…una ontología única de violencia y desastre.
G. Ballard
1
Un estudio realizado en octubre de 2018 por el think-tank Dassäu-Leichtle revelaba que Angela Merkel era la fantasía sexual del 11% de los hombres caucásicos entre los 25 y 49 años de edad, con estudios superiores, independientemente de sus inclinaciones políticas y de sus tendencias sexuales. Esa cifra aumentaba hasta el 23% si la penetración era por vía rectal u oral. El pulso de los encuestados se aceleraba si durante la penetración rectal Angela Merkel sufría algún tipo de desgarro o daño físico, y alcanzaba cotas superiores a las producidas por la participación en actos vandálicos al verla sometida a una penetración grupal. Un 35% de los encuestados no descartaba mantener relaciones sexuales siempre que el acto se limitara a masturbaciones conjuntas. Un 41% prefería la inserción de objetos por vía rectal y vaginal, mientras Angela Merkel permanecía atada y/o amordazada. Se pidió a los encuestados que dibujasen de memoria el rostro de Angela Merkel. En todos los casos, sus facciones registraban rasgos esfintéricos, sexualmente atractivos y racialmente indeterminados.
2
Para los que carecemos del gusto por la política, o, mejor dicho, para quienes vemos en la política una farsa y un pavoroso teatrillo de espectros, o, todavía mejor dicho, para quienes consideramos que un político sólo llegará a representar adecuadamente al pueblo cuando ejerza sus funciones con el temor y el temblor del futuro guillotinado, los libros que tratan algún aspecto de la (así llamada) gestión de los derechos y de las libertades no dejarán de parecernos tan fantásticos como a los ciudadanos de la Europa del siglo XVI debían de parecérselo los bestiarios que llegaban de las Indias, ilustrados por testigos presenciales de aquellas retorcidas monstruosidades. Sin embargo, una vez vi un político. Estaba comiendo tranquilamente en una mesa contigua a la mía, rodeado de lo que alguien me dijo eran “secretarios” y “ayudantes”, bastante más jóvenes que él, y me sorprendió ver que era capaz de expresarse en voz muy baja y con un exquisito decoro. Sin darme cuenta me dediqué a dibujar a aquel conocido político en el mantel, empleando el mismo bolígrafo prestado con el que acababa de firmar una petición para evitar una muerte bastante absurda en un país, supuestamente, todavía occidental. Mis compañeros de mesa, editores y representantes del (así llamado) mundo de la cultura, me preguntaron qué estaba dibujando. “¿Quién es?” ¿Por qué tiene esos dientes?” “¿Qué le sale de ahí? ¿Una cola?” Yo ni siquiera me había dado cuenta de los dientes, del rabo o de las pezuñas que prensaban niñitos pisoteados. En mi cabeza se hace tarde y la conciencia echa las persianas si la política anda cerca. Cuando acuesto a mi hijo después de las noticias de las ocho, y me pide que le cuente una historia de miedo, nunca se me ocurre comenzarla en el bosque. A veces la empiezo con un “érase una vez, mirando desde las ventanas del Elíseo…” Tardo todavía un buen rato en darme cuenta de que yo no tengo un hijo sino una hija, que la luz lleva ya mucho tiempo apagada, y que lo que he acostado en la cama es un leño. Una mitad de mí sigue viviendo en Francia, ¿pero y la otra mitad? Cuando voy al baño, tanteo con la mano a oscuras en pos del cordoncito de la luz, pero aquí nunca hubo un cordoncito. Tal es la extrañeza de lo que un mundo enviscado de política supone para mí.
Y aun así, alguna vez leo un libro donde el escenario sólo parece que puede explicarse a través de lo político. Mi reacción en tales casos es la del náufrago arrastrado hasta la costa extraña, la del repentinamente sumergido en otro idioma. No, ni siquiera eso: el mar agita el idioma de siempre, pero sus líneas y articulaciones familiares han sido torturadas hasta el punto de resultar irreconocibles. Hace tiempo —tampoco tanto tiempo, pero han pasado muchas cosas desde entonces y necesito esta expresión que contiene densidad: “hace tiempo”— escribí una novela acerca de una mujer que desaparecía poco a poco en un extravío del lenguaje. Estaba embarazada, buscaba a unos niños; progresivamente se iba volviendo víctima de un exceso de conocimiento. Cuando perdió un anillo supo que lo que había perdido era ese círculo que encaja en cada dedo, pero había olvidado la palabra y su imagen y lo que buscaba por el suelo ya no era un objeto conocido, sino algo que esperaba reconocer. (El suelo, para ponerle las cosas más difíciles, también acabó por desaparecer.) Leo pocos libros que se dejen tocar por la política, y casi siempre los arrojo lejos de mí en cuanto la siento aparecer. El habla se trastoca, mi sensación tan familiar de estar siempre pasando por el mundo como de puntillas se convierte en un golpe de atormentada realidad contra la planta del pie. Entonces se apodera de mí la idea de que debo hacerme enseguida, sin falta, con una realidad que me sea propia, un lugar donde sentirme verdaderamente alguien, y es como si estos versos de un poema de Ernesto Cardenal
Y HE AQUÍ
que vi un ángel
(todas sus células eran ojos electrónicos)
y oí una voz supersónica
que me dijo: Abre tu máquina de escribir y escribe
hubieran sido imaginados para mí. (¡Y hablo de Ernesto Cardenal, cuya poesía se deja tantas veces rondar por lo político! Pero sólo —menuda diferencia— para ser pateada como un balón.)
