La víspera de la concesión del último Nobel caí en la cuenta de que, por primera vez en años, tenía la certeza de que no iba a ser para Marsé. El padre de Teresa y el Pijoaparte había fallecido semanas atrás, y no es que otras veces hubiera habido certeza de que fuesen a dárselo, pero al menos cupo la posibilidad. Al final terminé preguntándome por qué demonios seguiré leyendo a un maniático que estropeó alguno de sus libros con las malditas mejoras y que es, encima, “el” novelista de una época vilipendiada como la Transición.
Esta obsesión casi patológica por la memoria de la derrota, de todas las derrotas, la comparte Juan Marsé con una generación de periodistas-literatos barceloneses más o menos vinculados a la redacción de la revista Por Favor, esa que animó España entre los setenta y los ochenta del pasado siglo. Un periodista de Por Favor escribió un trabajo decisivo, la Crónica Sentimental de España, que ha condicionado la creación de los últimos cuarenta años, desde las Canciones para después de una guerra, película documental que fue un éxito tan imprevisible como incomprensible y que se ha erigido en imprescindible para entender la reciente Historia de España, hasta la poética de Ismael Serrano, epígono de los cantautores de la Transición y notario —con guitarra— de la memoria. Uno piensa que la influencia de Vázquez Montalbán, el autor de la Crónica Sentimental, alcanza incluso a Bevilacqua y Chamorro, los fascinantes picoletos de Lorenzo Silva, arqueólogos de la memoria, y hasta al mismísimo capitán Alatriste (“Iñigo, cuenta lo que fuimos”).
A contar “lo que fuimos”, o sea, a reivindicar la generación de sus padres, plantada a pie firme y a pecho descubierto como inútil escudo humano delante de uno de los nacionalismos criminales del siglo XX, dedicó Marsé su obra y consagró su vida. Marsé llegó a titular una de sus novelas Un día volveré, o sea, “no me olvidéis, que un día de estos me pasaré otra vez por aquí y os vais a enterar”. Luego la amenaza nunca se cumple y el airado sujeto elíptico que prometió volver no vuelve jamás, como no sea en forma de mito y sueño, que es el funesto destino de los héroes marsianos.
Un día volveré es una de las novelas menos citadas de Marsé y uno, aun así, recuerda con clara fijeza a su protagonista, Jan Julivert, y su obsesión por regresar al viejo barrio y a lo que fue su vida en él, vuelta imposible porque, de puro viejo, aquel barrio ya no existe. Ni siquiera el propio Julivert existe ya: si el barrio se ha transformado, al transformarse ha transformado al propio Julivert en un héroe tan mítico como inservible, un “héroe” que nadie va a reconocer en el viejo tastarra, derrotado y sin futuro en que se ha convertido Julivert fuera del barrio. Y aquí es donde Marsé hace pleno, porque nadie, nadie, vuelve al pasado jamás, nunca, aunque no sea español ni haya experimentado una traumática guerra civil como la del 36, big bang del universo Marsé. Y es que la vida entera, al fin y al cabo, es una guerra cosida con grapas al tiempo, ese monstruo crónico que, como el río de Heráclito, destruye minuciosamente cada minuto que él mismo pare, así como cuanto contiene, y eso hasta el punto de que cuanto pueda haber pasado, simplemente ya no existe… como no sea en la imaginación del que, machacona y obsesivamente, lo reconstruye idealizado.
Si en medio de la pandemia de 2020 seguimos leyendo a Marsé no es porque hable de las consecuencias de una lejana guerra de hace ochenta y tantos años, sino de las de vivir aquí y ahora y, sobre todo, de las de hacerlo idealizando un pasado, cualquier pasado, que en puridad nunca ha existido, como no sea en nuestra cabeza y en nuestra imaginación. O sea, en nuestra memoria personal e individual de cada uno, porque no hay bicho más cabrón ni más traicionero que el recuerdo. Marsé, el “escritor de la memoria”, escribe, en realidad, contra la memoria.
Algo, por cierto, que no han entendido los melancólicos, reaccionarios y victimistas nacionalismos del siglo XXI, desde los airados brexiters del Reino Unido a los no menos airados nacionalistas españoles, es decir, de España, curioso lugar. Los nacionalistas españoles, separatistas o no, azules, rojos o verdes, republicanos, monárquicos o mediopensionistas, viven colgados de la pobre España o, mejor, de la imagen que cada uno se construye de España, según mercado, para así denigrarla a gusto hasta el delirio o ensalzarla hasta la parodia: el caso es llorar hasta alcanzar el orgasmo y, sobre todo, dar la brasa. Los nacionalistas, por más que se empeñen en su singularidad, son iguales en cualquier lugar y nación: niños llorones que primero te acusan de haberles robado un pastel, como hacía Trump, para arrearte después con una bandera que siempre tiene nombre propio (Union Jack, Rojigualda, Tricolor, Senyera, Ikurriña, Stars & Stripes) y rematarte, por último, con un aburrido memorial de agravios imaginarios. Vamos, que una cosa es la memoria, y otra echarle la culpa al empedrado.
Total, que a ver si leemos a Marsé y espabilamos, porque se hace tarde, el futuro ya está aquí y a saber cuándo pasa otro tren.
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