Al comprarlo estaba ilusionado con el libro de Philippe Lançon. Escuché a gente, gente que respeto, hablar maravillas sobre el libro en la radio, y otros escribieron también artículos, buenos artículos. Ya había leído algo sobre El colgajo antes de que saliera la traducción española. Le seguía, de alguna forma, la pista al libro, a ese ensayo, lo descubrí más tarde, sobre la ruina, la derrota, el arrepentimiento y la clemencia por la que ruega el autor línea a línea. Estaba esperando su traducción.
En cuanto lo tuve, devoré con avidez las 200 primeras páginas. Sabía que en cualquier momento aparecerían los asesinatos, y no me avergüenza decir que estaba deseando leer al periodista francés describir los tiros, el sonido, cómo los recuerda, qué sensaciones tuvo, a qué olía aquella sala de reuniones en el instante mismo de la muerte, qué ocurre en esos instantes. Llevo un tiempo obsesionado con la muerte. Cada vez que hay un ataque terrorista, por ejemplo, pienso en los últimos momentos de las víctimas, si son conscientes de lo que está pasando, si da tiempo a pensar en algo que no sea mojar los pantalones. Se apaga la luz y luego qué, qué ocurre. En eso pierdo mucho tiempo cuando los informativos anuncian un nuevo tiroteo o apuñalamiento en Europa.
Viajé con el libro de tapas amarillo Anagrama. Lo llevaba en el abrigo, la maleta, debajo del brazo, y lo cuidaba como si las palabras fuesen una de esas máquinas pegadas al cuerpo de Lançon o las vendas empapadas en saliva, a punto de desprenderse. Apunté algunas frases: “Observo mi descenso, me siento el padre de mi padre y el ancestro del hermano del que dependo”. “Hay veces que los ausentes siempre tienen razón”. “Debía de pensar que una despreocupación inteligente e informada te hacía eterno”, con la que me siento tan identificado. Esa cosa extraña de la “anémona”, sus sueños, las pesadillas, el uso que hace de la literatura y la música. “Mientras se me escapa, me pertenece”, dice de su cuerpo al sentir, como tantas veces, que moría. Verdaderamente está muy bien escrito, “sin adverbios”, tiene obsesión el autor por limpiarlos. Sigue los consejos que alguien —un maestro, no me acuerdo— le dio al empezar a ser periodista.
Lançon convierte sus terribles circunstancias en algo bello. Tiene nostalgia por lo que fue y apenas confía en lo que se convertirá. Asistimos al parto del hombre nuevo con cicatriz, pero tengo la sensación de que lo que se nos presenta es un camelo. Avanza su historia y se aleja el protagonista, autor, víctima, paciente, el hombre enamorado de su cirujana, una de las fuerzas que laten debajo de toda la miseria y el dolor de la recuperación. Cada vez está más lejos Lançon, separándose del lector página a página, se va, definitivamente. Queda en el texto la bruma de la nueva oportunidad, empezar de nuevo, ese círculo vicioso, la rotonda donde está atrancado. Aprovecha la “herida de guerra” para cambiar de vida, consagrarse, por fin, como escritor; pedir perdón por todas las oportunidades perdidas antes del atentado. Sobrevivir es un jaleo, Lançon lo sabe, pide misericordia por lo que fue y dice que no es nadie para perdonar a los yihadistas. Pero en toda esta perfección hay algo que no funciona, que no es sincero, “que ni pega ni llega”, que me ha dejado indiferente. Es un artefacto. No he podido pasar de la página 330.
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Autor: Philippe Lançon. Traductor: Juan de Sola. Título: El colgajo. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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