3
En octubre de 2019, el mismo estudio del think-tank Dassäu-Leichtle reveló que el 11% del año anterior había subido 11 puntos, mientras que la franja de edad en la que Angela Merkel era la fantasía sexual predilecta entre caucásicos se extendía ahora de los 18 a los 55 años. Un 27% de los encuestados reconocía haber tenido sueños de naturaleza sádica con Angela Merkel. Entre los más jóvenes, la excitación aumentaba al ser expuestos a collages fotográficos en los que el rostro de Merkel se superponía a diferentes imágenes: a) el cuerpo de la muñeca Barbie, b) fotografías de los cadáveres de Lady Di y Amy Winehouse, especialmente tomas laterales desde una posición ligeramente elevada, c) la fotografía frontal de una mujer desconocida, en una mesa quirúrgica, durante una operación de aumento de pecho, d) la autopsia de un adolescente de sexo indeterminado, e) el cuerpo de un varón de 32 años durante una operación fallida de cambio de sexo. El informe de Dassäu-Leichtle revelaba también que un 73% de los hombres casados a los que se les pedía que dibujaran de memoria a sus parejas se sorprendían al comprobar que la mayoría de esos rasgos, tomados por separado, guardaban un parecido mayor con los de Angela Merkel que con los de sus propias esposas. Las fantasías de superposición con la muñeca Barbie tenían diferentes grados de sadismo dependiendo de la fecha de fabricación del juguete: las representaciones menos violentas eran causadas por las reproducciones de Francie Fairchild (1966), Tutti/Todd (1970) y Chantal Goya (1977) junto a fotografías superpuestas del rostro de Angela Merkel en sus primeros años como canciller (2005-2008), mientras que las reproducciones de Twiggy (1967), Bibi y Diva (1986) y la proto-Barbie Bild Lilli (1955), unidas por el cuello a superposiciones fotográficas más recientes, daban lugar a las fantasías de mayor violencia, en algunos casos estimuladas por la semejanza entre las arrugas de la grasa submentoniana y los pliegues de la vagina de una mujer madura.
4
Hace poco volví a estar en Hungría, aunque de la manera en que uno últimamente puede estar en otro sitio: leyendo un libro. Lo leí del tirón, sin levantar la vista del camino. Seguía reconociendo las grandes avenidas, los adoquines, las plazas que resonaban con los acentos de la radiante vida insular en el seno de la Panonia. ¿Pero se trataba de la “triste tierra magiar” de Endre Ady, del mismo “fétido lago de la muerte” por el que había transitado algunos años atrás, de la mano de Magris? Era y no era. Todavía recordaba muchas cosas de mis viajes anteriores. Las ciudades a la orilla del Danubio, brillantes como perlas. Ese “los Mesías magiares son mil veces Mesías”, también de Ady. El “ilusionismo nacional” surgido con posterioridad al Compromiso, que brilla especialmente en la placa a Mór Jókai. (Una vez más: el “ilusionismo nacional”). Un destino de pueblo siempre derrotado, inspirado siempre por el deseo de vencer, la batalla de Mohács, la revolución de 1956. Recordaba que en el año en que fue publicado El Danubio de Magris (1986), la cuestión acerca de Hungría como un pueblo con “sentido de perdedores” ya no concernía al presente. ¿Y bien? ¿Lo contrario de un pueblo perdedor es un pueblo vencedor? ¿Y a qué se ha vencido, cuando ya no concierne la derrota? ¿Quiénes son los derrotados?
