Todas las jovencitas occidentales hemos leído Mujercitas en las numerosas ediciones juveniles que había en nuestros hogares en los años sesenta, setenta y ochenta. El conocimiento de esta novela también se vio apoyado por las versiones cinematográficas de Hollywood. Cómo olvidar la rebeldía de Jo, interpretada por Katharine Hepburn en la película de 1933 o la caprichosa Liz Taylor en su papel de Amy, en la de 1949; o la dulzura de Wynona Ryder encarnando a Jo, en la hasta ahora última versión de 1994. Todos estos filmes han ayudado a dar a conocer Mujercitas, pero también la han transformado, “dulcificando” a sus protagonistas y olvidando la complejidad que, en realidad, tiene esta novela.
Hay que leer la novela para descubrir a Louisa May Alcott, su autora. Esta personalidad femenina es una gran desconocida para el público general. Fue una mujer excepcional, moderna, fuerte y valiente, a la que le tocó vivir una época complicada en la Norteamérica de la segunda mitad del siglo XIX. Vivió la Guerra de Secesión (en la que colaboró como enfermera) y, gracias al enorme éxito de la novela, consiguió sacar a su familia de las penurias económicas que les acuciaban siempre. No se casó, reivindicaba su posición de “solterona”, apoyó las ideas progresistas de su padre, seguidor del trascendentalismo, defendió las causas del abolicionismo y del sufragismo, cuidó de su familia, y su propia vida y vivencias inspiraron muchos acontecimientos de la novela, que es, en parte autobiográfica.
Hay que leer Mujercitas porque es una oportunidad de conocer la situación de la mujer en aquellos tiempos. Está por hacerse un análisis desde la perspectiva de género de las cuatro hermanas March, que están basadas en las hermanas de Alcott. Louisa es Jo, la hermana inconformista de la novela, el personaje clave, rebelde y rompedor, que no quiere ceñirse a los moldes femeninos, a los que sí se adaptaron sus otras hermanas, Meg y Amy. Bajo este enfoque, Mujercitas es un fiel reflejo de las ataduras que inmovilizaban a las mujeres y de las inquietudes que empezaban a dejarlas escapar de sus corsés. Hay mucho didactismo y mucho consejo moral: “Y así la joven comprendió que hacer una buena obra es en sí una recompensa”, sin olvidar algunas referencias a la condición femenina que harán sonrojar a las lectoras del siglo XXI: “Meg […] se había vuelto más femenina y más ducha en las artes del ama de casa, y estaba más guapa que nunca, porque el amor es el mejor tratamiento de belleza”.
Pero algo debía de tener Mujercitas para que la ideóloga del feminismo Simone de Beauvoir confesara en Memorias de una joven formal su admiración por Jo, con quien decía compartir “el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros”. En realidad, Mujercitas es menos edulcorada y más mordaz de lo que se ha hecho creer. En 1880, poco antes de la muerte de la autora, sus editores suprimieron capítulos enteros y se esforzaron por dulcificar términos para ajustar la novela al gusto del público femenino de entonces. Es decir, pretendían darle todo el protagonismo a las historias amorosas y silenciar cualquier atisbo de denuncia social. Y después, como decía al principio, las versiones cinematográficas han contribuido a ver esta novela como una obra “ñoña”. Esperemos que la última versión de Mujercitas de Greta Gerwig, estrenada a finales de 2019, anime a leer la novela teniendo en cuenta todas las claves señaladas. Y para ello permítanme que les recomiende la bellísima edición anotada por John Matteson e ilustrada de Akal, donde el lector encontrará todo lo que se puede contar de la novela, su autora y el contexto social en el que la escribió y descubrirá los asombrosos vínculos que existen entre la realidad y la ficción.
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