastre"

Se me ocurre otra pregunta: ¿qué entendemos por cosas buenas y malas? Porque, desde la lógica y la dialéctica (y desde el ateísmo) no cabe la existencia de bueno ni malo, tan solo existe un devenir natural: lo que ocurre conduce a algunas personas, seres o especies a ocupar más espacio y más tiempo y a otras, las más débiles, a desaparecer de manera más accidentada o menos y extinguirse. Y no pasa nada. ¿Qué ocurriría si Putin activara la guerra nuclear y desaparecemos los seres humanos de la Tierra? Nada.

Como apuntaba Nietzsche (el más divertido de los filósofos ateos) en el momento en el que matamos a Dios, cuando lo hacemos desaparecer como variable, tampoco existiría el bien ni el mal, de modo que el asunto es redomadamente inconsistente.

En la tradición teológica, figuras como San Agustín y Santo Tomás de Aquino intentaron reconciliar la existencia del mal con la idea de un Dios bueno. Agustín argumentaba que el mal no es más que una privación del bien, una consecuencia inevitable del libre albedrío humano (Confesiones). Tomás de Aquino, en su monumental Suma Teológica, defendió que Dios permite el mal porque de él puede surgir un bien mayor.

Por supuesto, no todos los pensadores aceptan estas explicaciones. Tras el terremoto de Lisboa en 1755, que devastó la ciudad y dejó decenas de miles de muertos, Voltaire escribió Cándido, una sátira que ridiculiza la idea de que vivimos en “el mejor de los mundos posibles”. Este optimismo, popularizado por Leibniz, resultaba para Voltaire un insulto a las víctimas del desastre. David Hume también cuestionó la coherencia entre la existencia de un Dios benevolente y nuestra calamitosa realidad. En sus Diálogos sobre la religión natural, planteó que si Dios quiere prevenir el mal pero no puede, no es omnipotente, y que si puede hacerlo pero no quiere, entonces no es bueno.

"Más allá de la literatura y la filosofía, el problema del mal, catástrofes naturales como la DANA son pruebas de nuestra vulnerabilidad y de la necesidad de buscar consuelo"

Más recientemente, C. S. Lewis retomó este debate en El problema del dolor, donde describió el sufrimiento como una herramienta de aprendizaje espiritual, un “megáfono de Dios” para despertar a los seres humanos de su desidia moral  y su apatía intelectual. Un libro deslumbrante (como todos los ensayos de Lewis), aunque también disponemos de una película interesante, Tierras de penumbra, donde el filósofo es interpretado por Anthony Hopkins. El filme explora cómo el dolor y la felicidad están íntimamente conectados. El guion es oro puro, ya que echa mano de frases memorables y literales como “el dolor de hoy es parte de la felicidad de ayer; ese es el trato”. “El sufrimiento no es bueno en sí mismo. Lo que es bueno es el uso que hacemos de él, cómo podemos aprender, resistir y crecer a través de él”. Sobre la conexión entre la felicidad y el dolor: “Solo en la medida en que somos capaces de amar somos capaces de sufrir. El amor es inseparable del dolor, porque amar significa exponerse a la pérdida y al sacrificio”. “El dolor nos obliga a mirar hacia adentro, a reflexionar sobre nuestras vidas y a buscar en lo alto. Es una herramienta de redención y renovación”.

Albert Camus, en perspectiva existencialista, aborda el sufrimiento como una expresión del absurdo de la vida. En La peste, utiliza la epidemia como metáfora y no busca explicaciones trascendentales; para él, la única respuesta digna es la solidaridad humana y la resistencia ante el absurdo.

Más allá de la literatura y la filosofía, el problema del mal, catástrofes naturales como la DANA son pruebas de nuestra vulnerabilidad y de la necesidad de buscar consuelo (en algo o alguien más elevado, en la filantropía, el Arte o en la esperanza, quizá).

En última instancia, la pregunta de por qué ocurren cosas malas seguirá sin respuesta. ¿Es el sufrimiento descabellado, ilógico, un disparate? Puede, pero la lucha contra él no lo es; con fe o sin ella, el desafío de encontrar sentido en medio del caos sigue siendo un buen propósito en nuestra existencia y el proyecto más inteligente.

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