Fui interesándome más y más en el libro. Sus páginas resumían una gran historia, la historia de un pueblo hecho con retales de otros pueblos, y sobre todo la de un líder estratégico, un atento aprovechador de las ocasiones espontáneas. “En cualquier país y sistema, estos rasgos habrían favorecido su preeminencia. Su insaciable apetito por el poder, su inflexibilidad al exigir lealtad a los suyos y castigar a sus oponentes, su oportunismo y hasta su dependencia de la pura suerte son otros aspectos de su personalidad política que podemos deplorar, pero que sin duda le convierten en un político enormemente efectivo.” Aquel político había conseguido como “su logro más destacable la demostración de que, en Europa y en el siglo XXI, es posible realizar una transición paulatina y no violenta de la democracia al autoritarismo.” Estaba leyendo a la orilla de un río, recostado sobre la hierba perlada de agua, y mi hija jugaba con los patos mientras yo pasaba cada página sintiendo sobre ella los tentáculos de un hombre como aquel. Me fijé en que había un pato que parecía un animal distinto, distinto incluso de las aves, con seis colores diferentes en la cabeza —rojo, verde, blanco, azul, amarillo y negro— y una cimera de plumas levantadas en la parte posterior del cuello que parecía un morrión. El pico ni siquiera pretendía ser un pico espatulado. Hacía lo mismo que los demás patos, incluso imitaba su inmersión boca abajo para cazar los peces que se mantenían inmóviles sobre las rocas del fondo, pero me parecía un animal extraño, como puesto allí deliberadamente para algún fin que se revelaría alguna vez, de manera inesperada, cuando cualquier otra cosa hiciera recordar aquella ausencia de reconocimiento. Me di cuenta de que mi hija (tres años) se apartaba rápidamente de la orilla, con la faldita mojada en los bordes, y retrocedía unos pasos si veía acercarse a aquel pato. El día era azul, la hierba verde; donde vivimos, sin construcciones elevadas a la vista, parece que uno puede levantar la mano y perderla en una nube. Muchas veces llevamos a casa el agua que sale de un caño, en una pequeña fuente en la montaña. “No obstante, el nivel de las prácticas corruptas del partido es muy diferente, porque no son excepciones al sistema, sino que constituyen el propio sistema.” El cielo se oscureció de repente y me pareció que ahora estaba mucho más cerca de nosotros.
5
En el último informe de Dassäu-Leichtle, de octubre de 2020, el porcentaje de hombres caucásicos entre los 18 y 55 años que admitían tener fantasías sexuales con Angela Merkel se había duplicado hasta alcanzar el 44%. Las fantasías, además, habían adoptado una expresión más violenta. En el 83% de los casos, la excitación aumentaba cuando los actos sexuales tenían lugar en antiguos campos de concentración, salas de hospital, centros de cirugía estética, jaulas de clínicas veterinarias, manicomios, cementerios nucleares y desiertos irradiados por pruebas atómicas. Se favorecían (nuevamente) las penetraciones anales y orales, con inserción de objetos y pequeños animales longiformes, como peces, serpientes o anguilas. En algunos casos (las fantasías en escenarios clínicos) parecía haber una mayor inclinación por la inserción de crustáceos pinzados. Los actos sexuales violentos ascendían un 78% cuando las imágenes del rostro de Angela Merkel se superponían a enfermos graves de COVID-19. Muchas fantasías de corte sádico eran representadas con Angela Merkel amordazada por un arnés de mariposa (66%), una mascarilla quirúrgica de color azul (21%) o una mascarilla de tela negra (13%), mientras que otras eran simples escenas de violencia sexual con los participantes cubiertos por máscaras antigás de la Primera Guerra Mundial y trajes EPI.
6
Caminé hasta casa con el libro abierto en una mano, la niña cogida a la otra mano. Más tarde, por la noche, tumbado en la cama con un codo en la frente, callado en la completa oscuridad, recordé al hombre que habíamos visto a nuestro regreso retirando raíces del caño de la fuente. “El agua se pierde por la ladera si no se limpia el paso”, dijo. “Aquí no se detiene. Corre por debajo de la tierra hasta el monasterio que hay al otro lado de la montaña, siguiendo una canalización de tejas. Hace tiempo había en ese prado de allí un huerto. Esto de aquí lo pusieron los noruegos.” Se refería a una alberca con una canalización escalonada. La niña bebía de la fuente usando las dos manos como cuenco, mientras el hombre aquel profetizaba el fin del agua libre. Me pregunté si era yo quien la había enseñado a beber así.
