Una extraña palabra grabada a mano en la piedra, ‘ANÂGKH, inspiró a Victor Hugo para escribir la que se acabaría convirtiendo en su novela más emblemática, con permiso de Los miserables. Según confesión del propio autor, le atrajeron sin remedio «aquellas mayúsculas griegas que el tiempo había ennegrecido, las profundas incisiones con que habían sido grabadas en la piedra, cierta influencia gótica en su caligrafía y en su estilo, como queriendo dar a entender que era una mano de la Edad Media la que las había dibujado allí y, sobre todo, el sentido lúgubre y fatal» que dichos caracteres encerraban. No tuvo, sin embargo, ocasión de profundizar. Alguien dio orden de raspar o encalar los muros donde se hallaba la inscripción y la enigmática palabra desapareció sin dejar más rastro que el que la había perpetuado en la memoria del escritor. «Así es como se tratan desde hace ya casi doscientos años los maravillosos templos de la Edad Media», se lamentó éste no mucho después. «Las mutilaciones les llegan de todas partes, desde dentro y desde fuera. El clero los blanquea, los arquitectos raen sus piedras y, finalmente, el populacho llega y los destruye.»
Victor Hugo encontró aquel vestigio en la catedral de Notre-Dame —más concretamente, «en un oscuro rincón de una de sus torres»— y el hallazgo fue proverbial no sólo para animarlo a pergeñar uno de sus textos más imperecederos, sino también para salvar el propio edificio. Parece que en aquellos tiempos —hablamos del primer tercio del siglo XIX— a los parisinos no les agradaban demasiado las resonancias medievales y con irritante periodicidad se derruían o se remodelaban por completo arquitecturas góticas que se juzgaban poco acordes con la estética dominante en una ciudad que se preciaba ya de ser la capital del mundo. Cuando salió a la luz Nuestra Señora de París —a Hugo le pidió una novela el editor Gosselin, y al recibir el encargo le vino a la mente aquella inscripción de la torre—, el libro consiguió que la ciudad entera volviera los ojos al majestuoso edificio levantado entre 1163 y 1345 en el lado más oriental de la isla de la Cité, en medio de las aguas del Sena. No habían sido las últimas décadas muy halagüeñas para Notre-Dame. En 1786 se desmontó su aguja central, muy deteriorada por las inclemencias meteorológicas, y durante la década de 1790, al calor de las consecuencias inmediatas de la Revolución Francesa, fue desacralizada y sufrió profanaciones y expolios que dieron al traste con buena parte de su imaginería religiosa. Estuvo cumpliendo funciones de almacén hasta que en 1802 Napoleón devolvió su propiedad a la Iglesia católica. En justa compensación, él sería coronado emperador delante de su altar un par de años más tarde, tal y como refleja el descomunal lienzo de Jacques-Louis David que se exhibe en el Museo del Louvre.
Tanto fasto, no obstante, no le devolvió el empuje a la vieja catedral, que languidecía en condiciones más bien modestas cuando Hugo puso en la calle su novela. Nuestra Señora de París marcó, en efecto, un punto de inflexión. En primer lugar, porque sus fortalezas hicieron de ella un revulsivo que marcaría el devenir inmediato de las letras francesas y, por extensión, universales. La historia del campanero jorobado al que pusieron de nombre Quasimodo no sólo encarnó a la perfección los ideales románticos en boga —había personajes marginales, pasiones desenfrenadas, amores de consumación imposible y ambientes propios del medievo—, sino que su autor se servía de ella para exponer su idea de la novela como Teatro Épico, es decir, un gran escenario que dibujara una perspectiva general sobre todo un pueblo, que se veía simbolizado en la catedral de Notre-Dame en tanto que testigo y protagonista de la trama. La novela de Hugo concebía la vida como un todo en el que cabían desde el mismísimo rey de Francia hasta el último desarrapado que se pudiera estar ganando la vida por las calles de París, y ese modo de interpretar el relato como un artefacto cosmogónico se proyectaría en las décadas siguientes sobre las obras de Gustave Flaubert, Charles Dickens u Honoré de Balzac.
Nuestra Señora de París revolucionó no sólo la literatura de su tiempo. También dio un nuevo empuje al edificio que le daba sustancia y título. De pronto, en París concluyeron que aquel templo viejo y achacoso al que habían abandonado a su suerte era el que mejor condensaba y exponía las esencias de la ciudad, sus luces y sus sombras, y de verlo como un leve estorbo pasaron a encontrar en sus piedras un espejo en el que contemplarse. La restauración de Notre-Dame se incorporó a la agenda pública y el debate resume bien el desencuentro que dos tendencias contrapuestas comenzaban a mantener en la cuna de la Ilustración. Había un proyecto, firmado por el arquitecto Étienne-Hippolyte Godde, que pretendía envolver las arcaicas formas medievales en ropajes neoclásicos. Otra propuesta, la de Eugene Viollet-le-Duc —que también reconstruiría, con bastantes libertades, la ciudadela de Carcasona—, apostaba por enfatizar aún más el carácter gótico del templo. Su idea fue la que acabó triunfando, hay que decir que con el apoyo incondicional de Victor Hugo, y a Viollet-le-Duc se le debe el aspecto que la catedral luce desde entonces, incluidas las gárgolas que se asoman desde sus alturas sobre los tejados parisinos o una imponente aguja que se emergía sobre la cubierta, desde el centro del crucero, para paliar la mansedumbre de las dos torres mochas que enmarcan la fachada principal.
No fue el de Notre-Dame el único caso. El Romanticismo propició el renacer de unos templos sumidos en el ostracismo cuando acertó a encontrar en ellos una explicación pormenorizada y contundente de la razón de ser de la tierra que los acoge. Es una percepción que no ha variado mucho en nuestros días. «Jamás hemos podido dejar de sentir una especie de arrobamiento ante estos bellos libros de imágenes que se levantan en nuestras ciudades y que despliegan hacia el cielo sus hojas esculpidas en piedra», escribió Fulcanelli en El misterio de las catedrales. Como «mundos que han quedado a desmano de la historia o simplemente de la realidad» las definió Julio Llamazares, quien también ha visto en ellas las cajas negras donde se registran los ecos de la historia. David Byrne las concibe como representaciones sofisticadas de las cavernas «donde los humanos primitivos empezaron a expresar sus anhelos espirituales». Lugares que hablan de nosotros, en suma, porque fueron construidos a lo largo de las décadas o de los siglos por cientos o miles de personas anónimas cuyas herramientas cincelaban nuestra memoria colectiva.
En el caso de Notre-Dame, a todo eso hay que sumar su condición de obra maestra de la arquitectura gótica. También la pervivencia en el tiempo de la novela de Victor Hugo y de sus personajes, protagonistas a la postre de un buen número de adaptaciones cinematográficas —con tres hitos destacados: Esmeralda, la zíngara (1939), que dirigió William Dieterle con Charles Laughton como protagonista; Nuestra Señora de París (1956), de Jean Delannoy, en la que Anthony Quinn interpretaba a Quasimodo; El jorobado de Notre Dame (1996), una edulcorada versión a cargo de la factoría Disney—, que forman parte del imaginario de al menos cuatro o cinco generaciones dispersas a lo largo y ancho del mundo. El pasado 15 de abril, la aguja levantada por Viollet-le-Duc pasó a la historia cuando Notre-Dame se vio a media tarde envuelta en llamas y millones de personas se encontraron mecidas entre una incredulidad y una consternación que alcanzaron escala planetaria. Fue la mejor demostración de que Notre-Dame es un fenómeno global, un símbolo no sólo de la ciudad cuyo corazón preside, sino del continente que desde muy pronto tuvo en París uno de sus referentes ideológicos e intelectuales, y que hace tiempo que dejó de pertenecer en exclusiva a los parisinos o a los franceses. Igual que tantos otros enclaves a los que el acervo cultural ha conferido una categoría mítica, la catedral de París es patrimonio de todos los que alguna vez pasearon bajo sus bóvedas y también de quienes, sin haberla visitado nunca, soñaban con hacerlo. Fue de los que estuvieron antes que nosotros y deberá ser de quienes nos sucedan. De ahí que el sentimiento de vergüenza por su destrucción parcial, y ojalá que reversible, se viera pronto compensado con las promesas de reconstrucción. No ha hecho la humanidad tantas cosas bellas como para permitirnos dilapidar las pocas que nos van quedando.
Algo así tuvieron que pensar los diez bomberos anónimos que, en el anochecer del nefasto 15 de abril, antepusieron la salvación de Notre-Dame a sus propias vidas. Lo contó el Secretario de Estado de Interior, Laurent Nuñez: en un momento dado el fuego estaba a punto de llegar a la torre norte y eso podía suponer el derrumbe total del edificio. El general de los bomberos, Jean-Claude Gallet, pidió diez voluntarios que subieran arriba del todo «con un riesgo consentido». La expresión es un eufemismo que se emplea para no formular expresamente que quienes se presten a la misión tienen serias posibilidades de morir. A esos diez hombres sin rostro ni nombre, tan anónimos como los trabajadores que ocho siglos atrás levantaron su fábrica, debemos hoy la supervivencia de Notre-Dame. Por unos y por otros vale la pena el esfuerzo de reconstruirla. Porque, por mucho que los mercaderes lleven tiempo instalados en el templo y las hayan terminado convirtiendo en simples máquinas de hacer caja, en los recovecos de las catedrales aún sigue latiendo una explicación a lo que somos. Porque entrar en Notre-Dame y disfrutar de la hospitalidad de sus naves y del confortable resplandor de sus vidrieras es uno de esos lujos que nos hacen mejores y que tenemos el deber moral de preservar para quienes vengan a este mundo cuando nosotros lo hayamos abandonado. Y porque el bueno de Quasimodo, tras tanto sufrimiento, en absoluto se merece la intemperie.
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