“Una lectura atenta del devenir del partido no muestra a una fuerza irresistible arrollando todo lo que encuentra a su paso con la inevitabilidad del destino histórico, sino a una panda de oportunistas con muy pocos escrúpulos y la astucia suficiente para sacar provecho de las debilidades ajenas.” Empecé a ver rostros en la oscuridad. Yo conocía a muchos de esos oportunistas. Los había visto ocupar los lugares de poder, después los consejos de grandes multinacionales, después cadenas de televisión, agencias de cooperación internacional, los (así llamados) despachos filantrópicos desde donde seguían planificando estrategias y reconstruyendo percepciones. En una ocasión había coincidido con uno de ellos y le había dibujado en el mantel de mi mesa, en una ocasión posterior otro distinto me había estrechado la mano. Después, cuando pude estar solo, me hice sangre con un cepillo de uñas tratando de quitarme bajo el grifo algo que se me había quedado en ella, un hormigueo. Me preguntaba si aquel antiguo presidente habría sentido algo parecido al estrechármela, si sólo lo sentía yo por ser aquella la mano con la que escribía. Años más tarde, en un encuentro organizado por el Instituto Cervantes, la mujer del guardarropa me dio por equivocación el abrigo de otro conocido político, invitado al mismo evento, y cuando me di cuenta lo dejé tirado en un taxi, por miedo a lo que me pudiera encontrar en sus bolsillos. (Había metido las manos y al descansarlas allí sentí otra vez, a lo largo de los brazos, aquel desagradable hormigueo.)
¿Escapar? “El manual de cómo convertir una democracia en una dictadura ganando las elecciones una vez, pero bien, está escrito en húngaro, pero sus destinatarios de otros países entienden sus lecciones perfectamente.” Dejé el libro sobre la mesilla. Sus observaciones, precisas y muy inteligentes, se aplicaban sobre un lugar concreto y un individuo concreto (Hungría, Victor Orbán), pero abarcaban el mundo entero. Eso significaba también aquel prado y aquel río sobre el que se alzaba la casa, el agua que corría hasta el monasterio, la canalización de los noruegos, la oscuridad en la que yo guardaba silencio. ¿Crepúsculo en Budapest? Pero yo llevaba muchos años —casi una vida entera— angustiado por la sensación de que todo era ya crepuscular. Despacio, me levanté de la cama y crucé el pasillo para cerrar la habitación de la niña. A veces me sentaba junto a ella, en la última hora de la madrugada, con un cuaderno sobre la rodilla, cuando todo era densidad allá fuera, y me ponía a escribir. Esta vez me senté sin el cuaderno, conmovido por aquella pequeña forma rodeada de mundo, sólo para mirarla. “Me gustaría pedirles que mantengan a la ultraderecha fuera del gobierno durante nuestra ausencia…” Era lo único con lo que discrepaba de aquel libro. Mi idea iba mucho más allá: mantener a los (así llamados) políticos de la (así llamada) política, mantener esa enfermedad y esos enferos lejos de la esfera de lo personal. Antes de acostarme había estado viendo en la televisión un debate sobre el informe Dassäu-Leichtle y las conclusiones a las que llegaba un grupo de (también así llamados) expertos. Sólo uno reconoció que aquellas fantasías eran exteriorizaciones de un tipo de repulsión, la conciencia agotada por la política y por un poder al borde mismo del colapso. (Había una cosa más en aquel libro con la que discrepaba: no hay que saltarse el prefacio, donde se cuentan tres preciosas historias de amor que suponen el único aire verdaderamente respirable: a un país, a una mujer y a una niña.)
Hablando de una “conciencia agotada por la política…” ¿No es inevitable recordar aquí al escritor húngaro György Konrád, autor de Antipolítica? Su rechazo mitteleuropeo era muy similar al mío: era el rechazo a la existencia invadida por “el estado y la razón de estado”, que en la sociedad y en la política creaba fantasías de destrucción. Me pregunté cuáles eran mis propias fantasías respecto a Angela Merkel, a qué distancia podían encontrarse de las inserciones de objetos y de los arneses de mariposa. Cuando estaba a punto de quedarme dormido, me vino a la cabeza la frase con que Magris cierra el pequeño capítulo dedicado a la Antipolítica: “El propio Konrád observa que la unidad entre intelectuales y pueblo, que él espera, sólo se realiza cuando el poder se colapsa, es decir, en situaciones excepcionales y trágicas, que está muy lejos de desear.” Me pregunté a qué distancia se encontraban intelectuales y pueblo, y si había todavía algo que podía ser así llamado: intelectuales, pueblo.
——————————
Título: Crepúsculo en Budapest: Hungría en los tiempos de Orbán. Autor: Luis G. Prado. 130 páginas. Editorial: Báltica ensayo (2021). Venta: Todostuslibros y Amazon
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: